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24 / 478 / marzo de 2024
Más concretamente, el sacrificio
original vendría a ser, dentro de
esta construcción teórica, una for-
ma de violencia residual solapada
y oscurecida posteriormente por
los mitos, los ritos y la teología,
que habría tenido como finalidad
práctica una violencia localizada
y controlada, que a su vez tendría
la facultad de prevención frente a
una violencia futura e incontrola-
da...” (58).
Ferrer se inclina por una antro-
pología materialista (de acuerdo
con Durkheim, pero especialmen-
te con Marvin Harris y Gustavo
Bueno) “que no excluye la posi-
bilidad de contemplar también el
banquete sagrado, o lo que deno-
minamos ‘sacrificio de comunión’,
como un rito de ‛redistribución de
proteínas’ (Mircea Eliade) a favor
de las elites dirigentes, derivado de
la utilidad práctica de la carne y de
los despojos de la víctima sacrifi-
cial”, tal como puede encontrarse
en las prácticas rituales de los az-
tecas (64), aunque no se trata de
condenar a este pueblo “como pa-
radigma de pueblo bárbaro y san-
guinario” (73). En suma, agrega Fe-
rrer, se puede advertir, en contraste
con la visión de algunos antropó-
logos clásicos, “que los dioses no
habían estado permanentemente
vigilantes frente a los hombres
desde la creación del mundo, sino
que habían sido una construcción
histórica de determinadas socieda-
des y culturas” (66).
En la clase de sacrificios como
la del “chivo expiatorio”, en el Día
de la Expiación judía, o como
la del Siervo Sufriente de Jahvé
(Isaías, 53), interviene la víctima
expiatoria de la culpa, tal el caso
de Jesucristo. Pero, sostiene Ferrer
(en especial correspondencia con
Sacrificio y Drama del Rey Sagrado),
es necesario relacionar esta cla-
se de sacrificios con las prácticas
neolíticas en las que la muerte y
resurrección de la diosa respondía,
en clara analogía cósmica, con la
muerte y resurrección de la vege-
tación (68). En verdad, “los ritos
sangrientos estuvieron presentes
en todos los rincones y culturas,
desde las sociedades prehistóricas
hasta, en algunos casos, los tiem-
pos bastante avanzados de la anti-
güedad tardía” (78).
Sacrificios humanos y
magia ritual: un fenómeno
omnipresente
Los antiguos israelitas habían
“civilizado” sus ritos por la influen-
cia de babilonios y persas, más tar-
de por la del helenismo. Pero “han
llegado hasta nosotros sólidos testi-
monios que no permiten ocultar el
carácter sangriento de sus más anti-
guas (y no tan antiguas) tradiciones”.
En ocasiones, el rey “entregaba a su
hijo para que muriera como sacrifi-
cio por toda la comunidad”. El rey
Mesa de Moab pasó por el fuego a
su hijo, acosado por los israelita en
el siglo noveno a. C. (83). El caso de
Abraham es singular: “su gesto fue
presentado en el texto bíblico como
un acto modélico de fe, de obedien-
cia y de sumisión a la divinidad”.
Ahora bien, la ejemplaridad
de Abraham responde a una esca-
la de valores “mucho más tardíos
en el tiempo que, no obstante, se
redactaron literariamente echando
mano de la memoria de un contex-
to arcaico dominado por los mitos
cósmicos y los ritos de sacrificio
de los hijos primogénitos de Israel.
Un tiempo que se pierde en los os-
curos orígenes del judaísmo y que,
en términos de literalidad bíblica,
no concluyó hasta la instauración
de la Pascua en Egipto, justo antes
de iniciarse el Éxodo; a través de
cuya narración literaria sabemos
que la muerte de los primogénitos
fue formalmente sustituida por el
sacrificio del cordero” (84).
Al pie de página, Ferrer anota:
“Hay que distinguir la narración
propiamente dicha, que evoca los
siglos oscuros de la primera mitad
del segundo milenio, y el momen-
to histórico en el que fueron redac-
tados esos textos: a partir de los
siglos sexto, quinto y cuarto ante
de nuestra era, y aún después”. Por
lo que “la narración bíblica se es-
cribió, con toda seguridad, muchos
siglos después de los supuestos he-
chos relatados en el texto”. De lo
que se advierte, por sobre todas las
cosas ‒y esto también debe leerse
como acotación al margen de Fe-
rrer‒, la intención igualmente mí-
tica o de leyenda de los redactores
históricos, por la que se intenta
trascender lo que doctrinariamente
se consideraba profano o primiti-
vo.
Respecto a los antiguos pobla-
dores europeos, desde la costa de
Cádiz hasta las de Tiro y Sidón, ex-
cluyendo a los escitas e incluyendo
a fenicios y cartagineses, se carece
“de una relación probada entre el
sacrificio humano y la ingestión
comunitaria de la carne y los des-
pojos de la víctima sacrificial” (90).
En ninguna parte de Europa han
aparecido vestigios al respecto (sos-
tenía Marvin Harris), ni siquiera
puede atribuirse a los celtas, mode-
los en cuanto al ritual sangriento,
el banquete sagrado posterior al
sacrificio, si bien el sacrificio fue
una práctica generalizada, incluso
y entre los sacerdotes de los drui-
das, que quemaban a su víctimas
en cesta de mimbre (91).
Entre los cimbrios germáni-
co-celtas, las mujeres, acompaña-
das de sacerdotisas, se ocupaban de
los cautivos de guerra, a los cuales
degollaban después de adornarlos
con coronas o los abrían en canal
con el fin de hacer predicciones
o vaticinar victorias. El geógrafo
Estrabón, que solía referirse a los
habitantes de las regiones que vi-
sitaba y estudiaba, habló de las
costumbres “bárbaras y salvajes”
de los galos en sus sacrificios hu-
manos, que luego los romanos
prohibieron. Y según Diodoro de
Sicilia, los galos apuñalaban a la
víctima por encima del diafragma,
de manera que cuando caía y sus
miembros convulsionaban y corría
la sangre, los adivinos conocían el
futuro (93 y ss.).
El sacrificio humano de carác-
ter expiatorio fue una práctica usual
entre los primeros pobladores de la
Grecia arcaica, y formaron pare del
culto a Zeus. Estos sacrificios “per-
vivieron en los ritos dionisíacos”,
según el helenista Erwin Rohde.
En tiempos prehoméricos se creía
que el derramamiento de sangre
caliente, las ofrendas de vino y la
descomposición de cadáveres de
humanos y animales “servían para
aplacar la psique de una persona
recién muerta y aquietar su furia
en el camino final de ultratumba”,
algo muy distante en el tiempo de
los asentamientos en ciudades que
narran la Ilíada y la Odisea (101).
Los grupos indígenas america-
nos, desde Alaska a la Tierra del
Fuego, también sacrificaban a sus
víctimas para obtener beneficios
materiales o inmateriales. Las pi-
rámides escalonadas mesoamerica-
nas sirvieron de escenarios para el
espectáculo público del sacrificio.
Ferrer extrae algunas conclusiones
muy importantes de los estudios
sobre la América anterior al esta-
blecimiento de los primeros Esta-
dos del Nuevo Mundo. En primer
lugar, que el rito del sacrificio en
esta zona permanece hasta avanza-
dos los siglos dieciséis, diecisiete y
dieciocho. Y, en segundo lugar, “la
inconsistencia de dos mitos hoy
sagra como construcción del todo
original, materialista en el sentido
de un materialismo no visiblemen-
te histórico ni estrictamente dialéc-
tico. Una visión independiente y
objetiva, aunque apasionada, seria-
mente documentada de acuerdo a
una estructura temática convincen-
te y cuyo poder de persuasión no
abriga el propósito de contravenir
los principios fundamentales de la
tradición teológica sino el de inves-
tigar sus antecedentes y demostrar
sus ancestrales correlaciones desde
siempre ignoradas o desde siempre
solapadas. Puede suscitar la admira-
ción de parte de todos en un do-
minio para todos resbaladizo por
las dificultades hermenéuticas, la
variedad, así como por la escasez de
fuentes testimoniales confiables.
El poder de explanación es
tan contundente, las asociaciones
entre antecedentes prehistóricos
y consecuentes históricos tan sor-
prendentes, e incluso sorpresivos,
las fuentes primigenias sometidas
a una heurística tan penetrante,
que el libro de inmediato nos in-
troduce en la historia mayor de las
religiones, el mito y aun ‒nos per-
mitimos agregar‒ de los supuestos
tanto trascendentes como inma-
nentes de la literatura y el arte: el
concepto de lo sagrado, las religio-
nes mitológica y teológica, con la
posibilidad de que funcione como
fundamental antecedente de las
religiones estéticas y axiológicas de la
modernidad.
Sacrificios humanos y
magia ritual: la violencia de los
hombres
La idea de lo sagrado fue muy
anterior a la “idea de dios” (49), y
el sacrificio humano, opuestamen-
te a la concepción tradicional, es
un punto de partida en el mundo
primitivo de las instituciones cul-
turales y religiosas, “incluidas las
nociones de dios y de la teología”
(54). En contra de las concepcio-
nes tradicionales, según las cuales
el sacrificio no representa sino el
tributo y el homenaje a la divini-
dad, es posible que para muchos
esconda “un tributo que los súb-
ditos pagaban a su príncipe como
precio de los derechos que les
eran concedidos”. Pues los dioses
se concibieron como especies de
reyes, propietarios de la tierra y
de sus productos (55). Robertson
Smith encontraba en el totemis-
mo “el modelo formal de toda la
institución del ritual del sacrificio
en las religiones históricas” (54). Se
llega a estos conceptos a través de
antropólogos de la talla de James
G. Frazer, Marcel Mauss, Alfred
Loisy, Émile Durkheim, Mircea
Eliade o René Girard.
Para este último “el sacrificio
originario no habría sido un rito
de mediación entre un sacrificador
y el mundo sagrado o una divini-
dad, como tradicionalmente se ex-
plica su eficacia simbólica y ritual.
generalizados entre las ideologías
posmodernas y los catecismos
del multiculturalismo: el primero
es el mito del indigenismo como
edad de oro previa a la llegada de
los conquistadores españoles, el
segundo es el mito feminista que,
a toda costa, quiere convencernos
de que hubo violencia (ni sacrifi-
cios con víctimas humanas) en las
sociedades matrilineales [descen-
dencia por línea materna] y ma-
trilocales [la pareja casada reside
cerca de los padres de la esposa],
estructuras que los más radicales
y desinformados convierten auto-
máticamente en ‛matriarcados’”
“El mito del indigenismo ame-
ricano queda hecho pedazos ante
la sola perspectiva que ofrecieron
los sanguinarios ritos sacrificiales
humanos en varias de las culturas
precolombinas de Centroamérica
(mayas, toltecas y aztecas, prin-
cipalmente); y el mito feminista
del ‛matriarcado pacifista’ queda
definitivamente invalidado ante
la violencia que presenta un so-
mero estudio de las instituciones
sociales de pueblos como el de los
indios iroqueses de Norteamérica”
(110 y ss.).
El sacrificio del Rey Sagrado
Respecto al “Sacrifico del Rey
Sagrado” nos reencontramos con
la analogía entre muerte y resurrec-
ción y un “sofisticado entramado
mítico-simbólico, derivado de la
lucha por la supervivencia en un
régimen de producción agrícola de
carácter sedentario, que incluía ele-
mentos tan diversos como los ritos
del sacrificio humano en los que
se asesinaba a la encarnación ma-
terial de la divinidad; el culto a la
tierra y a la diosa madre; la magia
y la propiciación de la fertilidad
vegetal y animal desde oscuras e
incomprensibles fuerzas telúricas;
el culto a los antepasados; la prác-
tica del chamanismo; el culto, en
unos primeros tiempos, a la omni-
presencia cambiante de la luna; el
culto solar, con posterioridad; las
celebraciones cosmogónicas del
año nuevo y de regeneración tem-
poral de la soberanía política, etc.,
etc.” (125).
Una revolución cultural se re-
gistra en el paso al Neolítico y a la
Edad del Bronce. Desde los cultos
a la luna y a los númenes animales
del Paleolítico al descubrimiento
de la agricultura, con sus “elabora-
das nociones míticas en torno a un
cosmos cargado de significación
y sentido; y que, según algunos
autores, pudo poner en marcha el
delirio ‘místico’ y ‛espiritualista’
en el que se cimentaron todas las
culturas de la antigüedad” (126).
La vegetación y su fertilidad eran
“magia ritualizada, en la medida
que significaba algo distinto de su
mera apariencia: algo así como un
poder sagrado surgido de las pro-
fundidades y las entrañas de la tie-
rra”, y llegaban a ser sagrados “en
virtud de que participaban, a través
de la magia ritual organizada con
cultos institucionalizados, de una
realidad telúrica y misteriosa, y en
todo momento significaban y alu-
dían a esa realidad”. Más todavía:
“La vegetación, en definitiva, llegó
a representar la parte visible de un
espacio extrahumano situado más
allá de los límites de los percepti-
ble: el de la Madre Tierra (diosa de
la vegetación o diosa madre), que
se hacía patente en la resurrección
primaveral y en la muerte otoñal
de sus frutos, de los que, por en-
cima de todo, dependía la supervi-
vencia material de los pobladores
de las primeras culturas agrícolas”.
No era, pues, divinización de
la naturaleza sino reconocimiento
del misterio oculto que encerraba
El materialismo filosófico del
español Gustavo Bueno respal-
da algunas de la más importantes
afirmaciones de su compatriota,
el antropólogo Eliseo Ferrer. Los
descubrimientos, las reformulacio-
nes y los hallazgos de una erudita
filología comparecen bajo los tér-
minos de una nueva historia de lo
sagrado, los mitos y las religiones.
Más exactamente, comparece una
crítica de los fundamentos de esa
historia, de sus diferentes versio-
nes, de sus interpretaciones y de
los sentidos que se le han imputa-
do en función de objetivos ideoló-
gicos, metafísicos o teológicos.
Habíamos comentado su obra
anterior, Sacrificio y Drama del Rey
Sagrado. Genealogía, Antropología
e Historia del Mito de Cristo, en rel-
aciones N⁰ 470, julio de 2023. Asi-
mismo, relaciones entrevistó al autor
en el N⁰ 474 de noviembre de 2023.
En su nuevo libro Ferrer em-
pieza por estipular que “las bases
de toda construcción sagrada,
religiosa, mistérica, espiritual y
trascendente, en suma, como que-
ramos llamar a este conjunto de
fenómenos de indudable realidad
ontológica y carácter objetivo,
encuentra su fundamento y su nú-
cleo originario en las condiciones
materiales del hombre de las caver-
nas, dentro de un contexto emi-
nentemente zoológico. Desvela su
primigenia razón de ser en la lucha
con el medio circundante, en el
trabajo con las manos, en la crea-
ción de las primeras instituciones
culturales y en las distintas técnicas
de supervivencia: desde la caza con
flechas de puntas de sílex a los pri-
meros rudimentos agrícolas o a las
primeras nociones de construcción
de espacios cerrados y protegidos
de las amenazas exteriores.” (p. 14)
El tránsito de los cultos paleo-
líticos a los cultos mitológicos del
Neolítico, afirma Ferrer, constitu-
ye el primer eslabón de una larga
cadena de hechos concretos que
sugieren la construcción de una
“teoría antropológica de la cons-
trucción de lo sagrado”, desde la
cual se pueda hacer posible una
“teoría antropológica del cristia-
nismo” (33). Queda atrás toda her-
menéutica ideológica o metafísica,
mientras que los datos concretos,
las cronologías estrictas y una nue-
va composición historiográfica
de creencias en las civilizaciones
antiguas echan por tierra los idea-
lismos filosóficos y las consabidas
transposiciones de la revelación en
su lazo inextricable con la suerte
de los hombres.
El propósito se consagra en los
cinco grandes capítulos del libro:
sacrificios humanos y magia ritual,
el sacrificio del Rey Sagrado, cani-
balismo ritual, prostitución sagrada
y purificación, expiación y reden-
ción. Es de advertir, y esto corre
por la sola cuenta del comentarista,
que sin los aportes de Gustavo Bue-
no, o de Daniel Dennet ‒en el cual
también se inspira‒, la obra se con-
antropología
“SACRIFICIOS HUMA-
NOS, CANIBALISMO Y
SEXUALIDAD RITUAL EN
EL MUNDO ANTIGUO”,
por Eliseo Ferrer, Madrid,
2023, Star Publischers, 285
páginas.
marzo de 2024 / 478 / 25
una “potencia superior e invisible”
representada por un árbol, una
rama, un brote, en lo que se com-
prendía también el carácter cícli-
co y regenerativo de la naturaleza
(127). “No hubo, en consecuencia,
y según esta perspectiva, una reve-
lación sobrenatural y metacósmi-
ca, ni una manifestación espontá-
nea y trascendente de lo sagrado
en un momento determinado de
la historia, como pretendió la teo-
logía posterior (128).
El asesinato del Rey Sagrado,
el hijo de la diosa, pues, “renovaba
periódicamente las fuerzas cósmi-
cas a través de una nueva creación
que hacía posible la resurrección
de las cosechas; lo que garanti-
zaba la supervivencia humana a
través de los frutos de la tierra, al
tiempo que la sangre derramada
se convertía en tributo y ofrenda a
la generosidad de la Diosa Madre.
De igual manera que la semilla y
la planta del cereal, el Rey Sagra-
do debía morir también para luego
resucitar. Exactamente igual que
la semilla del grano moría bajo la
tierra en invierno para resucitar en
primavera impulsada por el aliento
del agua y de la luz del sol” (131).
El proceso histórico registra
otro paso fundamental y extendi-
do en el tiempo: el del papel de
la Diosa Madre, asimilado a los
ciclos lunares, al del del Rey Sa-
grado, identificado con el Sol, y su
sacrificio mágico-ritual. Fue James
C. Frazer quien habló del “Sacrifi-
cio del Rey Sagrado”, del “dramá-
tico destino de un monarca que,
primero bajo la tutela y dominio
de la reina heredera o la sacerdo-
tisa, luego como rey soberano y
finalmente como sustituto del rey,
debía ensangrentar la tierra y morir
al cabo del período cíclico prescri-
to en el ritual”.
Canibalismo ritual, teofagia y
mística eucarística
Ahora bien, ¿por qué los ma-
taban, como es el caso entre otros,
de Jesucristo? Una teoría sostiene
que, tras el éxtasis místico del sa-
crificio, no se oculta que el asesi-
nato “respondía a un sentimiento
de impotencia y de terror frente
a fuerzas imprevisibles que no
podían comprender ni controlar
sus ejecutores” (en palabras actua-
les, se debía a la psicosis). Uno de
los documentos que registra esta
práctica es el poema El descenso de
Innana a los infiernos (Innana, diosa
del amor), que data de principios
del tercer milenio antes de nuestra
era, y cuyo tema central se desa-
rrolla en torno a la lucha contra la
muerte, escrito en tablillas de barro
y escritura cuneiforme de Sumeria
y que, probablemente, dio origen
al ciclo de Gilgamesh.
Nos debe asombrar, en con-
secuencia, que también la antro-
pofagia o, más bien, la teofagia
(comerse al numen, al tótem o al
dios), haya sido una práctica co-
mún por más de treinta mil años
desde la aparición de los primeros
grupos humanos. Esto puede inter-
pretarse sólo bajo el signo que de-
lata la necesidad de “supervivencia
del género Homo frente al poder
superior de los númenes animales
y de las fieras del entorno circun-
dante” (178).
De las cuevas de Altamira y
Lascaux, que en forma mayoritaria
muestran figuras zoomórficas, se
deduce el impacto producido por
la observación de los animales “bajo
el signo corporal y la fuerza que re-
velaba un espacio oculto, ajeno e
inmanifestado; una impronta ‛mis-
térica’ que hacía de las técnicas de la
caza un rito tribal respaldado por la
magia, y que convertía finalmente el
despiece, la cocción o el asado y la
comida en grupo de númenes en un
banquete sagrado en el que aquellos
individuos se alimentaban, al tiempo
que transferían a sí mismos y se apro-
piaban del poder, el vigor y la fuerza
de los animales sacrificados” (179).
De lo zoomórfico la magia tran-
sita hacia lo antropomórfico, y no
hay duda de que la eucarística cristia-
na se inspira en estos cultos de mis-
terio, “una arcaica creencia que nos
retrotrae a la lejana oscuridad de las
cavernas paleolíticas, y cuya eficacia
salvífica se lograba, en época histó-
rica, a través de la transmutación del
cuerpo y la sangre de la divinidad en
pan y en vino sacralizados; mientras
en poca prehistórica debemos su-
poner se lograba directamente, tal
y como anunciaban los ritos dioni-
síacos: a través de la ingestión de la
carne y la sangre de un animal divino
o de un ser antropomorfo (un hom-
bre), bien por el valor carismático
que contenían en sí mismos o bien a
modo de depositarios de un poder y
una fuerza situados más allá del ám-
bito de los perceptible” (181).
Ferrer afirma que “no hay nin-
guna diferencia entre el banquete
sagrado prehistórico en torno al
condumio [alimento preparado
para ser comido] de un numen
despedazado y la eucaristía defi-
nida en los términos originales
en lo hizo la Iglesia Católica en
los primeros siglos de nuestra era.
Ciertamente ‒agrega‒, hemos de
reconocer que los reformadores de
distintas tendencias del siglo dieci-
séis ofrecieron al sacramento de la
eucaristía un significado simbóli-
co, más acorde con los tiempos del
Renacimiento y muy diferente al
sentido estrictamente material que
la Iglesia católica y romana había
ofrecido a la ingestión sagrada del
cuerpo de la divinidad. Pues hay
que subrayar que no hubo alego-
ría ni simbolismo algunos en la
definición dogmática del banque-
te ritual eucarístico católico, sino
magia transformadora (transus-
tanciación) como preámbulo de
la estricta materialidad (velada de
connotaciones místicas) que com-
portaba la presencia real del cuer-
po y la sangre de Jesucristo” (185).
Ferrer sostiene, además, que
“las religiones de misterio y las
divinidades paganas de sus cultos
conformaron el contenido funda-
mental de la doctrina paulina”. En
ella, la muerte y resurrección del
hijo de Dios funcionan “a modo
de discurso de salvación”. Algunos
autores contemporáneos han su-
puesto que Pablo habría utilizado
el lenguaje y los mitos paganos
para ganar adeptos. Para Ferrer, en
cambio, lo esencial de las cartas
paulinas radica en la “misterioso-
fía de la muerte y la resurrección
del hijo de dios, y su mística sa-
cramental expresada a través del
bautismo y de la cena del Señor”
(199), por lo que es “fundamental
y esencialmente, mistérica” (200).
Prostitución sagrada
Testimonios sobre la interven-
ción de la sexualidad en relación
con lo sagrado ‒y con la zoo-
filia‒ aparecen en la Epopeya de
Gilgamesh, con personificación en
Shamaht, la hieródula o prostitu-
ta del templo sagrado que civiliza
y humaniza al monstruo Enkidu
a través de siete días y seis noches
de intensas relaciones sexuales (una
narración en lengua acadia en el
marco histórico cuya datación os-
cila entre el 2750 y el 2500 a. C.).
El monstruo Enkidu, después de su
ritual iniciático a través del sexo, se
convierte de enemigo del rey Gilga-
mesh en amigo inseparable y fiel.
Sin desdeñar el perfil literario, se
vuelve imprescindible indagar acer-
ca de esta “prostitución sagrada”, y
más allá de lo religioso y moral.
El tema de la prostitución en
los templos de la diosa Ishtar-Afro-
dita es muy poco conocido, aclara
Ferrer, estudiado en función de pre-
juicios y de un anacronismo herme-
néutico propiciado en el siglo XIX,
y aun antes, del que Frazer fue el
primero en desbaratar. Se trata de
las interpretaciones de un texto de
Heródoto que dio lugar a muchas
elucubraciones sobre la prostitu-
ción y que parece que no enten-
dió el significado de fondo, o que
participaba en el juego tendiente a
desprestigiar a Babilonia.
A través de la tradición griega,
judía y cristiana y con el correr de los
tiempos se fue formando la idea se-
gún la cual la “prostitución sagrada”
en el templo de la diosa era una clase
de prostitución vulgar (216 y ss). Fe-
rrer analiza estos supuestos con algu-
nas referencias documentales, entre
las cuales se destaca la del geógrafo
griego Estrabón (64 a. C - 24 d. C),
autor de la Geografía en diecisiete to-
mos, acompañándose con citas de al-
gunos historiadores de las religiones,
entre ellos Mircea Eliade, y en cone-
xión con textos de la Biblia judía.
El objetivo central de Ferrer en
este asunto, muy debatido entre los
conocedores, es muy claro y esconde
una sorpresa. Es presentado median-
te una ironía: el autor entrecomi-
lla permanentemente la expresión
“prostitución sagrada” con el fin de
enfatizar un equívoco que se man-
tiene a través de los siglos. Consiste
simple pero terminantemente en
que el término “prostitución” no es
el adecuado para asociar al fenóme-
no antiguo y de acuerdo al sentido
que puede dársele sin ahondar en el
tema o con el significado de uso en
la época actual.
De acuerdo a sus propias pa-
labras, el objetivo es desmarcarse
“de una tradición ignorantemente
ideologizada; tratar de encontrar
el contexto mítico y ritual en el
que la sexualidad aparecía como
un elementos esencial (simbólico
y no sólo biológico y material) de
los cultos de la fertilidad; intentar
perfilar su significado desde posi-
ciones críticas que eviten todo pre-
juicio y anacronismo, y explicar en
qué consistieron aquellas prácticas
sexuales en las que generalmente
doncellas vírgenes se entregaban
a visitantes extranjeros a cambio
de un simbólico y testimonial es-
tipendio dinerario” (228).
La “prostitución sagrada”, en-
tendida según esta expresión mo-
derna, no se centró sólo en Babilo-
nia, en la Baja Mesopotamia (actual
Irak), sino que se extendió a la ciu-
dad de Pafos, en la isla de Chipre,
y en Biblos, ciudad milenaria situa-
da en las costas del actual Líbano.
Aun, Ferrer anota que en nuestra
época se han descubierto testimo-
nios de esta presencia por todo el
Mediterráneo, incluso en la antigua
ciudad ibérica de Gadir (Cádiz) y
en otros sitios de la península.
Muchos autores cristianos se
ocuparon de este temas y entre
ellos figura nada menos que San
Agustín. Acota Ferrer que Eusebio
de Cesarea, considerado padre de
la historia eclesiástica, en su bio-
grafía de Constantino atribuye a
este emperador la abolición de
tales costumbres a través de la pro-
hibición de los “placeres lúbricos
bajo la advocación de Afrodita”,
por los cuales se permitía a espo-
sas e hijas “prostituirse sin ningún
freno” (229).
La importante rectificación
de Ferrer respecto al significado
concreto que se contiene en la
expresión “prostitución sagrada”
(permanentemente entrecomilla-
da, repetimos por el autor con el
fin de magnificar el error), no es
sino la de remarcar que no existió
jamás tal cosa, en ningún sitio del
mundo antiguo ni del neolítico:
“Ni las doncellas al servicio de
Afrodita, de Astarté, de Astarot, de
Semíramis o Anahita se sintieron
a sí mismas como prostitutas que
intercambiaban placer sexual por
dinero, ni interpretaron su activi-
dad como una modalidad comer-
cial de carácter carnal, ni enten-
dieron tampoco (mucho cuidado)
que su actividad formara parte del
ámbito de ‛lo sagrado’.
Aunque el ejercicio del ‛oficio
más viejo del mundo’ puede ser,
efectivamente, el más viejo del
mundo (es algo que no vamos a po-
ner en duda), no ocurre lo mismo
con las interpretaciones morales y
los prejuicios condenatorios, no
tan viejos como ese oficio y mu-
cho más recientes históricamente”
(236). El concepto de “lo sagrado”
es algo que se formó a lo largo de
docenas de siglos, y es anterior a
todas los intentos de definición
antiguos, modernos y actuales.
Cuando se aplica a “lo inma-
nifestado y oculto”, advierte Ferrer,
es diferente en la concepción de
griegos y romanos y en la de la
teología. Todo por no incluirse el
término “prostitución”, que expe-
rimentó profundas transformacio-
nes a lo largo de cinco mil años o
más (237). Se suma a la importan-
te desfiguración por parte de los
académicos de todos los tiempos
y aun de la “ideología de género
fermentada en las universidades
norteamericanas y europeas”, que
atribuían a Heródoto una broma
de mal gusto (221).
Purificación, Expiación y
Redención en el Mundo Antiguo
Los ritos y ceremonias de año
nuevo “aparecen en todos los pue-
blos indoeuropeos, en las primeras
civilizaciones del Lejano Oriente,
entre los pueblos sumerio-acadios
de Mesopotamia, entre los anti-
guos egipcios y entre los primitivos
hebreos y semitas occidentales”. Y
el mítico-ritual de los ciclos de la
vegetación, igualmente, perteneció
“a todas las tradiciones prehistóri-
ca de todas las culturas a lo largo y
ancho del planeta”, así como tam-
bién, según Mircea Eliade, “una
forma de ‛retomar el tiempo en su
comienzo y una repetición de la
cosmogonía’”
Se recreaba el mundo cada vez,
y “se producía la disolución de las
fuerzas agotadas de la naturaleza
y el cosmos parra dar paso, nue-
vamente, a la energía y a la fuerza
renovada del comienzo. Todo ello
dentro de un contexto en el que,
además, cobraban sentido las puri-
ficaciones rituales, al entender que,
en la transformación operada por
el ritual, se producía, según Eliade,
‛una combustión, una anulación
de los pecados y de las faltas del
individuo y de la comunidad en
su conjunto’, derivadas del agota-
miento de las fuerzas cósmicas y
del debilitamiento de la salud y de
las energías humanas” (243).
Los reyes mesopotámicos “fue-
ron considerados ‛hijos de dios’,
como los faraones de Egipto, pero,
a diferencia de éstos, su papel se res-
tringía a mediar entre los dioses y los
hombres. A veces sufrían la muerte
por los crímenes e iniquidades de
la nación, o eventualmente la sufría
un sustituto, en una época anterior
a 2500 antes de nuestra era y según
Joseph Campbell. Lo que se sabe es
que el soberano “desempeñaba un
papel fundamental, puesto que se le
consideraba hijo y vicario de la di-
vinidad en la tierra; y como tal, era
responsable de la regularidad de los
ritmos de la naturaleza y del orden
cósmico y social” (247).
Según Mircea Eliade, al monarca
correspondía el papel de “regenerar
el tiempo”, de consagrar los ritos de
regeneración cósmica y los “ritos
de expiación y purificación de la
inmundicia, las enfermedades y ver-
güenzas [...celebraciones en las cua-
les ...] adoptaba un papel protagonis-
ta la institución del Chivo Expiato-
rio”. Por ejemplo, según Frazer, en el
festival babilónico de año nuevo
“cogen a uno de los prisio-
neros condenados a muerte, lo
sientan en el trono del rey, le dan
sus ropas y le permiten gobernar,
emborracharse, desmadrarse y usar
las concubinas del rey durante esos
días, y nadie puede impedirle que
haga cuanto le plazca. Pero des-
pués lo despojan de sus atavíos, lo
azotan y lo crucifican” (248).
El significado de la expresión
“chivo expiatorio”, finalmente,
“responde a una concepción his-
tórica judeocristiana, heredada sin
duda de los ritos de expiación del
judaísmo (Levítico); pero que, en
nuestra perspectiva etic del proble-
ma [es decir, desde fuera de todo
compromiso de pertenencia, una
perspectiva fundada en argumen-
tos y teorías fundamentadas], se
pierde en la oscura noche de los
tiempos mesopotámicos (e incluso
de los primitivos grupos indoeu-
ropeos) en los que la vida de los
servidores de los dioses (los hom-
bres comunes) no tenían más va-
lor que la vida de un asno, la vida
de la cabra, la vida del perro o la
vida del cordero” (258). Una no-
ción, agrega Ferrer a continuación,
“implícita en una de las vertientes
significativas del sacrificio ritual y
el drama del Rey sagrado”, inclui-
da su función de expiación, al cual
“estamos autorizados a calificar
como ‛víctima propiciatoria’ de la
prosperidad, pero también como
‛víctima expiatoria’ del mal y de la
enfermedad”.
Jorge Liberati

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Reseña del libro de Eliseo Ferrer, SACRIFICIOS HUMANOS, CANIBALISMO Y SEXUALIDAD RITUAL EN EL MUNDO ANTIGUO. (Texto de J. Liberati).

  • 1.
  • 2. 24 / 478 / marzo de 2024 Más concretamente, el sacrificio original vendría a ser, dentro de esta construcción teórica, una for- ma de violencia residual solapada y oscurecida posteriormente por los mitos, los ritos y la teología, que habría tenido como finalidad práctica una violencia localizada y controlada, que a su vez tendría la facultad de prevención frente a una violencia futura e incontrola- da...” (58). Ferrer se inclina por una antro- pología materialista (de acuerdo con Durkheim, pero especialmen- te con Marvin Harris y Gustavo Bueno) “que no excluye la posi- bilidad de contemplar también el banquete sagrado, o lo que deno- minamos ‘sacrificio de comunión’, como un rito de ‛redistribución de proteínas’ (Mircea Eliade) a favor de las elites dirigentes, derivado de la utilidad práctica de la carne y de los despojos de la víctima sacrifi- cial”, tal como puede encontrarse en las prácticas rituales de los az- tecas (64), aunque no se trata de condenar a este pueblo “como pa- radigma de pueblo bárbaro y san- guinario” (73). En suma, agrega Fe- rrer, se puede advertir, en contraste con la visión de algunos antropó- logos clásicos, “que los dioses no habían estado permanentemente vigilantes frente a los hombres desde la creación del mundo, sino que habían sido una construcción histórica de determinadas socieda- des y culturas” (66). En la clase de sacrificios como la del “chivo expiatorio”, en el Día de la Expiación judía, o como la del Siervo Sufriente de Jahvé (Isaías, 53), interviene la víctima expiatoria de la culpa, tal el caso de Jesucristo. Pero, sostiene Ferrer (en especial correspondencia con Sacrificio y Drama del Rey Sagrado), es necesario relacionar esta cla- se de sacrificios con las prácticas neolíticas en las que la muerte y resurrección de la diosa respondía, en clara analogía cósmica, con la muerte y resurrección de la vege- tación (68). En verdad, “los ritos sangrientos estuvieron presentes en todos los rincones y culturas, desde las sociedades prehistóricas hasta, en algunos casos, los tiem- pos bastante avanzados de la anti- güedad tardía” (78). Sacrificios humanos y magia ritual: un fenómeno omnipresente Los antiguos israelitas habían “civilizado” sus ritos por la influen- cia de babilonios y persas, más tar- de por la del helenismo. Pero “han llegado hasta nosotros sólidos testi- monios que no permiten ocultar el carácter sangriento de sus más anti- guas (y no tan antiguas) tradiciones”. En ocasiones, el rey “entregaba a su hijo para que muriera como sacrifi- cio por toda la comunidad”. El rey Mesa de Moab pasó por el fuego a su hijo, acosado por los israelita en el siglo noveno a. C. (83). El caso de Abraham es singular: “su gesto fue presentado en el texto bíblico como un acto modélico de fe, de obedien- cia y de sumisión a la divinidad”. Ahora bien, la ejemplaridad de Abraham responde a una esca- la de valores “mucho más tardíos en el tiempo que, no obstante, se redactaron literariamente echando mano de la memoria de un contex- to arcaico dominado por los mitos cósmicos y los ritos de sacrificio de los hijos primogénitos de Israel. Un tiempo que se pierde en los os- curos orígenes del judaísmo y que, en términos de literalidad bíblica, no concluyó hasta la instauración de la Pascua en Egipto, justo antes de iniciarse el Éxodo; a través de cuya narración literaria sabemos que la muerte de los primogénitos fue formalmente sustituida por el sacrificio del cordero” (84). Al pie de página, Ferrer anota: “Hay que distinguir la narración propiamente dicha, que evoca los siglos oscuros de la primera mitad del segundo milenio, y el momen- to histórico en el que fueron redac- tados esos textos: a partir de los siglos sexto, quinto y cuarto ante de nuestra era, y aún después”. Por lo que “la narración bíblica se es- cribió, con toda seguridad, muchos siglos después de los supuestos he- chos relatados en el texto”. De lo que se advierte, por sobre todas las cosas ‒y esto también debe leerse como acotación al margen de Fe- rrer‒, la intención igualmente mí- tica o de leyenda de los redactores históricos, por la que se intenta trascender lo que doctrinariamente se consideraba profano o primiti- vo. Respecto a los antiguos pobla- dores europeos, desde la costa de Cádiz hasta las de Tiro y Sidón, ex- cluyendo a los escitas e incluyendo a fenicios y cartagineses, se carece “de una relación probada entre el sacrificio humano y la ingestión comunitaria de la carne y los des- pojos de la víctima sacrificial” (90). En ninguna parte de Europa han aparecido vestigios al respecto (sos- tenía Marvin Harris), ni siquiera puede atribuirse a los celtas, mode- los en cuanto al ritual sangriento, el banquete sagrado posterior al sacrificio, si bien el sacrificio fue una práctica generalizada, incluso y entre los sacerdotes de los drui- das, que quemaban a su víctimas en cesta de mimbre (91). Entre los cimbrios germáni- co-celtas, las mujeres, acompaña- das de sacerdotisas, se ocupaban de los cautivos de guerra, a los cuales degollaban después de adornarlos con coronas o los abrían en canal con el fin de hacer predicciones o vaticinar victorias. El geógrafo Estrabón, que solía referirse a los habitantes de las regiones que vi- sitaba y estudiaba, habló de las costumbres “bárbaras y salvajes” de los galos en sus sacrificios hu- manos, que luego los romanos prohibieron. Y según Diodoro de Sicilia, los galos apuñalaban a la víctima por encima del diafragma, de manera que cuando caía y sus miembros convulsionaban y corría la sangre, los adivinos conocían el futuro (93 y ss.). El sacrificio humano de carác- ter expiatorio fue una práctica usual entre los primeros pobladores de la Grecia arcaica, y formaron pare del culto a Zeus. Estos sacrificios “per- vivieron en los ritos dionisíacos”, según el helenista Erwin Rohde. En tiempos prehoméricos se creía que el derramamiento de sangre caliente, las ofrendas de vino y la descomposición de cadáveres de humanos y animales “servían para aplacar la psique de una persona recién muerta y aquietar su furia en el camino final de ultratumba”, algo muy distante en el tiempo de los asentamientos en ciudades que narran la Ilíada y la Odisea (101). Los grupos indígenas america- nos, desde Alaska a la Tierra del Fuego, también sacrificaban a sus víctimas para obtener beneficios materiales o inmateriales. Las pi- rámides escalonadas mesoamerica- nas sirvieron de escenarios para el espectáculo público del sacrificio. Ferrer extrae algunas conclusiones muy importantes de los estudios sobre la América anterior al esta- blecimiento de los primeros Esta- dos del Nuevo Mundo. En primer lugar, que el rito del sacrificio en esta zona permanece hasta avanza- dos los siglos dieciséis, diecisiete y dieciocho. Y, en segundo lugar, “la inconsistencia de dos mitos hoy sagra como construcción del todo original, materialista en el sentido de un materialismo no visiblemen- te histórico ni estrictamente dialéc- tico. Una visión independiente y objetiva, aunque apasionada, seria- mente documentada de acuerdo a una estructura temática convincen- te y cuyo poder de persuasión no abriga el propósito de contravenir los principios fundamentales de la tradición teológica sino el de inves- tigar sus antecedentes y demostrar sus ancestrales correlaciones desde siempre ignoradas o desde siempre solapadas. Puede suscitar la admira- ción de parte de todos en un do- minio para todos resbaladizo por las dificultades hermenéuticas, la variedad, así como por la escasez de fuentes testimoniales confiables. El poder de explanación es tan contundente, las asociaciones entre antecedentes prehistóricos y consecuentes históricos tan sor- prendentes, e incluso sorpresivos, las fuentes primigenias sometidas a una heurística tan penetrante, que el libro de inmediato nos in- troduce en la historia mayor de las religiones, el mito y aun ‒nos per- mitimos agregar‒ de los supuestos tanto trascendentes como inma- nentes de la literatura y el arte: el concepto de lo sagrado, las religio- nes mitológica y teológica, con la posibilidad de que funcione como fundamental antecedente de las religiones estéticas y axiológicas de la modernidad. Sacrificios humanos y magia ritual: la violencia de los hombres La idea de lo sagrado fue muy anterior a la “idea de dios” (49), y el sacrificio humano, opuestamen- te a la concepción tradicional, es un punto de partida en el mundo primitivo de las instituciones cul- turales y religiosas, “incluidas las nociones de dios y de la teología” (54). En contra de las concepcio- nes tradicionales, según las cuales el sacrificio no representa sino el tributo y el homenaje a la divini- dad, es posible que para muchos esconda “un tributo que los súb- ditos pagaban a su príncipe como precio de los derechos que les eran concedidos”. Pues los dioses se concibieron como especies de reyes, propietarios de la tierra y de sus productos (55). Robertson Smith encontraba en el totemis- mo “el modelo formal de toda la institución del ritual del sacrificio en las religiones históricas” (54). Se llega a estos conceptos a través de antropólogos de la talla de James G. Frazer, Marcel Mauss, Alfred Loisy, Émile Durkheim, Mircea Eliade o René Girard. Para este último “el sacrificio originario no habría sido un rito de mediación entre un sacrificador y el mundo sagrado o una divini- dad, como tradicionalmente se ex- plica su eficacia simbólica y ritual. generalizados entre las ideologías posmodernas y los catecismos del multiculturalismo: el primero es el mito del indigenismo como edad de oro previa a la llegada de los conquistadores españoles, el segundo es el mito feminista que, a toda costa, quiere convencernos de que hubo violencia (ni sacrifi- cios con víctimas humanas) en las sociedades matrilineales [descen- dencia por línea materna] y ma- trilocales [la pareja casada reside cerca de los padres de la esposa], estructuras que los más radicales y desinformados convierten auto- máticamente en ‛matriarcados’” “El mito del indigenismo ame- ricano queda hecho pedazos ante la sola perspectiva que ofrecieron los sanguinarios ritos sacrificiales humanos en varias de las culturas precolombinas de Centroamérica (mayas, toltecas y aztecas, prin- cipalmente); y el mito feminista del ‛matriarcado pacifista’ queda definitivamente invalidado ante la violencia que presenta un so- mero estudio de las instituciones sociales de pueblos como el de los indios iroqueses de Norteamérica” (110 y ss.). El sacrificio del Rey Sagrado Respecto al “Sacrifico del Rey Sagrado” nos reencontramos con la analogía entre muerte y resurrec- ción y un “sofisticado entramado mítico-simbólico, derivado de la lucha por la supervivencia en un régimen de producción agrícola de carácter sedentario, que incluía ele- mentos tan diversos como los ritos del sacrificio humano en los que se asesinaba a la encarnación ma- terial de la divinidad; el culto a la tierra y a la diosa madre; la magia y la propiciación de la fertilidad vegetal y animal desde oscuras e incomprensibles fuerzas telúricas; el culto a los antepasados; la prác- tica del chamanismo; el culto, en unos primeros tiempos, a la omni- presencia cambiante de la luna; el culto solar, con posterioridad; las celebraciones cosmogónicas del año nuevo y de regeneración tem- poral de la soberanía política, etc., etc.” (125). Una revolución cultural se re- gistra en el paso al Neolítico y a la Edad del Bronce. Desde los cultos a la luna y a los númenes animales del Paleolítico al descubrimiento de la agricultura, con sus “elabora- das nociones míticas en torno a un cosmos cargado de significación y sentido; y que, según algunos autores, pudo poner en marcha el delirio ‘místico’ y ‛espiritualista’ en el que se cimentaron todas las culturas de la antigüedad” (126). La vegetación y su fertilidad eran “magia ritualizada, en la medida que significaba algo distinto de su mera apariencia: algo así como un poder sagrado surgido de las pro- fundidades y las entrañas de la tie- rra”, y llegaban a ser sagrados “en virtud de que participaban, a través de la magia ritual organizada con cultos institucionalizados, de una realidad telúrica y misteriosa, y en todo momento significaban y alu- dían a esa realidad”. Más todavía: “La vegetación, en definitiva, llegó a representar la parte visible de un espacio extrahumano situado más allá de los límites de los percepti- ble: el de la Madre Tierra (diosa de la vegetación o diosa madre), que se hacía patente en la resurrección primaveral y en la muerte otoñal de sus frutos, de los que, por en- cima de todo, dependía la supervi- vencia material de los pobladores de las primeras culturas agrícolas”. No era, pues, divinización de la naturaleza sino reconocimiento del misterio oculto que encerraba El materialismo filosófico del español Gustavo Bueno respal- da algunas de la más importantes afirmaciones de su compatriota, el antropólogo Eliseo Ferrer. Los descubrimientos, las reformulacio- nes y los hallazgos de una erudita filología comparecen bajo los tér- minos de una nueva historia de lo sagrado, los mitos y las religiones. Más exactamente, comparece una crítica de los fundamentos de esa historia, de sus diferentes versio- nes, de sus interpretaciones y de los sentidos que se le han imputa- do en función de objetivos ideoló- gicos, metafísicos o teológicos. Habíamos comentado su obra anterior, Sacrificio y Drama del Rey Sagrado. Genealogía, Antropología e Historia del Mito de Cristo, en rel- aciones N⁰ 470, julio de 2023. Asi- mismo, relaciones entrevistó al autor en el N⁰ 474 de noviembre de 2023. En su nuevo libro Ferrer em- pieza por estipular que “las bases de toda construcción sagrada, religiosa, mistérica, espiritual y trascendente, en suma, como que- ramos llamar a este conjunto de fenómenos de indudable realidad ontológica y carácter objetivo, encuentra su fundamento y su nú- cleo originario en las condiciones materiales del hombre de las caver- nas, dentro de un contexto emi- nentemente zoológico. Desvela su primigenia razón de ser en la lucha con el medio circundante, en el trabajo con las manos, en la crea- ción de las primeras instituciones culturales y en las distintas técnicas de supervivencia: desde la caza con flechas de puntas de sílex a los pri- meros rudimentos agrícolas o a las primeras nociones de construcción de espacios cerrados y protegidos de las amenazas exteriores.” (p. 14) El tránsito de los cultos paleo- líticos a los cultos mitológicos del Neolítico, afirma Ferrer, constitu- ye el primer eslabón de una larga cadena de hechos concretos que sugieren la construcción de una “teoría antropológica de la cons- trucción de lo sagrado”, desde la cual se pueda hacer posible una “teoría antropológica del cristia- nismo” (33). Queda atrás toda her- menéutica ideológica o metafísica, mientras que los datos concretos, las cronologías estrictas y una nue- va composición historiográfica de creencias en las civilizaciones antiguas echan por tierra los idea- lismos filosóficos y las consabidas transposiciones de la revelación en su lazo inextricable con la suerte de los hombres. El propósito se consagra en los cinco grandes capítulos del libro: sacrificios humanos y magia ritual, el sacrificio del Rey Sagrado, cani- balismo ritual, prostitución sagrada y purificación, expiación y reden- ción. Es de advertir, y esto corre por la sola cuenta del comentarista, que sin los aportes de Gustavo Bue- no, o de Daniel Dennet ‒en el cual también se inspira‒, la obra se con- antropología “SACRIFICIOS HUMA- NOS, CANIBALISMO Y SEXUALIDAD RITUAL EN EL MUNDO ANTIGUO”, por Eliseo Ferrer, Madrid, 2023, Star Publischers, 285 páginas.
  • 3. marzo de 2024 / 478 / 25 una “potencia superior e invisible” representada por un árbol, una rama, un brote, en lo que se com- prendía también el carácter cícli- co y regenerativo de la naturaleza (127). “No hubo, en consecuencia, y según esta perspectiva, una reve- lación sobrenatural y metacósmi- ca, ni una manifestación espontá- nea y trascendente de lo sagrado en un momento determinado de la historia, como pretendió la teo- logía posterior (128). El asesinato del Rey Sagrado, el hijo de la diosa, pues, “renovaba periódicamente las fuerzas cósmi- cas a través de una nueva creación que hacía posible la resurrección de las cosechas; lo que garanti- zaba la supervivencia humana a través de los frutos de la tierra, al tiempo que la sangre derramada se convertía en tributo y ofrenda a la generosidad de la Diosa Madre. De igual manera que la semilla y la planta del cereal, el Rey Sagra- do debía morir también para luego resucitar. Exactamente igual que la semilla del grano moría bajo la tierra en invierno para resucitar en primavera impulsada por el aliento del agua y de la luz del sol” (131). El proceso histórico registra otro paso fundamental y extendi- do en el tiempo: el del papel de la Diosa Madre, asimilado a los ciclos lunares, al del del Rey Sa- grado, identificado con el Sol, y su sacrificio mágico-ritual. Fue James C. Frazer quien habló del “Sacrifi- cio del Rey Sagrado”, del “dramá- tico destino de un monarca que, primero bajo la tutela y dominio de la reina heredera o la sacerdo- tisa, luego como rey soberano y finalmente como sustituto del rey, debía ensangrentar la tierra y morir al cabo del período cíclico prescri- to en el ritual”. Canibalismo ritual, teofagia y mística eucarística Ahora bien, ¿por qué los ma- taban, como es el caso entre otros, de Jesucristo? Una teoría sostiene que, tras el éxtasis místico del sa- crificio, no se oculta que el asesi- nato “respondía a un sentimiento de impotencia y de terror frente a fuerzas imprevisibles que no podían comprender ni controlar sus ejecutores” (en palabras actua- les, se debía a la psicosis). Uno de los documentos que registra esta práctica es el poema El descenso de Innana a los infiernos (Innana, diosa del amor), que data de principios del tercer milenio antes de nuestra era, y cuyo tema central se desa- rrolla en torno a la lucha contra la muerte, escrito en tablillas de barro y escritura cuneiforme de Sumeria y que, probablemente, dio origen al ciclo de Gilgamesh. Nos debe asombrar, en con- secuencia, que también la antro- pofagia o, más bien, la teofagia (comerse al numen, al tótem o al dios), haya sido una práctica co- mún por más de treinta mil años desde la aparición de los primeros grupos humanos. Esto puede inter- pretarse sólo bajo el signo que de- lata la necesidad de “supervivencia del género Homo frente al poder superior de los númenes animales y de las fieras del entorno circun- dante” (178). De las cuevas de Altamira y Lascaux, que en forma mayoritaria muestran figuras zoomórficas, se deduce el impacto producido por la observación de los animales “bajo el signo corporal y la fuerza que re- velaba un espacio oculto, ajeno e inmanifestado; una impronta ‛mis- térica’ que hacía de las técnicas de la caza un rito tribal respaldado por la magia, y que convertía finalmente el despiece, la cocción o el asado y la comida en grupo de númenes en un banquete sagrado en el que aquellos individuos se alimentaban, al tiempo que transferían a sí mismos y se apro- piaban del poder, el vigor y la fuerza de los animales sacrificados” (179). De lo zoomórfico la magia tran- sita hacia lo antropomórfico, y no hay duda de que la eucarística cristia- na se inspira en estos cultos de mis- terio, “una arcaica creencia que nos retrotrae a la lejana oscuridad de las cavernas paleolíticas, y cuya eficacia salvífica se lograba, en época histó- rica, a través de la transmutación del cuerpo y la sangre de la divinidad en pan y en vino sacralizados; mientras en poca prehistórica debemos su- poner se lograba directamente, tal y como anunciaban los ritos dioni- síacos: a través de la ingestión de la carne y la sangre de un animal divino o de un ser antropomorfo (un hom- bre), bien por el valor carismático que contenían en sí mismos o bien a modo de depositarios de un poder y una fuerza situados más allá del ám- bito de los perceptible” (181). Ferrer afirma que “no hay nin- guna diferencia entre el banquete sagrado prehistórico en torno al condumio [alimento preparado para ser comido] de un numen despedazado y la eucaristía defi- nida en los términos originales en lo hizo la Iglesia Católica en los primeros siglos de nuestra era. Ciertamente ‒agrega‒, hemos de reconocer que los reformadores de distintas tendencias del siglo dieci- séis ofrecieron al sacramento de la eucaristía un significado simbóli- co, más acorde con los tiempos del Renacimiento y muy diferente al sentido estrictamente material que la Iglesia católica y romana había ofrecido a la ingestión sagrada del cuerpo de la divinidad. Pues hay que subrayar que no hubo alego- ría ni simbolismo algunos en la definición dogmática del banque- te ritual eucarístico católico, sino magia transformadora (transus- tanciación) como preámbulo de la estricta materialidad (velada de connotaciones místicas) que com- portaba la presencia real del cuer- po y la sangre de Jesucristo” (185). Ferrer sostiene, además, que “las religiones de misterio y las divinidades paganas de sus cultos conformaron el contenido funda- mental de la doctrina paulina”. En ella, la muerte y resurrección del hijo de Dios funcionan “a modo de discurso de salvación”. Algunos autores contemporáneos han su- puesto que Pablo habría utilizado el lenguaje y los mitos paganos para ganar adeptos. Para Ferrer, en cambio, lo esencial de las cartas paulinas radica en la “misterioso- fía de la muerte y la resurrección del hijo de dios, y su mística sa- cramental expresada a través del bautismo y de la cena del Señor” (199), por lo que es “fundamental y esencialmente, mistérica” (200). Prostitución sagrada Testimonios sobre la interven- ción de la sexualidad en relación con lo sagrado ‒y con la zoo- filia‒ aparecen en la Epopeya de Gilgamesh, con personificación en Shamaht, la hieródula o prostitu- ta del templo sagrado que civiliza y humaniza al monstruo Enkidu a través de siete días y seis noches de intensas relaciones sexuales (una narración en lengua acadia en el marco histórico cuya datación os- cila entre el 2750 y el 2500 a. C.). El monstruo Enkidu, después de su ritual iniciático a través del sexo, se convierte de enemigo del rey Gilga- mesh en amigo inseparable y fiel. Sin desdeñar el perfil literario, se vuelve imprescindible indagar acer- ca de esta “prostitución sagrada”, y más allá de lo religioso y moral. El tema de la prostitución en los templos de la diosa Ishtar-Afro- dita es muy poco conocido, aclara Ferrer, estudiado en función de pre- juicios y de un anacronismo herme- néutico propiciado en el siglo XIX, y aun antes, del que Frazer fue el primero en desbaratar. Se trata de las interpretaciones de un texto de Heródoto que dio lugar a muchas elucubraciones sobre la prostitu- ción y que parece que no enten- dió el significado de fondo, o que participaba en el juego tendiente a desprestigiar a Babilonia. A través de la tradición griega, judía y cristiana y con el correr de los tiempos se fue formando la idea se- gún la cual la “prostitución sagrada” en el templo de la diosa era una clase de prostitución vulgar (216 y ss). Fe- rrer analiza estos supuestos con algu- nas referencias documentales, entre las cuales se destaca la del geógrafo griego Estrabón (64 a. C - 24 d. C), autor de la Geografía en diecisiete to- mos, acompañándose con citas de al- gunos historiadores de las religiones, entre ellos Mircea Eliade, y en cone- xión con textos de la Biblia judía. El objetivo central de Ferrer en este asunto, muy debatido entre los conocedores, es muy claro y esconde una sorpresa. Es presentado median- te una ironía: el autor entrecomi- lla permanentemente la expresión “prostitución sagrada” con el fin de enfatizar un equívoco que se man- tiene a través de los siglos. Consiste simple pero terminantemente en que el término “prostitución” no es el adecuado para asociar al fenóme- no antiguo y de acuerdo al sentido que puede dársele sin ahondar en el tema o con el significado de uso en la época actual. De acuerdo a sus propias pa- labras, el objetivo es desmarcarse “de una tradición ignorantemente ideologizada; tratar de encontrar el contexto mítico y ritual en el que la sexualidad aparecía como un elementos esencial (simbólico y no sólo biológico y material) de los cultos de la fertilidad; intentar perfilar su significado desde posi- ciones críticas que eviten todo pre- juicio y anacronismo, y explicar en qué consistieron aquellas prácticas sexuales en las que generalmente doncellas vírgenes se entregaban a visitantes extranjeros a cambio de un simbólico y testimonial es- tipendio dinerario” (228). La “prostitución sagrada”, en- tendida según esta expresión mo- derna, no se centró sólo en Babilo- nia, en la Baja Mesopotamia (actual Irak), sino que se extendió a la ciu- dad de Pafos, en la isla de Chipre, y en Biblos, ciudad milenaria situa- da en las costas del actual Líbano. Aun, Ferrer anota que en nuestra época se han descubierto testimo- nios de esta presencia por todo el Mediterráneo, incluso en la antigua ciudad ibérica de Gadir (Cádiz) y en otros sitios de la península. Muchos autores cristianos se ocuparon de este temas y entre ellos figura nada menos que San Agustín. Acota Ferrer que Eusebio de Cesarea, considerado padre de la historia eclesiástica, en su bio- grafía de Constantino atribuye a este emperador la abolición de tales costumbres a través de la pro- hibición de los “placeres lúbricos bajo la advocación de Afrodita”, por los cuales se permitía a espo- sas e hijas “prostituirse sin ningún freno” (229). La importante rectificación de Ferrer respecto al significado concreto que se contiene en la expresión “prostitución sagrada” (permanentemente entrecomilla- da, repetimos por el autor con el fin de magnificar el error), no es sino la de remarcar que no existió jamás tal cosa, en ningún sitio del mundo antiguo ni del neolítico: “Ni las doncellas al servicio de Afrodita, de Astarté, de Astarot, de Semíramis o Anahita se sintieron a sí mismas como prostitutas que intercambiaban placer sexual por dinero, ni interpretaron su activi- dad como una modalidad comer- cial de carácter carnal, ni enten- dieron tampoco (mucho cuidado) que su actividad formara parte del ámbito de ‛lo sagrado’. Aunque el ejercicio del ‛oficio más viejo del mundo’ puede ser, efectivamente, el más viejo del mundo (es algo que no vamos a po- ner en duda), no ocurre lo mismo con las interpretaciones morales y los prejuicios condenatorios, no tan viejos como ese oficio y mu- cho más recientes históricamente” (236). El concepto de “lo sagrado” es algo que se formó a lo largo de docenas de siglos, y es anterior a todas los intentos de definición antiguos, modernos y actuales. Cuando se aplica a “lo inma- nifestado y oculto”, advierte Ferrer, es diferente en la concepción de griegos y romanos y en la de la teología. Todo por no incluirse el término “prostitución”, que expe- rimentó profundas transformacio- nes a lo largo de cinco mil años o más (237). Se suma a la importan- te desfiguración por parte de los académicos de todos los tiempos y aun de la “ideología de género fermentada en las universidades norteamericanas y europeas”, que atribuían a Heródoto una broma de mal gusto (221). Purificación, Expiación y Redención en el Mundo Antiguo Los ritos y ceremonias de año nuevo “aparecen en todos los pue- blos indoeuropeos, en las primeras civilizaciones del Lejano Oriente, entre los pueblos sumerio-acadios de Mesopotamia, entre los anti- guos egipcios y entre los primitivos hebreos y semitas occidentales”. Y el mítico-ritual de los ciclos de la vegetación, igualmente, perteneció “a todas las tradiciones prehistóri- ca de todas las culturas a lo largo y ancho del planeta”, así como tam- bién, según Mircea Eliade, “una forma de ‛retomar el tiempo en su comienzo y una repetición de la cosmogonía’” Se recreaba el mundo cada vez, y “se producía la disolución de las fuerzas agotadas de la naturaleza y el cosmos parra dar paso, nue- vamente, a la energía y a la fuerza renovada del comienzo. Todo ello dentro de un contexto en el que, además, cobraban sentido las puri- ficaciones rituales, al entender que, en la transformación operada por el ritual, se producía, según Eliade, ‛una combustión, una anulación de los pecados y de las faltas del individuo y de la comunidad en su conjunto’, derivadas del agota- miento de las fuerzas cósmicas y del debilitamiento de la salud y de las energías humanas” (243). Los reyes mesopotámicos “fue- ron considerados ‛hijos de dios’, como los faraones de Egipto, pero, a diferencia de éstos, su papel se res- tringía a mediar entre los dioses y los hombres. A veces sufrían la muerte por los crímenes e iniquidades de la nación, o eventualmente la sufría un sustituto, en una época anterior a 2500 antes de nuestra era y según Joseph Campbell. Lo que se sabe es que el soberano “desempeñaba un papel fundamental, puesto que se le consideraba hijo y vicario de la di- vinidad en la tierra; y como tal, era responsable de la regularidad de los ritmos de la naturaleza y del orden cósmico y social” (247). Según Mircea Eliade, al monarca correspondía el papel de “regenerar el tiempo”, de consagrar los ritos de regeneración cósmica y los “ritos de expiación y purificación de la inmundicia, las enfermedades y ver- güenzas [...celebraciones en las cua- les ...] adoptaba un papel protagonis- ta la institución del Chivo Expiato- rio”. Por ejemplo, según Frazer, en el festival babilónico de año nuevo “cogen a uno de los prisio- neros condenados a muerte, lo sientan en el trono del rey, le dan sus ropas y le permiten gobernar, emborracharse, desmadrarse y usar las concubinas del rey durante esos días, y nadie puede impedirle que haga cuanto le plazca. Pero des- pués lo despojan de sus atavíos, lo azotan y lo crucifican” (248). El significado de la expresión “chivo expiatorio”, finalmente, “responde a una concepción his- tórica judeocristiana, heredada sin duda de los ritos de expiación del judaísmo (Levítico); pero que, en nuestra perspectiva etic del proble- ma [es decir, desde fuera de todo compromiso de pertenencia, una perspectiva fundada en argumen- tos y teorías fundamentadas], se pierde en la oscura noche de los tiempos mesopotámicos (e incluso de los primitivos grupos indoeu- ropeos) en los que la vida de los servidores de los dioses (los hom- bres comunes) no tenían más va- lor que la vida de un asno, la vida de la cabra, la vida del perro o la vida del cordero” (258). Una no- ción, agrega Ferrer a continuación, “implícita en una de las vertientes significativas del sacrificio ritual y el drama del Rey sagrado”, inclui- da su función de expiación, al cual “estamos autorizados a calificar como ‛víctima propiciatoria’ de la prosperidad, pero también como ‛víctima expiatoria’ del mal y de la enfermedad”. Jorge Liberati