la Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niños
5 Domingo Ordinario - C
1. La llamada nos sana
5º Domingo Ordinario – Ciclo C
Hoy leemos, en las tres lecturas, tres historias de
tres llamadas. Y vemos que la llamada de Dios no
sólo es un encargo y una misión. Previamente
hay un don. Ser llamado es una experiencia
mística y transformadora, que nos cambia para
siempre.
En la primera lectura, Isaías está rezando en el
templo. Tiene una visión y contempla a Dios en
su gloria. Ante tanta grandeza, es agudamente
consciente de su pequeñez y su pecado. Se siente
indigno, manchado, y teme morir. Pero Dios no destruye a sus criaturas ni las aplasta con su poder.
Al contrario: el profeta recibe una brasa ardiente que, al tocarlo, lo purifica. Entonces Dios pide a
alguien que sea su voz en el mundo. ¿A quién enviará? Isaías responde: Aquí estoy, ¡envíame! Esa
brasa que lo ha tocado es el amor infinito de Dios. Quien se siente realmente amado, queda marcado
para siempre y está dispuesto a todo. Comunicar a Dios se convertirá en el centro de su vida.
San Pablo explica su conversión y el enorme regalo de ser el último de los apóstoles. Se siente lleno
de la gracia de Dios, un amor inmerecido que lo empuja a llevar su mensaje, incansable, por todo el
mundo. La pasión evangelizadora de Pablo no se puede explicar sin comprender el amor que arde
dentro de él, encendido por Cristo.
Finalmente, el evangelio explica la conversión de Pedro, el pescador. Tras una noche de faenar en el
mar, sin fruto, Jesús le pide que vuelva a remar mar adentro. Pedro, desanimado, obedece. Y la
obediencia obra el milagro. Cuando regresa con las barcas, cargadas de peces, Pedro sabe leer en el
acontecimiento algo más que una pesca milagrosa. Entiende que Jesús lo llama, y se siente indigno.
Es la consciencia de ser pecador, que tantos santos consideran el primer paso para la conversión.
Comprender la propia pequeñez y miseria es el inicio de una nueva vida. Los límites y defectos, incluso
los pecados, no son obstáculo para la llamada. Dios elige a quien quiere, y no por sus méritos, sino
por su capacidad de recibir amor. Quien más amor recibe, más podrá transmitirlo, sin orgullo, pues
se conoce, y con inmensa gratitud. Esa humildad de no creerse grande y brillante, de no pensar que
todo lo que hacemos es obra nuestra, sino de Dios, es la que nos hace libres y ligeros para volar
esparciendo la buena noticia, sin miedo y sin preocuparnos por el qué dirán. Cuando trabajamos por
Dios y haciendo su voluntad, dejando a un lado nuestras ideas y prejuicios, nuestros afanes de vanidad
y de reconocimiento, los frutos pueden ser asombrosos.
Dios nos ama y nos llama a ser sus colaboradores. ¡Qué alegría inmensa! En el momento en que
escuchamos su llamada, todo pecado, toda herida, toda debilidad, queda sanado. Seguimos siendo
nosotros, con todos nuestros defectos y limitaciones… pero ahora volamos en alas de alguien que es
más grande. Él nos sostiene y nos lleva. Nos da todo lo que necesitamos —la gracia, como recuerda
san Pablo—. Deberíamos entender la gracia de Dios como el regalo de su amor, ofrecido
incondicionalmente, que nos da fuerzas para afrontar lo que sea. Basta que queramos recibirla.