3. EDITORIAL .................................................. Pág. 2
SECCIÓN MONOGRÁFICA
1. “Pablo y las escrituras santas de Israel”.......... Pág. 5
Ignacio CARBAJOSA
2. “El uso de las escrituras de Israel
en Rom 9–11”............................................... Pág. 15
Filippo BELLI
3. “La Ley de Israel y el apóstol
de los gentiles”............................................... Pág. 25
Juan Miguel DÍAZ RODELAS
4. “El espíritu y la escritura en la Carta
a los Romanos”.............................................. Pág. 35
Antonio PITTA
5. “Pablo y Marción”........................................ Pág. 39
Patricio DE NAVASCUÉS
SECCIÓN ABIERTA
1. “La homilía”................................................... Pág. 51
Eugenio SÁINZ DE BARANDA
SECCIÓN DIDÁCTICA
1. “Tres parábolas sobre el perdón”................. Pág. 61
Juan Carlos GARCÍA DOMENE
SECCIÓN INFORMATIVA
1. Boletín bibliográfico bíblico............................... Pág. 69
2. El Evangelio en piedra........................................ Pág. 70
3. La Biblia más antigua del mundo........................ Pág. 71
Pág. 1
OTOÑO 2009 • Nº 63
PABLO Y EL ANTIGUO TESTAMENTO
Coordinador: Dr. Ignacio Carbajosa
4. Pág. 2
Editorial
En este número de Reseña Bíblica dirigimos nuestra mirada a la relación que Pablo,
apóstol de los gentiles, tenía con las Escrituras santas de Israel, que él mismo llama-
ría “Antiguo Testamento”. En la misma persona de Pablo, fariseo y ciudadano ro-
mano, se produce la unión de dos pueblos hasta entonces divididos: judíos y genti-
les. Cristo, a quien Pablo conoció camino de Damasco, hizo de ambos pueblos una
sola cosa, derribando el muro que los separaba, el odio.
Los primeros cristianos tuvieron la tentación, ya en el siglo II, de considerar la no-
vedad cristiana que Pablo anunciaba un inicio absoluto que declaraba obsoleto todo
lo anterior. Es la tentación que en Marción se convierte en herejía, al rechazar el
Antiguo Testamento como Escritura cristiana (cf. el artículo de Patricio de Navas-
cués). Pero rechazar el Antiguo Testamento era ir en contra de la enseñanza del
mismo Pablo, que había proclamado que Cristo murió, fue sepultado y resucitó
“según las Escrituras”. El apóstol de los gentiles muestra, a lo largo de sus cartas,
que Cristo es la plenitud y cumplimiento de las Escrituras (cf. el artículo de Ignacio
Carbajosa).
La tensión paradójica entre la Ley de Israel y la fe en Jesucristo (cf. el artículo de
Juan Miguel Díaz Rodelas), tema central en Pablo, no se resuelve en una simple
censura de la antigua Alianza en favor de la novedad cristiana. El apóstol se esfuerza
por fundamentar esta novedad, en su relación con la Ley, a partir de las Escrituras
de Israel, que no pueden fallar. Sin embargo, una contradicción, que a su vez es un
dolor, parece salir al paso de Pablo: la mayor parte de Israel no ha reconocido a su
Mesías. ¿Es que la promesa de Dios atestiguada en el Antiguo Testamento no se
cumple? Los capítulos 9-11 de la Carta a los Romanos afrontan este problema. Cu-
5. riosamente, son los capítulos que más recurren a la Escri-
tura (cf. el artículo de Filippo Belli) para concluir que el
parcial endurecimiento de Israel, a favor de la conversión
de los gentiles, estaba ya anunciado, pero tendrá como
conclusión que también Israel será salvo. Y es que los
dones y la llamada de Dios, tal y como aparecen en el
Antiguo Testamento, son irrevocables.
“La Escritura debe leerse e interpretarse en el mismo Es-
píritu con que fue escrita”, afirmó el Concilio Vaticano
en su constitución dogmática Dei Verbum. Para Pablo, el
Espíritu Santo no es sólo el que nos permite decir “Jesús
es Señor”, sino el que, además, convierte las Escrituras
en Palabra profética que sigue actuando en la vida de los
fieles (cf. el artículo de Antonio Pitta). Es a ese mismo
Espíritu al que nosotros invocamos para que nos abra las
Escrituras y podamos entender el testimonio que ellas
dan de Jesucristo.
Ignacio Carbajosa
Pág. 3
7. PABLOYLAS
ESCRITURAS
SANTASDE
ISRAEL
IgnacioCarbajosa
Pág. 5
Para Pablo hay un único Evange-
lio por el que vale la pena dar la
vida sufriendo todo tipo de con-
trariedades, hasta el punto de consi-
derar el resto basura (cf. Flp 3,8).
Se trata del anuncio novedoso e
indeducible de Cristo, que murió
por nuestros pecados, que fue se-
pultado, que resucitó al tercer día
y que se apareció a Pedro, a los
apóstoles y hermanos y, finalmen-
te, al mismo Pablo. Esta novedad
del Evangelio es recibida y trans-
mitida por Pablo proclamando y
repitiendo que todo eso ha
acontecido “según las Escrituras”
(cf. 1 Cor 15,1-4).
8. Pág. 6
1. Introducción
E
L cambio que se produce en Saulo de Tarso
camino de Damasco puede calificarse, con
razón, de “radical”. Hasta entonces el futuro
apóstol se caracterizaba por ser un celoso de-
fensor de la Ley (cf. Flp 3,5-6), un fariseo educado a los
pies de Gamaliel (cf. Hch 22,3), versado en la Escritura y
en las mejores tradiciones judías, que observaba al pie de
la letra. Todo ello le había llevado a perseguir con saña
a los cristianos, peligrosa secta que amenazaba con
perturbar la armonía de los creyentes con una doctrina
blasfema.
El encuentro con Cristo resucitado da un vuelco total a
su vida: de perseguidor pasa a ser apóstol y predicador
del Evangelio de Jesucristo. Abraza completamente el ca-
mino que anteriormente había considerado contrario a la
Ley y a las tradiciones de los antepasados. De este cam-
bio uno podría deducir un rechazo a esa misma Ley (que
se identifica en gran parte con el Antiguo Testamento
[AT]) y a esas mismas tradiciones. De ello le acusan pre-
cisamente los judíos: el que antes era un celoso defensor
de la Ley ahora predica en contra de ella. Así, cuando es
hecho prisionero en el templo, se le acusa de ir “enseñan-
do a todos por todas partes contra el pueblo, contra la
Ley y contra este lugar” (Hch 21,28).
2. Lo antiguo y lo nuevo
S
IN embargo, y si nos atenemos a la defensa que
Pablo hace de sí mismo, nada más lejos de la
realidad que este hipotético rechazo del AT.
Aunque pueda resultar paradójico, es precisa-
mente su fidelidad a la antigua Alianza lo que le hace lle-
var cadenas por Cristo. Ante el rey Agripa, huésped del
procurador Festo que lo tiene preso, Pablo se defiende de
las acusaciones de los judíos: “Estoy aquí procesado por
la esperanza que tengo en la promesa hecha por Dios a
nuestros padres, cuyo cumplimiento están esperando
nuestras doce tribus en el culto que asiduamente, noche
y día, rinden a Dios” (Hch 26,6). Cristo resucitado, al
que Pablo ha encontrado en el camino de Damasco, es
presentado como cumplimiento de las promesas conteni-
das en el AT. En la misma defensa ante el rey Agripa
llega a explicitar su fidelidad al AT, afirmando que al pre-
dicar la conversión no ha dicho cosa “que esté fuera de lo
que los profetas y el mismo Moisés dijeron que había
de suceder: que el Cristo había de padecer y que, después
de resucitar el primero de entre los muertos, anunciaría la
luz al pueblo y a los gentiles” (Hch 26,22-23; cf. 24,14;
28,23).
3. Un velo en la lectura del AT
¿C
ÓMO es posible que el Pablo previo a la
conversión y el que sale de ella se remitan a
un mismo libro para justificar acciones tan
diferentes como perseguir a los cristianos y
anunciar la resurrección de Cristo? El mismo Pablo nos
ayuda a entender este misterio en un texto verdadera-
mente decisivo para comprender las relaciones entre el
apóstol y el AT:
“Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el
día de hoy permanece ese mismo velo en la lectura del
Antiguo Testamento, y no se levanta, pues sólo en Cristo
desaparece. Hasta el día de hoy, siempre que se lee a
Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. Y cuando
se convierta al Señor, caerá el velo” (2 Cor 3,14-16).
Pablo afirma que la lectura del AT que realizan los judíos
está velada, es decir, no pueden distinguir con claridad
los verdaderos contornos de la Escritura, los rasgos del
personaje al que apunta. Pero esta dificultad no es fruto
de una falta de atención o de una falta de estudio. Pablo
se caracterizaba precisamente, antes del episodio camino
9. de Damasco, por ser un experto conocedor de la Escritu-
ra, y en sus cartas deja constancia de esa erudición previa
a la conversión. Cita con soltura pasajes muy diversos del
AT y emplea con maestría las técnicas exegéticas de su
época. ¿Cómo se arranca, entonces, este velo que dificul-
ta la lectura del AT? Pablo es muy claro: sólo en Cristo
desaparece; es más, el mismo AT lo dice: “Cuando se
convierta al Señor caerá el velo” (está citando Éx 34,34,
que describe la acción de Moisés ante el Señor).
La misma vida de Pablo ilustra perfectamente esta diná-
mica: ha sido el encuentro con Cristo resucitado, en la
vía de Damasco, el que le ha abierto el entendimiento
para comprender las Escrituras. Conocer a Cristo ha sido
la clave de comprensión que ha hecho de los innumera-
bles puntos del AT una imagen ordenada y definida.
Aquí se esconde la paradoja que está en el origen de la
aparente contradicción a la que nos referíamos al hablar
de la lectura del AT antes y después de la conversión de
Pablo. Ciertamente las Escrituras de Israel dan testimo-
nio de Cristo, pero ese testimonio no se puede reconocer
hasta que la misma forma de Cristo se pone delante
de los ojos. Es lo mismo que sucede con los contornos de
una persona que no acabamos de reconocer en la
penumbra. La luz que desvela los rasgos totales explica o
desvela lo que antes sólo se podía intuir. Los contornos
entrevistos son de la figura que ahora ha sido desvelada.
La revelación no es una novedad absoluta; más bien, ma-
nifiesta o saca a la luz la forma definitiva que se hallaba
en la penumbra.
Otra imagen, como todas limitada, que nos puede ayu-
dar es la de una novela policíaca. Todos los “ingredien-
tes” para desvelar al autor de un crimen se han ido ofre-
ciendo a lo largo de la novela (si ésta es buena). Sin
embargo, será sólo el capítulo final, al ofrecer ciertas cla-
ves, el que permitirá unir los datos repartidos a lo largo
de los capítulos anteriores de modo que formen un argu-
mento comprensible.
4. Al margen de la Ley,
atestiguado por la Ley
EL mismo apóstol Pablo resume de forma ma-
gistral esta paradoja en un aforismo lapidario:
“Pero ahora, al margen de la Ley, se ha manifestado la
justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas; es
decir, la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucris-
to, para todos los que creen” (Rom 3,21-22).
Por un lado, Pablo afirma que la justicia de Dios, que
nos llega por la fe en Jesucristo, se ha manifestado al
margen de la Ley, que debe entenderse en su doble senti-
do de legislación y Escritura. Se trata, por tanto, de una
novedad que no puede ser deducida de las Escrituras y
que no está sometida, sin más, a la legislación judía. Por
otro lado, y ésta es la paradoja, esa justicia de Dios estaba
ya atestiguada en la Ley y los Profetas, es decir, en las Es-
crituras santas de Israel. Aquí se encuentra el corazón de
la relación que Pablo tiene con el AT. Cristo está atesti-
guado en las Escrituras y, de hecho, las Escrituras no
pueden no cumplirse (en esto se muestra como un judío
celoso). Sin embargo, y a la misma vez, toda la predica-
ción paulina gira en torno al “misterio mantenido en se-
creto durante generaciones” y ahora revelado en Cristo
(cf. Rom 16,25; Ef 3,4-5; Col 1,26-27). Es esa novedad,
que él encontró por vez primera en el camino de Damas-
co, la que da forma a la personalidad de san Pablo y la
que ordena, de forma sorprendente, todo el testimonio
del AT.
En toda esta dinámica, Pablo no se aleja de la relación
que el mismo Jesús estableció con el AT. En muchas
ocasiones Jesús se presenta como una gran novedad que
parece contradecir la legislación judía (pensemos en su
relación con el sábado, en sus comidas con los pecadores
Pág. 7
10. Pág. 8
o en sus antítesis frente a la Ley: habéis oído que se os
dijo… pero yo os digo: cf. Mt 5,21-48). Sin embargo, no
deja de afirmar la necesidad de que se cumpla toda la Es-
critura hasta en sus aspectos más nimios:
“No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas.
No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Os lo
aseguro: mientras duren el cielo y la tierra, no dejará de
estar vigente ni una i ni una tilde de la Ley sin que todo
se cumpla” (Mt 5,17-18).
Por otro lado, el mismo Jesús presenta su vida y sus ac-
ciones como cumplimiento de las Escrituras. Después de
resucitar, se dirige a sus discípulos, todavía perplejos por
el curso de los acontecimientos desde los días de la Pa-
sión, diciendo: “Éstas son aquellas palabras mías que os
dije cuando todavía estaba con vosotros: Es necesario
que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moi-
sés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí” (Lc
24,44). Es, de hecho, en este momento cuando Jesús
abre el entendimiento a sus discípulos para que com-
prendan las Escrituras, es decir, para que puedan recono-
cer en ellas una profecía del que había de venir. Los He-
chos de
los Apóstoles son una buena ilustración de cómo los dis-
cípulos aprendieron a leer el AT como un testimonio
de Cristo.
5. La argumentación bíblica
P
ERO volvamos a la relación que el apóstol
tiene con el AT. Siempre dentro de la paradoja
introducida por Rom 3,21 (manifestación de
Cristo al margen de la Ley, atestiguada por la
Ley y los Profetas), llama la atención poderosamente
cómo Pablo se esfuerza por fundamentar toda la novedad
cristiana en las Escrituras santas de Israel, incluso aquella
que parece más en contradicción con la Ley y con la his-
toria judía.
Presentemos un ejemplo que es especialmente signifi-
cativo. Una de las paradojas más grandes que debe
afrontar Pablo es que la mayor parte del pueblo judío
no ha abrazado la fe en Jesucristo y que, por el contra-
rio, son los gentiles, los incircuncisos que viven fuera
de la Ley, los que han reconocido al Mesías de Israel.
La presencia del Resucitado a través de su Espíritu en
los primeros pasos de la Iglesia había dado signos cla-
ros de que el anuncio del Evangelio y el bautismo de-
bían dirigirse a los paganos (cf. Hch 10,45-47). La ini-
ciativa que el Espíritu había tomado en este campo fue
la que empujó a los apóstoles, en el llamado “primer
Concilio de Jerusalén”, a no exigir a los gentiles “más
cargas que las indispensables”, eximiéndoles de la cir-
cuncisión y de la mayoría de las leyes judías, recono-
ciendo que tanto judíos como gentiles se salvan “por la
gracia del Señor Jesús” (cf. Hch 15). Pero esta volun-
tad del Espíritu ¿no se hallaba en contradicción con la
Escritura? ¿Dónde queda la promesa hecha al pueblo
de Israel en la persona de Abrahán? ¿No dice la Escri-
tura que la Ley es camino de salvación?
Pablo hubiera podido fundamentar todas estas circuns-
tancias en la precedencia de la novedad de Cristo sobre
cualquier otra tradición, salvando el AT como una gené-
rica profecía de la venida de Cristo. Sin embargo, el
apóstol saca a relucir sus mejores armas dialécticas y exe-
géticas para mostrar que no existe ninguna contradicción
entre las Escrituras santas de Israel y los acontecimientos
de los que él está siendo protagonista. En el capítulo
cuarto de la Carta a los Romanos, y en el tercero de la
Carta a los Gálatas, Pablo, con un argumento bíblico
muy similar, muestra que los descendientes de Abrahán
no son los hijos de la Ley, es decir, los judíos, sino los
hijos de la promesa, es decir, los creyentes. Basándose
en Gn 15,6, “creyó Abrahán en Dios, el cual se lo com-
putó como justicia”, Pablo concluye que Abrahán
quedó justificado por la fe, no por las obras de la Ley
(cf. Rom 4,1-12; Gál 4,6.9-12). De hecho, la circunci-
sión, como arras de la Ley, se le dio después, “como
11.
12. Pág. 10
sello de la justicia de la fe” (Rom 4,11). En función de
la fe Abrahán es padre de todos los creyentes incircun-
cisos (cf. Rom 4,11-17; Gál 3,7-9), creyentes que here-
dan la promesa, hecha a Abrahán en función de la fe y
no de la Ley, de heredar el mundo (cf. Rom 4,13-17;
Gál 3,14-22).
En el caso del capítulo tercero de la Carta a los Gálatas
encontramos dos de las argumentaciones exegéticas más
ingeniosas del apóstol. La primera se refiere a la discu-
sión sobre la descendencia de Abrahán (Gál 3,15-18).
Como ya hemos visto, está en juego la identidad del ver-
dadero pueblo de Dios: el Israel restringido (judíos) o los
creyentes en Cristo, sean judíos o gentiles. Partiendo de
los pasajes en los que Dios hace una promesa a Abrahán
y a su descendencia (cf. Gn 12,7; 13,15; 15,18; 17,7-8),
Pablo aprovecha la presencia del nombre colectivo griego
sperma (descendencia), formalmente un singular, para
subrayar que la Escritura no usa un plural, sino un sin-
gular (cf. Gál 3,16). La promesa no se dirige, por tanto, a
los descendientes de Abrahán, sino a su descendencia, a lo
que Pablo añade a continuación, sin mediar explicación,
“es decir, a Cristo” (Gál 3,16). Cristo es la verdadera des-
cendencia de Abrahán, como muestra la Escritura, y, por
tanto, los que se han incorporado a Cristo por el bautis-
mo son, en virtud de esa especial relación, descendencia
de Abrahán (cf. Gál 3,27-29).
¿En qué lugar queda entonces la Ley? El apóstol ha con-
seguido mostrar, a partir de la Escritura, que en Abrahán
la fe es previa a la entrega de la Ley y que a ella va unida
la promesa divina. La segunda argumentación ingeniosa
a la que nos referimos tiene como objetivo “reubicar” la
Ley en el designio divino, visto que no está en el origen
(Abrahán) ni se encuentra en el final (caso de los creyen-
tes gentiles). Es entonces cuando el apóstol acuña el tér-
mino “pedagogo” para referirse al papel que ha jugado
la Ley en la historia de la salvación. Hasta que llegara la
descendencia (= Cristo) a quien iba dirigida la promesa,
fue entregada la Ley para contener las transgresiones
(cf. Gál 3,19). Así pues, la Ley jugaba el papel del peda-
gogo que conduce al niño hasta una edad madura, exac-
tamente hasta la llegada de la fe, hasta la aparición de
Cristo y de la nueva economía de la justificación por la
fe (cf. Gál 3,23-25).
6. ¿Forzar la Escritura?
U
NA de las acusaciones que se dirigen a
Pablo, especialmente desde el ámbito judío,
es la de forzar la Escritura, es decir, usarla
para hacer que los textos digan lo que, de
hecho, no dicen. Uno de los ejemplos al respecto sería
el de la interpretación alegórica de las dos mujeres de
Abrahán, Sara y Agar, en Gál 4,21-31. Pablo usa la figu-
ra de la esclava, Agar, y de la libre, Sara, para hablar de
las dos alianzas. Para sorpresa del que conoce el texto bí-
blico, Agar, madre de los esclavos, representa la alianza
del Sinaí y se identificaría con la Jerusalén del tiempo de
Pablo, la Jerusalén esclava (de la Ley). Sara, madre del
hijo de la promesa, representa la Jerusalén celestial que es
libre, la madre de los hijos de la Promesa, aquellos que
han creído en Cristo Jesús.
Ciertamente resulta desconcertante, a primera vista, la
identificación de los judíos con Ismael y de los cristianos
con Isaac, especialmente si se tiene en cuenta que la in-
terpretación más clásica consideraba a los árabes del
desierto descendientes de Ismael, mientras que el pueblo
judío se entendía a sí mismo como descendiente directo
de Isaac.
A la hora de responder a la acusación de forzar, en este
caso, la Escritura, es necesario hacer dos observaciones.
Ciertamente hay que reconocer que ligar a Ismael con
Israel es un tanto forzado, o al menos no inmediato.
Sin embargo, es necesario situar esta interpretación
alegórica dentro de su contexto natural, que son los ca-
pítulos tercero y cuarto de la Carta a los Gálatas. Como
13. vimos anteriormente, en el capítulo tercero ha quedado
claro que los creyentes en Cristo son descendencia de
Abrahán, herederos según la promesa y no según la Ley
(cf. Gál 3,29). Asentado ese paso, queda el terreno des-
pejado para la consideración de los cristianos como des-
cendientes de Sara, que concibe gracias a la promesa. Por
lo que respecta a los judíos, el capítulo tercero los consi-
dera, implícitamente, descendencia de Abrahán, aunque
según la Ley. El capítulo cuarto introduce ya el tema de
la esclavitud, comparándola con el estado del heredero
menor de edad que está todavía bajo el pedagogo (la
Ley). Estos precedentes son los que facilitan la identifi-
cación de Israel con Ismael: éste era descendiente de
Abrahán, aunque no según la promesa, sino según la
“naturaleza”, esclavo como su madre. El único paso difí-
cil de justificar es la relación entre Ismael y la alianza del
Sinaí, que es donde la comparación muestra sus límites y
comienza a hacer aguas.
La segunda observación se refiere al criterio último de in-
terpretación de la Escritura que rige en Pablo. Este crite-
rio no es otro que el acontecimiento de Cristo. Él es la
clave interpretativa de las Escrituras, que dan testimonio
de él. Ciertamente no es ésta una licencia para una inter-
pretación del AT sin consistencia in re (ni es éste el caso,
en general, de Pablo o del NT), pero resulta decisivo
entender este punto de partida (verificado en la historia
de Pablo y confirmado en su lectura del AT) para poder
entrar en sintonía con la interpretación paulina de las
Escrituras.
7. Continuidad, discontinuidad
y progreso
E
L documento de la Pontificia Comisión Bíbli-
ca de 2001 titulado El pueblo judío y sus Escri-
turas Sagradas en la Biblia cristiana describe la
relación entre el NT y el AT como una rela-
ción marcada a la vez por la continuidad, la discontinui-
dad y el progreso. ¿Puede esto aplicarse a la visión que
Pablo tiene de las relaciones entre la novedad de Cristo y
el AT?
Es evidente, por lo visto hasta ahora, que Pablo quiere
subrayar la continuidad que se da entre el acontecimiento
de Cristo y las Escrituras santas de Israel. La Escritura no
puede no cumplirse. Es más, uno de los criterios de veri-
ficación del Mesías debía ser el cumplimiento de la Escri-
tura. De ahí todo el empeño de Pablo en fundamentar
en la Escritura la novedad cristiana. Si los judíos, celosos
de la Ley y estudiosos de las Escrituras, como el propio
Pablo antes de la conversión, no reconocieron en el AT
una profecía de Cristo es porque su lectura estaba velada.
Sólo la conversión a Cristo hace caer ese velo.
Esa necesidad de la conversión a Cristo indica ya la dis-
continuidad que el nuevo “camino” establece respecto al
AT. No basta una mera lectura de las Escrituras de Israel
para deducir la voluntad divina y su plan de salvación.
Hay un principio de discontinuidad que, paradójicamen-
te, asegurará la continuidad de fondo entre las Escrituras
y la novedad cristiana. Este principio es la manifestación
histórica de Jesucristo. Y este principio, como hemos
visto, se convierte en clave interpretativa de todo el AT,
de modo que algunas formas (instituciones, leyes, cos-
tumbres) que parecían esenciales para el Israel de Dios,
dejan de serlo en virtud de la llegada del cumplimiento.
Es el caso de la circuncisión, de ciertas prescripciones ali-
menticias o de ciertas formas de culto.
Pero en esa misma discontinuidad el apóstol, preservan-
do siempre la validez del AT, no ve sino un progreso. Por
fuerte que parezca la ruptura respecto a lo sostenido apa-
rentemente por el AT, Pablo mantendrá que la novedad
que trae Cristo no es sino un progreso ya previsto en la
misma Escritura. La argumentación en torno a la descen-
dencia de Abrahán es un buen ejemplo de ello.
Pág. 11
14.
15. 8. ¿Qué texto del AT usa Pablo?
O
TRA cuestión que ha suscitado el interés de
los exégetas es qué texto del AT usa Pablo
en sus argumentaciones. ¿Parte del texto
griego de los Setenta (LXX)? ¿Se basa en un
texto hebreo cercano al que hoy conocemos como maso-
rético (TM)? ¿Usa alguna forma de targumin (traduc-
ción/interpretación aramea)? Ésta no es una cuestión
fácil de responder. En primer lugar, porque hasta noso-
tros no han llegado las formas textuales que él pudo
tener delante. En segundo lugar, porque el recurso a otro
corpus literario no siempre se hace de forma fiel con la
fuente; es más, en muchas ocasiones ésta se modifica en
función de la finalidad que persigue el recurso.
Con todo, no es aventurado afirmar que Pablo tenía de-
lante un texto griego. Son numerosas las ocasiones en las
que el texto citado coincide con el de los LXX en contra
de TM, mientras que sólo en dos ocasiones (ambas citan-
do el libro de Job) el texto empleado sigue TM separán-
dose de los LXX. A pesar de ello, son más numerosas
aún las ocasiones en las que, dando la impresión de
que parte de un texto griego, se separa (más o menos) de
LXX (y de TM, coincida o no con LXX). Esta circuns-
tancia es susceptible de tres explicaciones.
La primera se refiere a la eventualidad de que Pablo hu-
biera conocido una forma textual griega diferente a la
que ha llegado hasta nosotros. La segunda contempla
la posibilidad de que el apóstol cite de memoria los pasa-
jes del AT, por lo que la fidelidad al texto original sería
sólo relativa. Por último, la tercera explicación ve plausi-
ble que Pablo hubiera cambiado el texto fuente para
adaptarlo a las necesidades de la argumentación. Las tres
posibilidades no son excluyentes y es probable que en el
corpus paulino todas ellas se den cita. Pongamos un
ejemplo de la última posibilidad: el cambio del texto
base en función de la argumentación.
En el pasaje de 2 Cor 3,16 (“cuando se convierta al
Señor, se retira el velo”), que ya vimos al principio,
Pablo está jugando con la escena de Moisés, narrada en
Éx 34,34, en la que el legislador de Israel se quita el velo
en presencia del Señor. El texto griego de Éx 34,34 en
los LXX (“cuando Moisés se presentaba delante del
Señor para hablar con él, se retiraba el velo”) es muy pa-
recido al usado por Pablo. Las diferencias entre uno y
otro texto se explican muy bien por la necesidad que
tenía el apóstol de modificar la cita para que cumpliera
su función dentro del nuevo contexto. Se explica así no
sólo la no presencia, en el texto de Pablo, del nombre
“Moisés” y de la acción que cumplía delante del Señor
(“para hablar con él”), sino también el cambio de verbo:
“convertirse” (literalmente “darse la vuelta a”) en lugar
de “presentarse delante de”. En la argumentación pauli-
na, 2 Cor 3,16 corona un razonamiento cuya conclusión
es que, al igual que el velo de Moisés caía cuando entraba
en la presencia del Señor, también ahora ese velo en la
lectura del AT cae cuando el fiel creyente “se da la vuel-
ta” (es decir, se convierte) hacia el Señor; en este caso,
Cristo.
9. Las técnicas exegéticas paulinas
P
OR último, pasemos a preguntarnos por las
técnicas que Pablo usa a la hora de recurrir al
AT en sus argumentaciones. Teniendo en
cuenta su formación rabínica, a los pies de Ga-
maliel, no debe extrañarnos que sus técnicas exegéticas
sean muy similares, en cuanto a los recursos empleados
para citar o aludir a la Escritura, a las de los comentado-
res judíos.
Hasta hace pocos decenios, el material exegético judío
con el que poder comparar las técnicas paulinas resultaba
un tanto problemático. Por lo que respecta al rabinismo
palestinense, nuestra fuente más antigua era la Misná,
que aunque recoge material que se remonta a la época de
Pág. 13
16. Pág. 14
Pablo no fue puesta por escrito hasta, por lo menos, fina-
les del siglo II d.C. Por lo que respecta al judaísmo ale-
jandrino, contamos con la obra de Filón, contemporáneo
de Pablo, pero que vive en un ambiente bastante diferen-
te al del apóstol, con un gran influjo de la filosofía grie-
ga. Sin embargo, con los descubrimientos de los manus-
critos de Qumrán, a partir de 1948, ha salido a la luz un
material muy amplio que representa una forma de exége-
sis judía palestinense contemporánea a Pablo.
Pablo comparte con el rabinismo palestinense de la
Misná algunas técnicas y principios metodológicos. Ya
vimos cómo “jugaba” con el singular del término griego
sperma (descendencia) en Gál 3,16, un tipo de recurso
frecuente en la argumentación rabínica. Por otro lado,
usa la técnica, también rabínica, de ligar textos de la Es-
critura que poco o nada tienen que ver entre sí pero que
comparten un mismo elemento (un verbo, un nombre),
incorporando así, a partir de ese contacto, un nuevo
texto que puede ayudar a la interpretación (es lo que su-
cede en Rom 4,3-8, que liga, a partir del verbo griego
“imputar”, los textos de Gn 15,6 y Sal 31,1-2 [LXX]).
Si con el rabinismo palestinense Pablo comparte “técni-
cas”, con la interpretación de Qumrán comparte más
bien “orientación”. En efecto, buena parte de los pesha-
rim encontrados en las grutas del mar Muerto interpre-
tan los textos de la Escritura a partir de su cumplimiento
en un acontecimiento presente del que el intérprete se
siente partícipe. Desde muchos puntos de vista, poco tie-
nen que ver el Maestro de Justicia del pesher Habacuc de
la primera gruta de Qumrán con Jesús de Nazaret, y la
comunidad esenia del desierto de Judá con la primera
comunidad cristiana. Sin embargo, la modalidad de in-
terpretar la Escritura a partir del cumplimento presente
es común a ambas comunidades.
Para Pablo hay un único Evangelio por el que vale la
pena dar la vida sufriendo todo tipo de contrariedades,
hasta el punto de considerar el resto basura (cf. Flp 3,8).
Se trata del anuncio novedoso e indeducible de Cristo,
que murió por nuestros pecados, que fue sepultado y que
resucitó al tercer día. Novedad que, sin embargo, Pablo
no deja de proclamar que ha acontecido “según las Escri-
turas” (cf. 1 Cor 15,1-4)
17. EL USO DE
LAS ESCRITURAS
DE ISRAEL EN
ROM 9–11
FilippoBelli
Traducido del italiano por Ignacio Carbajosa
El uso de las Escrituras en los capítulos
9–11 de la Carta a los Romanos es
muy abundante y revela la estrecha
conexión que Pablo establece entre su
reflexión y el testimonio bíblico. A lo
largo de toda la argumentación,
Pablo es deudor de las Escrituras
porque le son indispensables. Cuando
esto no sucede, como en el capítulo 11,
es porque se necesita otra instancia
de revelación, precisamente la del
Misterio manifestado en la predica-
ción apostólica.
Pág. 15
18. Pág. 16
1. Introducción
E
N el contexto de la relación entre Pablo y el
Antiguo Testamento (AT) es interesante seña-
lar cómo el apóstol pone en juego esa relación
y cuáles son los motivos fundamentales que la
sostienen. De hecho, el uso de las Escrituras en Pablo no
es nunca accidental o accesorio. Este dato nos permite
entrar en una comprensión única de la Escritura, que es
la que tiene Pablo. El acontecimiento cristiano establece
una continuidad con la primera Alianza, a pesar de la
ruptura que parece establecer. La Revelación en Jesucris-
to y en su Evangelio marca los límites de la primera
Alianza, pero, sobre todo, desvela su cumplimiento.
Una reflexión a partir de los textos en los que Pablo usa
las Escrituras de Israel contribuye también, y necesaria-
mente, a comprender mejor la indispensable e intrínseca
relación que existe entre Israel y la Iglesia. El hecho de
que el apóstol utilice en sus reflexiones la revelación bí-
blica de Israel quiere decir que percibe un nexo irrenun-
ciable entre el acontecimiento cristiano y aquello de lo
que las Escrituras dan testimonio.
Será útil, por tanto, ver en algunos textos las modalidades
y los motivos que empujan a Pablo a recurrir al testimo-
nio bíblico del AT.
Un buen ejemplo de cómo y por qué Pablo usa las Escri-
turas de Israel son los capítulos 9–11 de la Carta a los
Romanos. Es un buen ejemplo por dos motivos:
a) Romanos 9–11 es una sección unitaria dentro de la
carta y desarrolla una reflexión perfectamente cir-
cunscrita, que tiene que ver con Israel.
b) Romanos 9–11 contiene muchísimas citas y alusiones
a textos de las Escrituras de Israel. Los datos hablan
por sí solos: el 27,3% del texto está constituido por
citas (32,2% para Rom 9; 32% para Rom 10; 20,3%
para Rom 11), sin contar las alusiones y referencias
indirectas a acontecimientos y personajes de las Es-
crituras.
Estos dos elementos nos permiten intuir ya que la refle-
xión paulina en estos capítulos y el uso de las Escrituras
en ellos están estrechamente ligados. Esto es lo que in-
tentaremos ilustrar.
2. El contenido de Rom 9–11
P
UEDE resultar útil comenzar presentando el
contenido de los capítulos 9–11 para com-
prender cómo las Escrituras entran en juego
en ellos. Pablo, después de haber delineado la
novedad cristiana como justificación únicamente por la fe
en Jesús (capítulos 1–8), afronta las implicaciones de esta
novedad para la situación de Israel y su relación con los
gentiles. De hecho, está en cuestión la credibilidad de
Dios: ¿ha elegido a Israel y ahora lo abandona?
La reflexión se desarrolla en tres etapas. Prescindimos
de la introducción (9,1-5) y de la conclusión (11,33-36) de
los tres capítulos y nos limitamos al corazón de la argu-
mentación.
a) Rom 9,6-29 explica por medio de las Escrituras que
no existe incoherencia ni en Dios ni en su palabra. De
hecho, lo que identifica a Israel no es su descendencia
carnal, sino la elección (vv. 6-13). Incluso la novedad
cristiana, es decir, la llamada a los gentiles, había sido
anunciada en las Escrituras a partir del mismo prin-
cipio de elección (vv. 25-29), y, por lo tanto, no hay
injusticia en lo que Dios cumple (vv. 14-23).
b) Rom 9,30–10,21 explica por qué Israel parece que ya
no cuenta en los planes de Dios: porque ha tropezado
en la piedra de escándalo (9,30-33) al no poder aco-
ger por la fe, a causa de su apego a la Ley, el anuncio
19. Pág. 17
del Evangelio de Jesucristo que, sin embargo, estaba
previsto en las Escrituras (10,1-21).
c) Rom 11,1-32 afirma que, con todo, Dios no se con-
tradice y es fiel a su elección (vv. 1-2) y que la presen-
cia de un resto (vv. 3-6), a pesar del endurecimiento
de parte de Israel (vv. 8-10), es lo que garantiza ines-
peradamente la salvación de todo Israel (vv. 25-27).
Establece, además, el tipo de relaciones nuevas entre
gentiles y judíos (vv. 11-24 y 28-32).
3. Algunas características de Rom 9–11
respecto a la Escritura
a) Diferentes tipologías en el uso de las Escrituras
1. Rom 9,6-29 está lleno de referencias a las Escrituras,
aunque llama la atención que Rom 9,19-23 no con-
tiene ninguna cita. En esos versículos, de hecho, hay
alusiones, referencias a textos e imágenes tomadas de
la tradición profética y sapiencial, pero Pablo no cita
explícitamente ningún texto. Por el contrario, si se
sigue todo el desarrollo de Rom 9,6-29, el resto de
los pasajes presentan citas explícitas. El contraste nos
obliga a considerar el porqué del carácter diferente de
los versículos 19-23 respecto al resto del capítulo.
2. Si se observa el capítulo 10 (Rom 9,30–10,21), nos
encontramos, sin embargo, con otra situación: la
ausencia de alusiones a acontecimientos y persona-
jes de la tradición bíblica, al contrario de lo que su-
cedía en el capítulo 9. La argumentación se desarrolla
siguiendo el hilo de la Escritura, pero es más analítica
y menos descriptiva: se detiene más bien en conside-
raciones generales, pero sin aludir a ninguna situa-
ción particular. Sin embargo, en todos sus pasajes el
uso de material de la Escritura (en su mayoría citas)
es decisivo.
3. También el capítulo 11 presenta algunas peculiarida-
des respecto al uso de las Escrituras. La más llamativa
es que las Escrituras están presentes en los primeros
10 versículos y después en 11,26-27. En el resto del
capítulo no vuelven a aparecer, ni en forma de citas
ni en forma de alusiones significativas a textos bíbli-
cos concretos.
Estos datos nos ofrecen ya una primera y sintética indi-
cación: las Escrituras se usan de modo muy diverso (y,
por ello, con una función diferente) dependiendo de los
pasajes
b) La diferencia entre citas y alusiones
Una cita presupone que el autor hace referencia explícita
a otra fuente literaria. Se reconoce como tal por dos ca-
racterísticas literarias fundamentales: la indicación de
que en ese punto se está citando otro texto y la presenta-
ción fiel de ese mismo texto. Por su parte, una alusión es
una apropiación de elementos externos al texto (otros
textos o figuras o palabras) pero que no se explicitan y
que no son necesariamente fieles a la fuente. El elemento
al que se alude pierde así, de alguna manera, su autonomía
respecto al texto que lo engloba.
Un ejemplo significativo de la diferencia entre cita y
alusión es Rom 10,6-8. En la elaborada exégesis de
Dt 30,12-14, Pablo combina alusiones y citas, reservando
a unas y otras funciones diferentes. Los vv. 6-7, usando
libremente la terminología de Dt 30,12-13, preparan
(no digas en tu corazón… entonces ¿qué dice? ) la cita de
Dt 30,14 en el v. 8 (la palabra está cerca de ti). La dife-
rencia en la forma de usar los textos responde a una dife-
rencia en la función de los mismos, siempre en orden al
discurso: los textos aludidos (vv. 6-7) tienen la función
de limpiar el campo de falsas suposiciones, mientras que
el texto citado (v. 8) es el elemento probatorio, el que
lleva el peso de la prueba en el pasaje de Rom 10,5-8.
20. Pág. 18
Por lo tanto, Pablo, a la hora de formular sus argumen-
tos, parece bien consciente de la diferencia entre una cita
y una alusión, hasta el punto de aprovecharla al máximo
en el desarrollo de sus reflexiones.
c) ¿Quién habla a través de la Escritura?
Gran parte de la citas que encontramos en nuestros capí-
tulos están formuladas en primera persona singular o, al
menos, dejan intuir el origen divino de las palabras ci-
tadas. La indicación es clara: Pablo hace hablar a Dios
mismo. La voz divina (Rom 11,4) se expresa a través
de diferentes “testigos”: el testimonio de la Escritura
en general (Rom 9,13.17.33; 10,11.15; 11,8.26-27), el
de los profetas (Rom 9,25.27-28.29; 10,16.20.21), el de
la “palabra de la promesa” (Rom 9,9), el de la “justicia
que viene de la fe” (Rom 10,6.8), el de los salvados
(Rom 9,29), el de Moisés (Rom 9,15; 10,5.19) y el de
David (Rom 11,9-10).
Esta nube ilustre de testigos confirma que Pablo asume
las Escrituras como un testimonio autorizado; es más,
como el testimonio supremo, el de la Palabra misma de
Dios.
Por eso Pablo hace hablar a la Escritura: porque ella
puede decir lo que él, por sí solo, no puede afirmar de
modo completo. La toma como testigo y, como tal (in
primis Dios mismo), la invita a hablar, a decir las cosas
de parte de Dios.
d) Las Escrituras “prueban”
Pablo, por lo tanto, usando las Escrituras, sobre todo a
través de las citas, da voz a otras instancias que, aunque
diferentes en origen y carácter (Ley, profetas, los mismos
textos y autores, etc.), se pueden reagrupar en el gran tes-
timonio de la Escritura. De ella toma Pablo la suprema
autoridad de la “Palabra de Dios”. El valor probatorio
que tiene es indiscutible tanto para él como para sus
interlocutores. Pero el apóstol usa diferentes técnicas
para mostrar el valor de prueba de la Escritura en estos
capítulos.
En Rom 10,5-8, por ejemplo, la Escritura se usa para
comparar dos modos diferentes de entender la justicia, a
través de dos textos de la Torá: Lv 18,5 y Dt 30,12-14.
El valor de la “prueba” está en cómo Pablo muestra el di-
ferente peso que tienen, sin llegar a presentarlos como
opuestos. Simplemente, y en diferentes niveles, hace que
se consideren incomparables y alternativos. La prueba de
Rom 10,5-8 se lleva a cabo, por tanto, a través de una
comparación entre los dos textos de la Torá.
En Rom 9,25-29, sin embargo, la argumentación escri-
turística de Pablo tiene un carácter diferente. Por medio
de una hábil exégesis, que lleva a cabo adaptando y com-
binando los diferentes textos de Oseas e Isaías (Os 2,25;
Os 2,1b; Os 2,1a; Is 10,22-23; Is 1,9), Pablo consigue
ganar para su causa el testimonio profético. En este caso,
la Escritura prueba lo que el apóstol anuncia como la no-
vedad de la experiencia cristiana, es decir, la llamada uni-
versal, y sin distinción, tanto a los judíos como a los gen-
tiles (v. 24). Pero es importante que sean las mismas
Escrituras las que lo digan en un contexto, como el del
capítulo 9 de Romanos, en el que Pablo debe mantener
que “la Palabra de Dios no ha fallado” (Rom 9,6a).
Un último ejemplo es Rom 11,26-27. En efecto, la cita
combinada de Is 50,20-21 e Is 27,9 no puede probar, y
de hecho no prueba, la sorprendente afirmación paulina:
“Y de este modo todo Israel se salvará” (Rom 11,26a).
Para Pablo, esa afirmación es “misterio” (11,25) y, por lo
tanto, no se deduce de las Escrituras. La cita, sin embar-
go, explica el modo en que sucederá, probando que esta
salvación “última” se realiza conforme a las Escrituras, es
decir, en la misericordia (Rom 11,28-32). La función de
la cita es, pues, la de servir de vínculo entre el “misterio”
21.
22. Pág. 20
(Rom 9,25) y las Escrituras, mostrando que la modalidad
en la que se da es la misericordia que Dios siempre ha
manifestado.
El análisis de la función de la Escritura como prueba en
estos capítulos nos muestra la peculiaridad de la argu-
mentación de Pablo. La Escritura, en todos los niveles de
la reflexión, o bien en las cosas que hay que decir, en
cómo disponerlas y expresarlas, se presenta, por méritos
propios, como indispensable.
4. Rom 9–11: “una argumentación
basada en la Escritura”
L
LEGADOS a este punto, es posible ver de qué
modo y por qué se usa la Escritura en este ca-
pítulo, haciendo una lectura continuada que
ponga en evidencia el estrecho vínculo entre la
reflexión que Pablo desarrolla y el recurso a la Escritura.
a) El recorrido bíblico de Romanos 9,6-29
La primera etapa de Rom 9–11 se basa por entero en la
Escritura. Rom 9,6 es el punto de partida: la Palabra de
Dios no ha fallado, a pesar de las apariencias. De hecho,
que el Evangelio haya llegado a todos sin distinción
como revelación de la justicia de Dios (capítulos 1–8) no
anula la fidelidad de Dios a su promesa y a las prerrogati-
vas de Israel (9,1-5).
El primer paso consiste en mostrar que Dios siempre ha
actuado siguiendo un principio de elección: ha elegido a
Isaac excluyendo a Ismael de los derechos de la filiación,
ha elegido a Jacob en lugar de Esaú y no por méritos hu-
manos, sino para mantener su elección (9,6-13). Pablo
demuestra todo esto a través de los pasajes bíblicos cita-
dos (Gn 21,12; Gn 18,10; Gn 25,23 y Mal 1,2-3). Si-
guiendo este principio de la elección, la descendencia de
Israel no depende de factores carnales, sino que depende
de las elecciones de Dios: no todos los descendientes de
Israel son Israel (9,6b) y no son hijos de Dios los hijos de la
carne, sino que son los hijos de la promesa los considerados
descendencia (9,8).
La pregunta surge de modo espontáneo: ¿acaso no es in-
justo este modo de actuar? (9,14). Aquí Pablo responde
de dos formas. En primer lugar (9,15-18) muestra, a tra-
vés de dos textos bíblicos (Éx 33,19 y Éx 9,16), que Dios
siempre ha actuado con libertad soberana, según sus pla-
nes, usando la misericordia con quien quiere y mostrán-
dose severo con quien quiere, al margen de los méritos o
de las obras humanas. En segundo lugar (vv. 19-23) su-
braya que el hombre no puede pedir cuentas a Dios
sobre su modo de obrar, ni de hecho ni por derecho.
Pero, al mismo tiempo, Pablo muestra que el obrar de
Dios no es arbitrario, sino que persigue una finalidad
que es misericordiosa.
Sobre esta base del actuar de Dios irreprensible y deter-
minado, Pablo puede presentar la llamada universal
tanto a judíos como a gentiles (9,24) como algo ya prea-
nunciado por los profetas. Los vv. 25-29, a través de una
cadena de textos proféticos (Os 2,25; Os 2,1b; Os 2,1a;
Is 10,22-23; Is 1,9), demuestran al mismo tiempo que la
llamada a los gentiles se produce de acuerdo con el desig-
nio de Dios revelado en las Escrituras y que la fidelidad
divina a su pueblo elegido se mantiene a través de la pre-
servación de un resto.
b) La explicación de una anomalía
en Romanos 9,30–10,21
El hecho evidente es que Israel, en su conjunto, no ha
respondido a la llamada de Dios a través del Evangelio
de Cristo (9,30-31). ¿Cómo explicar esta anomalía? Éste
es el tema de la segunda etapa de los capítulos 9–11.
23. La primera respuesta llega a través de las Escrituras: han
tropezado en la piedra de tropiezo (9,32b). Y, paradóji-
camente, esta piedra ha sido colocada por Dios: he aquí
que pongo en Sión una piedra de tropiezo y una roca de es-
cándalo (9,33a). Pero, de hecho, está en juego la fe: Israel
busca la justicia no en la fe, sino como si viniera de las
obras (9,32a); y quien cree en ella no será avergonzado
(9,33b). Toda esta segunda lección desarrollará este tema
a partir de la gran afirmación: el fin de la Ley es Cristo
(10,4).
En efecto, Pablo a lo largo de todo el capítulo 10 quiere
demostrar que precisamente por su apego a la Ley (cf.
10,2), Israel no ha podido acoger el Evangelio con la fe
en Jesucristo. Las mismas Escrituras muestran, de hecho,
que la justicia de la fe está en contraposición a la de la Ley
para obtener una verdadera justicia y salvación (Lv 18,5 y
Dt 30,12-14). Éstas se obtienen sólo por la fe en Cristo,
manifestación plena de la justicia de Dios (10,5-13) en
favor de todos, judíos y griegos.
Ahora se trata de saber si Israel ha recibido el anuncio
(de hecho, la fe nace de la escucha: vv. 14-17) para poder
adherirse a la fe en Cristo. Pablo responde afirmativa-
mente (10,15-19) a través, una vez más, de textos de la
Escritura (Is 52,7; Is 53,1; Sal 19,5 e Dt 32,21). De este
modo Israel resulta inexcusable en su rechazo y parece
destinado a la desobediencia y a la rebelión, tal y como
lo afirman sus mismas Escrituras (Is 65,1-2 en los versí-
culos 20-21).
Es necesario hacer dos observaciones respecto a esta
etapa. La primera es que todas las afirmaciones paulinas
reciben su comprobación o su apoyo en las Escrituras. La
segunda es que, para Pablo, el rechazo de Israel es un
hecho paradójico que no se puede explicar sino a través
de un doble factor: por un lado, Israel, a causa de su celo
por la Ley, no puede aceptar el Evangelio; por otro,
Dios mismo parece la causa primera de esta anomalía.
Al final Israel es desobediente muy a su pesar, porque
lo es en virtud de la obediencia a la Ley que Dios le ha
entregado, situación anómala y paradójica que tiene que
ser explicada.
c) El Misterio y las Escrituras en Romanos 11
Ya dijimos anteriormente que Pablo es mucho más parco
a la hora de usar las Escrituras en ese capítulo. Ahora
vamos a intentar sorprender los motivos que están detrás.
Si se lee el capítulo entero llama la atención que las citas
están agrupadas en los primeros 10 versículos, para des-
pués encontrar otra en los vv. 26-27. Respecto a esta úl-
tima, ya hemos visto que no tiene una función probato-
ria, sino de apoyo autorizado para explicar a través de
qué modalidad sucede lo que Pablo ha anunciado respec-
to a la salvación de Israel. Pero, a la vez, esa cita permite
llevar hasta su final la reflexión paulina sobre el tema de
la misericordia. Por lo que respecta a los 10 primeros
versículos, tienen una función muy precisa en el capítu-
lo, por cuanto recapitulan los dos desarrollos de Rom 9 y
Rom 10 a través de la pregunta del versículo 1: “¿Acaso
ha abandonado Dios a su pueblo?”.
Los primeros seis versículos comprueban que Dios no ha
abandonado a su pueblo, primero a partir del mismo
caso de Pablo (v. 1b) y, después, a través de los textos del
ciclo de Elías (1 Re 19.10.14 y 1 Re 19,18), dibujando
los contornos de la figura del “resto”: “Pues bien, del
mismo modo, también al presente subsiste un resto elegido
por gracia” (v. 5). Por el contrario, los vv. 7-10 comienzan
planteando la cuestión problemática: ¿y qué pasa con los
otros, es decir, con los que no han creído? Pablo, a través
de las Escrituras (Is 29,10 y Sal 69,23-24), habla de la
situación paradójica de su “endurecimiento”. Estos dos
desarrollos corresponden a los argumentos que sirvieron
de conclusión a los capítulos 9 y 10. De este modo,
Pablo pone un fundamento sólido para volver a lanzar la
pregunta acerca de la fidelidad de Dios a su pueblo. Esta
Pág. 21
24. Pág. 22
pregunta, de hecho, se mantiene en pie debido al endu-
recimiento de “los otros” (v. 7).
De esta manera, Pablo comienza a despejar el significado
de esta situación y a aclarar cómo puede entrar en los
planes de Dios, sobre todo a través de la inusual imagen
del olivo y del injerto silvestre, resumida después en los
vv. 25b-26a: “El endurecimiento de una parte de Israel ha
tenido lugar para que entre la totalidad de los gentiles, y,
así, todo Israel será salvo”.
En este pasaje (vv. 11-26a), las Escrituras están totalmen-
te ausentes. ¿A qué se debe? El motivo lo expone el
mismo Pablo en el v. 25: “No quiero que ignoréis, herma-
nos, este Misterio”. Cuando Pablo, también en otras car-
tas, introduce el término “misterio”, sobre todo ligándo-
lo al conocimiento, quiere afirmar una realidad con
características peculiares. Dicho con palabras suyas: el
misterio es lo que “ha sido mantenido en secreto durante
siglos eternos, manifestado ahora por las Escrituras profé-
ticas, por disposición de Dios eterno, dado a conocer a los
gentiles, para la obediencia de la fe” (Rom 16,25-26). En
este texto que cierra la Carta a los Romanos es interesan-
te el nexo entre “misterio” y las “Escrituras proféticas”.
Éstas se subordinan al primero no en función de su ma-
nifestación, sino para su conocimiento. El misterio
puede estar oculto en las Escrituras, y éstas pueden ayu-
dar a comprenderlo y a darlo a conocer, pero no pueden
manifestarlo; esto sucede a través de otras vías: la revela-
ción y el anuncio apostólico. Y éste es el motivo por el
que las Escrituras no tienen el espacio que podríamos es-
perar en el capítulo 11.
El capítulo 11, por tanto, responde a la situación paradó-
jica y anómala de Israel, pero lo hace no a partir de la Es-
critura, sino a partir de la revelación del Misterio, que las
Escrituras, en su caso, confirman y explican, pero no
pueden manifestar Por su naturaleza, el Misterio está es-
condido y es revelado sólo en los últimos tiempos, preci-
samente los nuestros, no a través de la Escritura.
d) La conexión entre Escritura y contenido
de Romanos 9–11
Existe, por lo tanto, una estrecha conexión entre los con-
tenidos de Rom 9-11 y las Escrituras, tanto en positivo
como en negativo. Por otro lado, y para confirmarlo,
dicha conexión sale a la luz si se consideran las tesis que
Pablo propone en estos tres capítulos.
Rom 9,6, que abre la discusión del capítulo 9, afirma:
“La Palabra de Dios no ha fallado”. Para justificar esta
afirmación, recorriendo a grandes rasgos la historia bíbli-
ca, Pablo se ve obligado a acudir a las Escrituras, espe-
cialmente cuando lo que está en cuestión es la credibili-
dad de Dios. Pablo puede intentar de modo legítimo la
defensa de Dios sólo si deja a Dios mismo la palabra para
justificar su obrar, a través de su Escritura santa.
El capítulo 10 (9,30–10,21) tiene que explicar la situa-
ción anómala que hace que los gentiles, que no busca-
ban una justicia, la han obtenido, mientras que Israel,
que perseguía una ley de justicia, no la ha obtenido (cf.
Rom 9,30-31). La explicación que Pablo da está encerra-
da en Rom 10,4: “El fin de la ley es Cristo para justifi-
cación de todo creyente”. Con independencia de cómo se
entienda la expresión sintética (el fin de la ley es Cristo),
ésta sólo encuentra justificación exhaustiva recurriendo a
las Escrituras. Sólo ellas pueden indicar de modo per-
tinente y no arbitrario –alternativa o contemporánea-
mente– el fin de la Ley de la que son expresión, o la fina-
lidad de esa misma Ley, anunciando el acontecimiento
de Cristo como justicia de Dios.
Paradójicamente, sin embargo, el capítulo 11 tiene como
tesis de discusión una afirmación que es un claro présta-
mo de un texto bíblico: “Dios no ha abandonado a su
pueblo” (11,1.2; cf. Sal 94[93],14). Decimos “paradójica-
mente” porque, como hemos visto, Pablo no pretende
probar esta afirmación a través de las Escrituras (dejando
25. aparte algunas referencias). En efecto, la cuestión de la fi-
delidad de Dios a su pueblo tiene que afrontar la esca-
brosa situación del endurecimiento de parte de Israel.
Aunque este endurecimiento había sido predicho en la
Escritura, el apóstol quiere mostrar que esta situación no
es definitiva, de modo que quede a salvo la fidelidad de
Dios. De hecho, retoma la cuestión en otros términos:
“¿Acaso han tropezado para caer definitivamente? ¡De nin-
gún modo!” (v. 11). De esta forma, todo el capítulo se
desarrolla con la intención de mostrar que esta situación
está en función del designio misericordioso de Dios
hacia Israel y hacia los gentiles al mismo tiempo. Pero
Pág. 23
26. Pág. 24
para Pablo esto es posible no a partir directamente de
las Escrituras, sino a partir de la reflexión sobre la obra
salvífica de Dios que él descubre gracias a su ministerio
apostólico, al que alude claramente en los vv. 13-14:
“Por ser yo apóstol de los gentiles, hago honor a mi ministe-
rio, pero es con la esperanza de despertar celos en los de mi
raza y salvar a alguno de ellos” (Rom 11,13-14).
El contenido y el tenor de los argumentos desarrollados
parecen determinar, por tanto, el uso o no de las Escritu-
ras en función de si aquéllos las necesitan o, al contrario,
las excluyen.
5. Conclusiones
RESUMAMOS los datos que han salido a la luz
y su significado:
a) Pablo liga, y hace que se muevan estrechamente uni-
dos, el contenido de sus argumentos y las Escrituras,
aunque las formas y los resultados de tal conjunción
son muy variados, hasta el extremo de excluir casi del
todo, en algunas ocasiones, el préstamo escriturístico
de la argumentación.
b) Además, se puede afirmar que el modo con el que
Pablo usa las Escrituras varía en función del tipo de
argumentación. Éstas asumen funciones diferentes en
el discurso paulino y tienen una fuerza probatoria
muy variable, dependiendo de la intención con la que
Pablo las introduce en sus reflexiones.
c) Precisando aún más, existe una correlación entre el
contenido de los argumentos y el uso de las Escritu-
ras. Pablo asume y engloba el testimonio bíblico
porque el contenido de su comunicación lo exige
necesariamente. Los argumentos que desarrolla
hacen indispensable (o no) la contribución de ese
testimonio.
d) A partir de esta correlación emerge con bastante cla-
ridad el nexo que el apóstol reconoce y honra entre
Escritura y Revelación. Su carácter y valor testimonial
están ordenados a la revelación “de los caminos de
Dios” (cf. Rom 11,33) y “de su justicia” (cf. Rom 1,17).
Esto implicará, cuando sea necesario, acudir a otras
instancias de “revelación” que den espacio a cómo
la multiforme sabiduría de Dios manifiesta su de-
signio, tal y como demuestra el capítulo 11 cuando
evoca la categoría de “misterio”, sin que el testimo-
nio de las Escrituras se considere incumplido o sea
contradicho, sino, al contrario, incluso verificado e
iluminado
Los capítulos 9–11 de la Carta a los Romanos son un
claro ejemplo de cómo Pablo entiende la relación con la
antigua Alianza. Si es cierto que existe un punto de dis-
continuidad (el acontecimiento de Cristo, frente al que
todos deben tomar posición, judíos y griegos), es tam-
bién verdad que esto sucede sin detrimento de la fideli-
dad de Dios, tal y como es testimoniada por las mismas
Escrituras. La palabra que quizá expresa mejor esta diná-
mica en la que continuidad y discontinuidad se dan a la
vez es la palabra “cumplimiento”. El cumplimiento cris-
tológico señala ese acontecimiento que aclara todo el re-
corrido precedente, pero superándolo y llevándolo a su
perfección.
Estas reflexiones son especialmente actuales, puesto que
permiten comprender la relación estructural entre Israel
y la Iglesia. Ambas realidades no son alternativas o ex-
trínsecas la una respecto a la otra. El diálogo entre ellas
es, más bien, una reflexión que se desarrolla en el ámbito
de la única realidad que Dios ha querido para manifestar
su designio de salvación a todo el género humano.
27. LA LEY DE
ISRAEL
Y EL APÓSTOL
DE LOS
GENTILES
JuanMiguelDíazRodelas
Pablo era judío y había sido forma-
do en las tradiciones de los padres.
Por eso la Sagrada Escritura del
Antiguo Testamento era el punto de
referencia fundamental en su refle-
xión creyente. La revelación del Hijo
de Dios en él acontecida en el cami-
no de Damasco (Gál 1,15-16), es
decir, el descubrimiento de la salva-
ción que Dios había ofrecido en su
Hijo muerto en una cruz, llevó al
apóstol al convencimiento de que la
Ley, que había determinado su vida
hasta ese momento, no era fuente ni
medio de justificación; ésta sólo era
posible por la fe en Jesucristo. Pablo
escudriñó las Escrituras y encontró en
ellas la base sólida donde fundar su
convencimiento sobre la ineficacia de
la Ley en orden a la justificación.
Pág. 25
28. Pág. 26
E
N la primera Carta a los Corintios, san Pablo
afirma de forma taxativa y más bien inespe-
rada: “La fuerza de la Ley es el pecado”
(15,56). Resulta evidente que esta afirmación
y otras igualmente negativas sobre la Ley presentes en
sus cartas tienen que ver con la predicación y la fe cris-
tianas, según las cuales Cristo murió por nuestros peca-
dos (cf. 1 Cor 15,3). El apóstol de los gentiles entendió
que la salvación en Cristo debía afirmarse de forma ex-
clusiva y, por ello mismo, se opuso abiertamente a las
pretensiones de quienes quisieron imponer a los no ju-
díos que se habían adherido a Jesucristo la circuncisión y
los preceptos de la Ley mosaica. Para Pablo ello equivalía
de hecho a reconocer que la Ley era un ámbito de sal-
vación y oponerse así abiertamente a lo que creían y pre-
dicaban los cristianos: “Si la justificación procede de la
ley”, afirma en su Carta a los Gálatas, “Cristo ha muerto
en vano” (Gál 2,21).
El absurdo de semejante conclusión constituye, pues, el
fundamento último de los muchos textos en los que
Pablo niega a la Ley cualquier relación con los bienes sal-
víficos y, de un modo particular, de los que establecen
una relación más o menos directa de la Ley con el peca-
do. Pero como en el caso de la mayoría de los temas
abordados en su epistolario, también en éste se esfuerza
el apóstol por fundar sus afirmaciones, para lo cual recu-
rre de una manera muy especial a la Sagrada Escritura.
1. La justificación por la fe
sin obras de Ley
E
LLO ocurre, antes que nada, en la que ha sido
considerada durante mucho tiempo como el
santo y seña de la teología paulina, es decir, la
doctrina de la justificación por la fe sin obras de
la Ley, cuya primera formulación explícita encontramos
en Gál 2,16: “Sabiendo que la persona no es justificada
por obras de la Ley, sino por fe en Jesucristo, también
nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para ser justifica-
dos por la fe de Cristo y no por las obras de la Ley. Pues
por las obras de la Ley nadie será justificado”. En las últi-
mas palabras de esta recargada afirmación resuena, en
efecto, Sal 143 (142),2: “No llames a juicio a tu siervo,
pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti”. El
salmista reconoce abiertamente que nadie puede presen-
tarse delante del Señor con pretensiones de justicia y, en
consecuencia, que el ser humano depende completamen-
te de la misericordia divina; tal reconocimiento no supo-
ne, de manera directa, negar todo valor a las obras del
justo ni, mucho menos, la necesidad de que éste viviera
de acuerdo con los preceptos de la Ley. Pero leyendo el
salmo a la luz de Jesucristo y apoyándose en la expresión
literal de aquél, Pablo concluye la imposibilidad de una
“justificación” que tuviera su origen o pudiera obtenerse
mediante las obras exigidas por la Ley mosaica.
a) El “no” a las obras de la Ley
Poco más adelante, en Gál 3,11-12, el apóstol avanza en
la expresión de este convencimiento, que traduce en tér-
minos de evidencia y extiende al conjunto de la Ley: en
el ámbito de la misma es imposible que una persona sea
justificada (Gál 3,11), es decir, es imposible que nadie
sea declarado justo y viva en la relación con Dios que
corresponde a la Alianza, que esto es en definitiva lo que
expresa el vocabulario de la “justificación”. También
para este aserto recurre Pablo a la Escritura, citando pri-
mero Hab 2,4 (3,11) y Lev 18,5 (3,12). La aproximación
de estos dos textos responde a la regla rabínica de la geze-
rah shawah, una forma de razonamiento por analogía
que, en la interpretación de los textos bíblicos, se concre-
ta en el simple hecho de que tengan en común algunas
expresiones o términos iguales o semejantes. En efecto,
en los dos textos evocados por Pablo en Gál 3,11-12 se
usa el verbo “vivir”, que en Hab 2,4 se vincula a la fe y
en Lev 18,5 al cumplimiento de los preceptos. Tales rela-
29.
30. Pág. 28
ciones sirven al apóstol para mostrar como una evidencia
que la parte negativa de la doctrina enunciada en 2,16
–“no por obras de la Ley”– se puede ampliar a la Ley en
su totalidad: en ella no es posible ser justificado.
b) El ejemplo de Abrahán
Ahora bien, antes de recurrir a la Escritura para fun-
dar la citada ampliación, Pablo había encontrado tam-
bién en el texto sagrado el punto de apoyo para el otro
aspecto de la doctrina enunciada en 2,16, es decir, la
vinculación de la justificación con la fe. En efecto, tras el
apóstrofe con el que se abre en 3,1-5 la argumentación
doctrinal de la Carta a los Gálatas, el apóstol introduce
una referencia a Abrahán citando expresamente Gn 15,6:
“Lo mismo que Abrahán: creyó a Dios y le fue contado
como justicia”. La figura del patriarca, la historia de su
relación con Dios, es presentada así antes que nada
como modelo de justificación por la fe. Tras esta afir-
31. mación general e introductoria, en las unidades meno-
res que siguen en el discurso paulino se van vinculan-
do a la fe diversos dones de la salvación: la bendición
(3,10-14), la promesa-herencia (3,15-29) y la filiación
divina (4,1-7). De acuerdo con la doctrina establecida
en 2,16, la vinculación de estos bienes con la fe se am-
plía en el mismo discurso en la negación de toda rela-
ción de los mismos con la Ley: de ésta se dice que está
unida estrechamente a la maldición (3,10-14), es inca-
paz de abolir el estatuto fundamental de la promesa,
puesto que le sigue en el tiempo (3,15-29) y ha gene-
rado de hecho en quienes estaban bajo su ámbito un
estatuto de esclavitud que se oponía al de la filiación
(4,1-7). La base de las distintas afirmaciones la ofrece
la Escritura, que en unos casos es citada directamente,
aunque introduciendo algunos retoques (3,10), y en
otros indirectamente (3,15-18 y 3,23ss).
También en la Carta a los Romanos ofrece la figura de
Abrahán un punto de apoyo firmísimo a la doctrina de
la justificación por la fe sin obras de la Ley. Pero el dis-
curso correspondiente es en este caso algo más amplio y
desarrollado que en Gálatas: frente a quien pudiera pen-
sar que la afirmación sobre el valor de la fe en orden a la
justificación va en detrimento de la Ley en cuanto tal,
Pablo afirma exactamente lo contrario (cf. Rom 3,31),
invocando para ello la figura de Abrahán, punto de re-
ferencia originario del pueblo de Israel y, consiguien-
temente, paradigma en las relaciones de todo israelita
con Dios (4,1). Lo mismo que en la Carta a los Gálatas,
a la mención del patriarca sigue también aquí la cita
de Gn 15,6, que el apóstol comenta según el modelo de
las homilías que se pronunciaban en las sinagogas; es
decir, el texto de Gn 15,6 reaparece varias veces en el
discurso (4,3.9.22) y, complementado con otros tex-
tos bíblicos (Sal 31,1-2 en Rom 4,7-8; Gn 17,5 en
Rom 4,17.18, y Gn 15,5 en Rom 4,18b), va ofreciendo
la base para afirmar sucesivamente diferentes aspectos
de la doctrina de la justificación por la fe: carácter gra-
tuito de la justicia originada en la fe, porque supone
justificar al impío, con cita de Sal 31,1-2; carácter uni-
versal de la paternidad de Abrahán, con cita de Gn 17,5
y 15,5, y, finalmente, la relación de la fe de Abrahán
con la fe cristiana, un aspecto que el apóstol funda en
una interpretación muy original y osadísima del dato
bíblico sobre la ancianidad de Abrahán y la esterilidad
de Sara (Gn 17,17-18).
2. La relación Ley-pecado
P
ERO el discurso paulino llega todavía más
lejos: en su esfuerzo por mostrar la incapaci-
dad justificante de las obras de la Ley, avanza
hasta afirmar la relación de esta última con el
pecado. El alcance de tal supuesto hacía más necesario
si cabe el apoyo del texto sagrado, que el apóstol busca
penetrando su sentido desde la luz nueva que ofrece el
acontecimiento Jesucristo.
a) La Ley y las transgresiones
También de este aspecto de la doctrina paulina encon-
tramos un primer apunte en Gálatas. En efecto, tras
haber vinculado la figura señera de Abrahán a la fe
(3,6), haber establecido una separación neta entre Ley y
bendición (3,10-14) y haber mostrado la imposibilidad
de que la Ley pudiera anular la promesa (3,15-18), el
discurso paulino da paso a una pregunta que surge con
toda lógica desde los mismos textos bíblicos sobre la do-
nación de la Ley y, mucho más todavía, desde la consi-
deración de que era objeto la propia Ley en la espiritua-
lidad y en la vida del judaísmo de la época del segundo
templo: “Entonces, ¿qué decir de la Ley?” (3,19a). La
respuesta de Pablo resulta sorprendente, precisamente
desde aquella espiritualidad: “Fue añadida –dice– en
razón de las transgresiones… y fue promulgada por án-
geles a través de un mediador” (3,19b-20). Además de la
consideración de la Ley como “un añadido”, en tal res-
Pág. 29
32. Pág. 30
puesta se afirma en primer lugar que la Ley tiene que ver
con las transgresiones, es decir, con el incumplimiento
de la misma. La dinámica de la argumentación impide
entender dicho aserto en el sentido de que la Ley tenía
como objetivo evitar las transgresiones. La referida diná-
mica permite suponer más bien que Pablo pretende
decir lo contrario; es decir, para él la aparición de la Ley
trajo consigo que se produjeran transgresiones. A tal
conclusión llega el apóstol desde la lectura de los textos
bíblicos sobre la donación de la Ley: de acuerdo con
ellos, la donación de la Ley estuvo estrechamente ligada
a una transgresión. En efecto, mientras el Señor entrega-
ba la Ley a su pueblo en la montaña por mano de Moi-
sés (Éx 24,12-31,18), el pueblo se construía un becerro
de oro y lo veneró como su dios (Éx 32,1-6); ante este
hecho dijo Dios a Moisés: “Anda, baja de la montaña,
que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de
Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les
había señalado” (32,7-8). Conviene notar que el punto
de referencia del texto bíblico es en Pablo la versión
griega y que en esta lengua el “desviarse” de Éx 32,8 es
de la misma raíz que nuestra “transgresión” castellana;
sobre esta base y, muy especialmente, sobre el dato obje-
tivo de la vinculación entre la donación de la Ley y el
pecado del pueblo, habría concluido Pablo en Gál 3,19
la relación de la Ley con las transgresiones.
Semejante interpretación puede apoyarse ulteriormente
en la referencia de Gál 3,19b a la intervención de un me-
diador en la entrega de la Ley. Al margen de que Pablo
utilice el hecho de la mediación para acentuar la infe-
rioridad de la Ley frente a la promesa, parece indudable
que el apóstol se está refiriendo a la donación de la Ley
al pueblo de Israel en el Sinaí; precisamente por ello, no
parece arriesgado inferir que, al relacionar la Ley con las
transgresiones en 3,19a, el apóstol pensaba en ese mismo
episodio y, sobre todo, en la transgresión de la Ley por
parte del pueblo que se produjo mientras Moisés la recibía
en la montaña.
b) La Ley y el pecado
Sea lo que sea de esta interpretación, resulta evidente que
la afirmación de Gál 3,19a sobre la relación de la Ley
con las transgresiones se mantiene en unos términos muy
generales. Mucho más claramente se expresa el apóstol
al hablar de la que se da entre la Ley y el pecado, para
lo cual intenta apoyarse asimismo en la base sólida de la
Sagrada Escritura.
La primera afirmación explícita la encontramos en
1 Cor 15,56, texto que citábamos al comenzar esta ex-
posición: “La fuerza del pecado es la Ley”. La presencia
de los sustantivos “fuerza” y “ley” en este aserto permite
entenderlo como una forma de oposición a una visión de
la Ley muy extendida en el judaísmo, según la cual ésta
constituye una fuerza que Dios ha ofrecido a su pueblo,
una expresión extraordinaria de la potencia divina en
orden a la salvación. Los escritores judíos apoyaban esta
visión de la Ley de alguna manera en Sal 28,8: “El Señor
es fuerza para su pueblo, apoyo y salvación para su Ungi-
do”. En todo caso, y frente a ello, Pablo considera que la
Ley pone en marcha la fuerza del pecado y hace que éste
entre en acción. La afirmación que estamos comentando
aparece de forma inesperada en el contexto de 1 Cor 15
y debe entenderse como una forma de acentuar el carác-
ter absoluto de la victoria de Cristo: esta victoria afecta
directamente a la muerte, en la cual se centra el discurso
en todo el capítulo, pero también al instrumento de la
muerte que es el pecado, así como a la fuerza propulsora
de este último, es decir, a la Ley. Ahora bien, precisa-
mente porque aparece de forma inesperada se puede su-
poner que, para Pablo, el anuncio de la salvación en
Cristo implicaba negar todo valor salvífico a la Ley, lo
cual para el apóstol es consecuencia de la relación de la
Ley con el pecado.
Tal relación se reitera una y otra vez en la Carta a los Ro-
manos, donde se concreta en afirmaciones indirectas
pero claras en unos casos (Rom 4,15 y 5,13) y cargadas
33. de fuerza en otros (5,20a y 7,5). Por lo que se refiere al
tema que nos ocupa en este artículo, también en estos
casos es posible descubrir los ecos de la Escritura.
Lo es primeramente en la afirmación de 4,15: “La ley
provoca ira, ya que donde no hay ley tampoco hay trans-
gresión”. La presencia de este último término, introducido
en relación con la Ley, aproxima este texto al de Gál 3,19a,
estudiado más arriba. Pues bien, la evocación de los rela-
tos bíblicos sobre la donación de la Ley que creíamos
descubrir entonces parece confirmarla ahora el aserto
sobre la relación entre la Ley y la ira: tras interpretar el
comportamiento del pueblo en el episodio del becerro de
oro como una desviación del camino señalado en la Ley,
es decir, como una transgresión de la misma, el Señor
anuncia que, como consecuencia de dicho comporta-
miento, se va a encender su “ira” (Éx 32,8b), un término
este último que se repite otras tres veces en el mismo
contexto (Éx 32,10.11 y 12; cf. además 32,19). Los tex-
tos sobre la donación de la Ley ofrecen también aquí la
base principal para reiterar la relación entre la Ley y las
transgresiones y avanzar en la misma línea afirmando la
que existe entre la Ley y la ira divina. Por esa razón con-
cluye Pablo que la promesa que Dios hizo a Abrahán no
podía depender en modo alguno de la Ley (4,14), de-
biendo depender de la fe y ser por ello en su cumpli-
miento lo mismo que había sido en su promulgación:
producto exclusivo de la gracia (4,16).
Los ecos de la Escritura se escuchan igualmente en
Rom 5,13; en efecto, la unidad que comenzaba poco
antes (5,12) y que se extiende hasta el final del capítulo
(5,21) consiste básicamente en una comparación entre la
figura de Adán y la de Cristo, así como entre los efectos
de las acciones de cada uno de ellos. Pues bien, la refe-
rencia a la Escritura resulta evidente no sólo en la evoca-
ción de Adán y de las consecuencias negativas de su “de-
lito” para la humanidad (5,12.14-21), sino además en la
indicación sobre el tiempo transcurrido desde Adán
hasta Moisés (5,13). Lógicamente, se está pensando en el
tiempo que va desde Gn 4 hasta Éx 18; de ese tiempo se
afirma que en él “no se imputaba el pecado porque no
había Ley” (Rom 5,13). Aunque difícil de interpretar en
sus contenidos más precisos, cuando se lee esta última
frase en el contexto de 5,12-21 y en el de la entera Carta
a los Romanos, es preciso entenderla cuanto menos
como una afirmación sobre la incapacidad de la Ley para
poner fin al reinado del pecado en el mundo que se
había iniciado con la falta de Adán. La afirmación de
5,20 clarifica las cosas y concreta aquella incapacidad en
una especie de contribución positiva de la Ley a aquel
reinado: en efecto, la entrada de la Ley en la escena de la
historia no sólo no puso fin al pecado, sino que contribu-
yó a que éste se multiplicara: “La Ley ha intervenido –dice
Pablo– para que abundara el delito”. A mi entender, no
resulta disparatado suponer que, como en Gál 3,19 y
Rom 4,15, también en este caso Pablo está pensando en
el pasaje de la donación de la Ley; con la sola diferencia
de que, en lugar de “transgresión”, aquí se dice “peca-
do”, un término que en el contexto debe interpretarse
en el mismo sentido que aquél. En cualquier caso, Pablo
está convencido de que, más allá de los referidos textos
de Éx, todo el AT manifiesta con claridad que, a pesar
de la Ley, el pecado “abundaba”, razón por la cual se
hizo necesario que la gracia sobreabundara en Jesucristo
(3,21).
La relación entre la Ley y el pecado halla su máxima
expresión en Rom 7,5, donde se llega a afirmar: “Mien-
tras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, avi-
vadas por la ley, actuaban en nuestros miembros, a fin de
que diéramos frutos para la muerte”. Tampoco en este
caso resulta fácil esclarecer el alcance preciso de los dis-
tintos componentes de la afirmación paulina, pero tam-
bién aquí resulta evidente el interés de Pablo por reiterar
la vinculación de la Ley con el pecado. Las pasiones que
conducen a este último están unidas a la Ley de tal modo
que pueden calificarse desde ella: son pasiones de pecado
cuya puesta en movimiento se produce a través de la Ley.
Cabe decir que, aunque el texto de Rom 7,5 pudiera
Pág. 31
34. Pág. 32
considerarse como una consecuencia extrema de la lectura
paulina sobre la actuación de la Ley en la historia, parece
difícil establecer una relación directa entre la referida
afirmación y textos concretos del AT.
c) La Ley, instrumento del pecado
A esos textos sí recurre el apóstol cuando explica las rela-
ciones Ley-pecado en Rom 7,7b-25 y como respuesta a
la objeción que podía suscitar la afirmación de las mis-
mas a partir de 4,15 y, especialmente, en 7,5: ¿significa
todo ello que la Ley es pecado? El hijo de Israel que se-
guía siendo Pablo (cf. Rom 11,2) rechaza de plano cual-
quier posible respuesta positiva a tal pregunta y establece
con claridad y de forma reiterada que aquellas relaciones
deben entenderse en el sentido de que la Ley fue utiliza-
da como un instrumento por parte del pecado. La Ley
no es pecado, pero el pecado, que lo es en su esencia más
profunda (7,13) y lleva en sí mismo semillas de muerte,
se ha servido de la Ley y, contra el objetivo primero del
Dios de quien procede, hizo de ella un instrumento de
muerte (7,10b).
Que el apóstol recurre a la Sagrada Escritura para expli-
car tales relaciones se descubre desde el comienzo de su
respuesta a la implicación subyacente a la pregunta plan-
teada en 7,7a: más allá del valor paradigmático que da al
discurso paulino el uso del pronombre personal de pri-
mera persona (“yo”) y del carácter universal que adquie-
ren las afirmaciones sobre todo a partir de 7,14, la cita de
un precepto de la misma Ley en 7,7b y la referencia pri-
mera de aquel “yo” a la persona de Pablo dejan claro que
la Ley de la que se está hablando es la que el Señor entre-
gó a su pueblo por manos de su siervo Moisés. Los ecos
de la Escritura se escuchan igualmente en el paso del dis-
curso sobre la Ley al que se refiere al precepto (7,8), y
mandato son no sólo los preceptos de la Ley mosaica,
sino también el que dio Dios a Adán en el jardín del
edén (Gn 3). Junto con estos ecos de la Escritura, el re-
curso a las tradiciones no bíblicas sobre la tensión volun-
tad-acción y a un vocabulario antropológico de corte
helénico hacen del texto de Rom 7,7-25 un discurso
denso, lleno de matices y de gran intensidad dramática.
Con todos esos medios, Pablo logra expresar adecuada-
mente las relaciones existentes entre la Ley y el pecado y,
sobre todo, salvaguardar la santidad de la Ley, don de
Dios a su pueblo.
3. La Ley como Escritura
D
E hecho, en el contexto del citado discurso,
y como consecuencia de la delimitación
entre la Ley y el pecado, el apóstol afirma de
diversas maneras la relación innegable de la
Ley con el Dios del cual procede. Por ello dice que el
precepto, que es la expresión concreta de la Ley, se orien-
taba como ésta a la vida (Rom 7,11); dice además que la
Ley es santa” y “espiritual” (7,14) y que, junto con ella,
es “santo y justo y bueno” el precepto (7,12; cf. 7,16).
La consideración positiva de la Ley, que Pablo mantiene
a toda costa y a pesar de sus reiteradas afirmaciones acer-
ca de su relación con el pecado, halla expresión en las
frases “dice la Ley” (1 Cor 9,8 y 14,34) o “está escrito en
la Ley” (de Moisés: 9,9 y 14,21) que encontramos en
más de una ocasión en los escritos del apóstol. En ellas se
expresa el reconocimiento de la autoridad de la Torá o,
lo que es lo mismo, el valor de la Ley como revelación de
Dios. De hecho, en algunas de las frases que hemos seña-
lado (14,21 y 14,34), Pablo utiliza “Ley” como una
forma de referirse a la Escritura, un uso nada extraño en
el judaísmo contemporáneo.
Ahora bien, también en este terreno vuelve el apóstol a lo
que constituye su convencimiento fundamental: la nece-
sidad que tienen todos los humanos de salvación y la
oferta de esa salvación que Dios ha hecho en Jesucristo.
35.
36. Pág. 34
Como punto final de este trabajo nos vamos a acercar a
estos dos aspectos del tema que nos ocupa.
El primero lo descubrimos en Rom 3,9-20: tras haber fun-
dado con una serie de textos de la Escritura su convenci-
miento (conclusión en el conjunto de Rom 1,18–3,9)
sobre el sometimiento de todos los humanos al pecado
(3,10-18), Pablo afirma en 3,19: “Sabemos que todo lo
que dice la Ley, lo dice para quienes están en el ámbito
de la Ley”. En su segundo uso, “Ley” equivale a la legis-
lación mosaica; frente a ello, el primer uso, que parece
recoger las citas bíblicas que se habían ido sucediendo
desde 3,10, contempla más bien la Ley en su condición
de Escritura. La Ley es la revelación de Dios, y ésta se
dirige principalmente a todos aquellos a quienes se ha di-
rigido a lo largo de la historia de la salvación, es decir, a
los hijos de Israel, que, como consecuencia de ello, tam-
bién deben enmudecer ante Dios, sintiéndose reos en su
presencia (3,20). De acuerdo con esto, la afirmación de
que “a través de la Ley sólo se logra el conocimiento del
pecado”, que cierra en 3,21 el largo discurso iniciado
en 1,18, debe entenderse en el sentido de que el único
efecto positivo de la Ley es que podamos darnos cuenta
de que somos pecadores y que, como consecuencia de
ello, estamos necesitados de salvación, pero dicho efecto
lo produce la Ley no en su condición de norma o pre-
cepto, sino en cuanto revelación de Dios.
Resulta evidente que en este como en otros casos Pablo
utiliza el término “Ley” en dos sentidos: como revelación
de Dios y como mandato. Lo mismo hace en 3,21, co-
mienzo de la siguiente gran unidad del discurso iniciado
en Rom 1,18. En contraste con el dominio del pecado
en todos los humanos (cf. 3,19 y 23) y como consecuen-
cia de dicho dominio, Dios ha revelado ahora su justicia;
tal revelación ha acontecido independientemente de la
Ley, pues por ésta sólo se logra el conocimiento del peca-
do. Pero, al propio tiempo, la justicia divina que se ha
revelado en el hoy de Jesucristo (cf. 3,25) había sido ates-
tiguada por la Ley y los profetas. La justicia de Dios, que
es salvación para todos los que se abren a ella a través de
la fe, no ha tenido nada que ver, no ha sido impulsada
por los preceptos de la Ley, pues éstos no sólo no han
aportado nada positivo en la larga historia de pecado co-
menzada en Adán (cf. Rom 5,13-14), sino que han con-
tribuido más bien a la multiplicación del pecado (cf.
Rom 5,20). Pero, a pesar de todo, en cuanto palabra de
Dios a los humanos, la Ley, junto con los profetas, ha
dado testimonio de aquella justicia que debía manifestar-
se y que de hecho se manifestó en Jesucristo.
4. Conclusión
P
ABLO era hijo de Israel y había sido formado
en las tradiciones de los padres (Gál 1,14). En
cuanto tal, la Escritura era el punto de referen-
cia fundamental en su reflexión creyente. Lo
había sido durante el tiempo vivido “en el judaísmo”
(Gál 1,13) y lo fue también tras la experiencia vivida en
el camino de Damasco. La revelación del Hijo de Dios
en él acontecida entonces (Gál 1,15-16), es decir, el des-
cubrimiento de la salvación que Dios había ofrecido en
su Hijo muerto en una cruz, llevó al apóstol al convenci-
miento de que la Ley, que había determinado su vida
hasta ese momento, no era fuente ni medio de justifica-
ción; ésta sólo era posible por la fe en Jesucristo. Con-
vencido de ello y de la basura que eran de hecho todas
sus pasadas glorias en la carne (Flp 3,7-9), Pablo escudri-
ñó las Escrituras y encontró en ellas la base sólida donde
fundar su convencimiento sobre la ineficacia de la Ley en
orden a la justificación: la Ley estaba inevitablemente
unida al pecado, en el sentido de que éste la había utili-
zado como instrumento suyo en orden a sus propósitos
de muerte sobre aquéllos. Pero más allá de este funciona-
miento fáctico de la Ley en la historia, como era Palabra
de Dios a su pueblo revelaba al propio tiempo su propia
ineficacia y la necesidad de abrirse a la fe como único
medio y única vía de unirse a Jesucristo, el Hijo de Dios
crucificado, y recibir en él el don de la justificación.
37. ELESPÍRITUYLA
ESCRITURAENLA
CARTAALOS
ROMANOS
AntonioPitta
Traducido del italiano por Ignacio Carbajosa
El inicio y la conclusión de la Carta
a los Romanos están marcados por la
relación entre el Evangelio prometido
por Dios mediante sus profetas en las
Escrituras santas y las Escrituras pro-
féticas. El Espíritu permite que la
Escritura de Israel se revele como el
código fundamental del evangelio de
Pablo, que en Cristo encuentra su
centro y su principio hermenéutico.
El carisma de la profecía entregado a
toda la comunidad de los creyentes
representa el lugar eclesial principal
en el que el Espíritu sigue inspirando
con su potencia la vida de la Iglesia.
Pág. 35
38. Pág. 36
U
NA gran inclusión, centrada en la Escritura,
sirve de marco a toda la Carta a los Roma-
nos. Así se presenta Pablo en el prólogo a su
carta (cf. Rom 1,1-7): “Para el Evangelio
de Dios, que había ya prometido por medio de sus pro-
fetas en las Escrituras santas” (vv. 1-2). Y en la doxolo-
gía final (Rom 16,25-27) escribe: “Según la revelación
de un misterio mantenido en secreto durante siglos
eternos, pero manifestado al presente por las Escrituras
proféticas” (vv. 25-26).
¿Por qué al principio y al final de la carta siente la nece-
sidad de poner en evidencia la relación entre el Espíritu
y las Escrituras? ¿Y qué entiende por Escrituras proféti-
cas? ¿Quiénes son los profetas que prometen el Evange-
lio de Dios acerca del Hijo de David constituido como
Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación
por la resurrección de los muertos (cf. Rom 1,3-4)? Vamos
a afrontar estas cuestiones que atraviesan la carta que mu-
chos consideran, al menos por lo que a la historia de sus
efectos se refiere, el escrito más importante de Pablo.
En la época en la que Pablo escribe la Carta a los Roma-
nos (56-58 d.C.) todavía no existía un canon bíblico
compuesto de Antiguo y Nuevo Testamento, sino única-
mente las “Escrituras santas” de Israel, que comprendían
“la Ley y los Profetas” (cf. Rom 3,21) o el Pentateuco y
el resto del Antiguo Testamento (AT), que incluía los
escritos atribuidos a los profetas, los libros históricos y
los sapienciales. Habrá que esperar hasta finales del siglo
I y todo el siglo II para que empiece a delinearse un
canon que recoja lo que hoy llamamos Antiguo (que no
viejo) y Nuevo Testamento (NT).
Una mirada general a la sección introductoria de la
carta nos permite constatar que el primer profeta citado
es Habacuc: “Como está escrito: ‘El justo vivirá por la
fe’” (Hab 2,4 en Rom 1,17). A lo largo de la carta apa-
recerán muchas citas sacadas del AT, pero ésta es la cita
que sirve de guía a la introducción de la carta, porque
el Evangelio del que Pablo no se avergüenza, que es po-
tencia divina para la salvación de todo el que crea, en-
cuentra su contenido principal en la justicia divina por
la fe. Esto quiere decir que el mismo Evangelio que se
refiere a Jesucristo, en cuanto que por medio de él Dios
justifica a todos, es difundido por Pablo con las pala-
bras de la Escritura.
En el cuerpo de la carta (Rom 1,18–11,36) el horizonte
del que hablamos se hace evidente en el paso de la sección
dedicada a la ira divina (Rom 1,18–3,20) a la dedicada a
la manifestación de la justicia (Rom 3,21–4,25): esta úl-
tima se lleva a cabo sin la Ley, pero a su vez es atestigua-
da por la Ley y los Profetas (Rom 3,21). Esta vez se citan,
en la demostración que sigue, el pasaje de Gn 15,6 en
Rom 4,3, sobre la justicia que le fue computada a
Abrahán, y el de Sal 32,1-2, sobre la remisión de los
pecados.
Ambas citas permiten demostrar que la manifestación de
la justicia en Cristo vale tanto para antes como para des-
pués de la promulgación de la Ley: por pura gracia divi-
na. Por lo tanto, los profetas citados al principio de la
carta se eligen como “la parte por el todo”, es decir, por
toda la Escritura releída e interpretada a la luz de su
Evangelio que se identifica con Jesucristo.
Al final del corpus epistolar, Pablo explicita la función
ética de la Escritura para los creyentes: “Todo cuanto fue
escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra”
(Rom 15,4). Por lo tanto, no sólo una parte, sino toda la
Escritura ha sido escrita en función de la perseverancia,
de la exhortación y de la esperanza de los creyentes en
Cristo. De este modo se abre el segundo horizonte her-
menéutico de la Escritura para Pablo: el de la comunidad
en la que la Escritura se revela como Palabra de Dios que
obra en aquellos que creen en Cristo.
39. Sin embargo, quien hace posible la perenne actualidad
de toda la Escritura es el Espíritu, porque “el Dios de la
esperanza os colme de todo gozo y paz en la fe, hasta re-
bosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo”
(Rom 15,13). Únicamente el Espíritu, como potencia de
Dios que ha constituido al Hijo de David según la carne
en Hijo de Dios según el Espíritu (Rom 1,3-4), aquel
que, al mismo tiempo, hace proféticas las Escrituras para
que puedan reforzar a los creyentes en el Evangelio que
es Jesucristo (Rom 16,25-26). Sin el Espíritu Santo no
existe el Señorío de Jesucristo, ni mucho menos la trans-
formación de los Profetas o de la Escritura en Palabra
profética que sigue actuando en la vida de fe. La consti-
tución dogmática Dei Verbum lo ha intuido bien al sin-
tetizar en una sola expresión la imprescindible y absolu-
tamente necesaria acción del Espíritu en la vida de la
Iglesia: “Sacra Scriptura eodem Spiritu quo scripta est
etiam legenda et interpretanda sit” (DV 12). En el carisma
de la profecía, entregado a toda la comunidad de los cre-
yentes, continúa todavía hoy la acción inspiradora del
Espíritu, que se encuentra en el origen del Evangelio y
que hace profética la Escritura de los Profetas.
Pág. 37
40.
41. PABLO
Y MARCIÓN
PatriciodeNavascués
La relación de Marción con algunas
de las epístolas que configuran nuestro
actual corpus paulino fue vital para
su doctrina. Pablo era el único apóstol
válido para Marción. La intuición
fundamental marcionita consistió en
oponer la Ley al Evangelio hasta el
punto de atribuir una y otro a dos
dioses distintos: la Ley al Dios Crea-
dor justo, ignorante; el Evangelio, al
Dios Salvador bueno, Padre de Jesu-
cristo. Para soportar todo el edificio
dogmático que sobre esta tesis cons-
truyó, hubo de intervenir necesaria-
mente en el texto de las epístolas de
Pablo, suprimiendo, modificando y
añadiendo términos claves para la
comprensión del mismo.
Pág. 39
42. Pág. 40
1. Marción, el personaje
S
E sabe ciertamente poco de este cristiano
que desarrolló su obra en torno a la mitad del
siglo II. Debió de nacer hacia el año 85, en la
región del Ponto, junto al mar Negro. Parece
que fue un rico armador. Acerca de su vida, contamos
con noticias legadas por autores demasiado posteriores y
con todo el aspecto de ser legendarias. Pocos datos se nos
transmiten con un mínimo de garantía. Los primeros Pa-
dres que le confutaron decían que, una vez llegado a
Roma, Marción se hizo discípulo de Cerdón (personaje
fluctuante entre la verdadera fe y la herejía). Marción, a
diferencia de su maestro, y debido a su doctrina, se situó
ya claramente al margen de la corriente ortodoxa ecle-
siástica, hasta el punto de ser expulsado de la Iglesia en
una reunión que tuvo lugar en Roma en el año 144.
Marción se dirigió entonces a Oriente, donde, a raíz de
algún que otro dato disponible, se puede apuntar que
debió de morir hacia el año 160.
La condena que sufrió Marción no supuso en absoluto el
final de la doctrina impulsada por éste. La Iglesia mar-
cionita, de hecho, sobrevivirá, sobre todo en Oriente,
tras la muerte de su “fundador”, durante varios siglos, en
constante oposición con la doctrina de la Magna Iglesia.
Sólo la fuerza del poder político en búsqueda de la uni-
dad religiosa terminará durante el siglo V con las persis-
tentes comunidades marcionitas, situadas en la parte
oriental del Imperio.
La enseñanza de Marción, junto con las promulgadas
por los autores gnósticos, constituyeron, sin ninguna
duda, el mayor peligro que hubieron de afrontar, desde
el punto de vista dogmático, los Padres de la Iglesia de
los siglos II y III. Sería un error garrafal olvidar que gran
parte de las bases del funcionamiento de la Iglesia (canon
de la Sagrada Escritura, exégesis bíblica, organización de
la Iglesia, símbolo de fe...) se forjaron en áspera polémica
con los postulados de Marción y de los gnósticos. En este
momento nos interesa de lleno todo lo relacionado con
Marción y la Sagrada Escritura, y, más en concreto, con
Marción y san Pablo, pero vayamos por pasos.
Lo que sabemos acerca de Marción es poco e indirecto,
por desgracia. No somos capaces de leer ninguno de sus
trabajos o escritos y, por otro lado, aquello que podemos
obtener acerca de él nos viene siempre transmitido por
medio de sus detractores (Justino, Ireneo, Tertuliano,
Orígenes, etc.), lo cual no siempre es lo más indicado a
la hora de establecer con precisión la doctrina marcioni-
ta. Esta premisa, de carácter metodológico, hemos de te-
nerla presente. No siempre atinaremos con una respuesta
nítida a las cuestiones que se pueden plantear acerca de la
obra de Marción.
La importancia de este autor de cara a la historia de la
Iglesia y, de modo singular, a la historia del dogma es in-
discutible. A comienzos del siglo XX, historiadores de la
talla de A. Harnack –que fue, dicho sea de paso, el pio-
nero de los estudios modernos acerca de Marción– creían
ver en el canon de la Sagrada Escritura propuesto por la
Iglesia una respuesta a la obra de Marción. Con otras
palabras: el célebre historiador de los orígenes del cristia-
nismo estimaba que toda la labor llevada a cabo por
Marción provocó una respuesta por parte de los maestros
y pastores de la Iglesia que desembocó en la reunión y
canonización de los libros que integran la Biblia cristia-
na. No es éste el lugar apropiado para una discusión de
esta tesis (la cual, ya desde el comienzo, entró en contras-
te con la promovida por T. Zahn, muy digna también
de ser considerada); simplemente la señalo como botón de
muestra de cara a poner de relieve la importancia y el sig-
nificado de la obra de Marción.
Veamos ahora brevemente su doctrina y su obra para
poder comprender mejor cómo Marción se enfrentó al
corpus o colección de epístolas de san Pablo.
43.
44. Pág. 42
2. Marción, su doctrina
P
RESENTEMOS per summa capita algo de lo
que recabamos de su pensamiento. Distinguía
Marción dos dioses: el Creador (es decir, el
Dios ligado al período veterotestamentario, a
las leyes y prescripciones cultuales de Israel) y el Salvador
(el Dios revelado por Cristo a partir de los días del
Nuevo Testamento). A esta distinción, Marción llegaba,
al parecer, a través de un contraste entre las leyes de Isra-
el y el Evangelio anunciado por Jesús, o, formulado con
términos paulinos, entre Ley y Evangelio. Tal contraste,
a los ojos de Marción, denunciaba a todas luces distinto
origen. No podían provenir de la misma fuente y, por
tanto, habrán de postularse dos dioses: el Creador o Dios
de la Ley, y el Salvador, Padre de Jesucristo, Dios del
Evangelio.
Demasiados lugares de la revelación judaica dejan ver la
imperfección de su Dios. El pecado de Adán no previsto
por el Creador, la ignorancia de Yahvé puesta de mani-
fiesto en las preguntas que hace, sus cambios de ánimo y
arrepentimientos constatados en más de un paso vetero-
testamentario. Se trata de un Dios rudo, vanidoso, que
trata de escogerse un pueblo de entre otros a fin de tener
quien le alabe. Es un Dios, por lo demás, esencialmente
justo, pero no bueno. Ofrece a los hombres que él ha
creado una justicia estrictamente retributiva con arreglo
a una serie de leyes arbitrariamente promulgadas por él,
premiando o castigando a los hombres según la conducta
de éstos. Además, se dedica a tentar a los hombres, de-
jando manifiesta su incapacidad y su falta de voluntad
en salvar aquello que había creado. Por ende, este Dios
Creador desconoce que, por encima de él, existe un
Dios superior que no ignora la obra deficiente que él ha
llevado a cabo.
Este Dios superior es infinitamente bueno y misericor-
dioso, a diferencia del Yahvé justo. Está dispuesto a llevar
a cabo una obra de redención con aquellos hombres que
él no creó, al margen de cualquier razón. Más allá de la
razón, lo que mueve e impulsa a este Dios es su miseri-
cordia, de ahí que envíe a su propio Hijo, Jesús, con el
fin de morir en la cruz por los hombres y librarles del do-
minio de un Creador incapaz de salvarles. El mensaje de
Jesús podría reducirse a una invitación a desoír los pre-
ceptos de la vieja ley mosaica, así como a acoger el anun-
cio del Evangelio que se ofrece gratuitamente a los todos
los hombres (y no sólo al pueblo de Israel). Evidente-
mente, este Jesús no habrá de presentar ningún vínculo
con las profecías emanadas según la inspiración de
Yahvé, el Dios ignorante de la venida de Jesús. De
hecho, la vida de Jesús arranca, en el pensamiento de
Marción, con la aparición repentina de Jesús en Cafarna-
ún, sin previo anuncio o preparación profética.
El Cristo del Salvador vino a salvar al hombre, creado en
su alma a imagen del Dios Creador ignorante. El Cristo
del Salvador vino a salvar lo que el Creador era incapaz de
salvar, o sea, los hombres, es decir, las almas de los hom-
bres, porque el cuerpo no pertenece propiamente a la
esencia del hombre. Los hombres se hallaban bajo el do-
minio de la Ley de Moisés otorgada por Yahvé. Esta Ley
estaba fundada en la ignorancia, propia del Creador par-
cial e indigente. Desconocía al verdadero Dios bueno con
todos y absolutamente autosuficiente. La Ley mosaica de-
sempeña un papel fundamental en la doctrina marcionita,
o sea, constituye la perfecta antítesis de lo que más tarde
será el Evangelio verdadero, que elimina la ignorancia por
medio de la fe en el Dios bueno, Padre de Jesucristo.
Marción se ocupará en subrayar la oposición existente
entre Ley (del Creador) y Evangelio (del Salvador).
El Cristo del Salvador vino, pues, en los días de Tiberio
César a salvar a todas las almas aprisionadas en el hades y
a todos los hombres, sin distinción de tiempos y razas.
Como instrumento de redención asumió un cuerpo a fin
de revelarse con él al mundo. Tal cuerpo no pudo pro-
ceder de sustancia alguna originada por el Dios Creador
ignorante, de donde se deduce que el cuerpo del Cristo