2. Solo, machete en mano pica la fronda, verde carne que le cierra el
paso y que ensombrece el sendero. Manotea el tufo caliente, casi un caldo
de mosquitos, que se apelmaza, golpeándole el rostro. Sus ojos ansían
desesperados la luz; sus pulmones jadeantes, el aire; su boca quemada, el
agua. El turbio lodazal bajo los pies lo succiona, le devora las zancadas;
extenuado bracea instintivamente y el hierro filoso obedece ciego en su
pelea con la verde maraña. La obligación de su atroz viaje es, hasta el fin,
intransferible. Tal vez, y en contra de su creencia, el camino ha decidido por
él. «Por consiguiente soy un condenado» se dice; pero de inmediato
reconoce falsa su conclusión: todo destino no elegido y necesario inválida la
idea de condena.
Una certeza alienta sus fuerzas: le esperan, allá, en el claro desnudo, en
la encrucijada sin espesura, ellos. Ya se anticipa la luz en las vetas de las
fronda rasgada; ya se entrevé en el dosel ralo, el azul celeste; ya alivian las
rachas de aire fresco, el ardor de su tez enfangada.
Cuando al fin la entraña vegetal lo pare exhausto al otro lado, sus ojos
cocidos por la luz hiriente no descubren en las suaves siluetas que se le
acercan, traza humana alguna. Esas sombras a contraluz extienden, lo que
parecen, trémulas manos solícitas hacia su cuerpo yaciente; lo palpan, lo
tantean, lo exploran. Son los desconocidos que siempre amó: los venideros.
Entonces prueba a hablarles, pero lo que brota de sus labios es una
ininteligible jerigonza. Pese a todo, una extraña felicidad le embarga.
Es tarde: ya languidecen sus sensaciones, ya se sublima su carne, ya se
eleva disperso en el aire, ya se hace incorpóreo y allí, en el remanso de luz,
los abandona. Tan solo les deja el machete como vestigio de la historia de su
lucha y como testigo que, aunque ahora duerme, pronto espejeará su hoja
apremiando a otro a que lo empuñe para recomenzar el atribulado viaje a
través de la jungla, hacia el infinito.
David Galán Parro
3 de agosto de 2022