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Dante Amerisi
– Cuentos y relatos –
El mundo es un pañuelo
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Presentación
Por mucho tiempo tuve en mente hacer esta recopilación de cuentos y relatos. Pero fue
postergada muchas veces. Sucede que nunca me propuse hacer un libro especialmente de
cuentos, sino que ellos iban surgiendo poco a poco, uno a uno, a destiempo. De esa manera, solo
sabía que tenía algunos, pero no sabía ni cuántos ni dónde. Así que un buen día, me di a la tarea
de reunir los que tenía por aquí y por allá.
Sí, algunos de esos relatos son vivencias o experiencias propias. Otros son historias que he
recogido eventualmente. Y otros más son parte del bagaje que llevo cargando por la vida, mis
temas y reflexiones que alcanzaron un cauce de esta manera. Los héroes y los villanos de mi
existencia se asoman de vez en cuando, así como algunas penas y algunas glorias. Y, por supuesto,
también he dejado volar la imaginación de tanto en tanto.
Podrá verse con facilidad que algunos de los cuentos son rápidos esbozos, sin
complicaciones. Otros, en cambio, son más puntuales en la información que contienen, e incluso
podrían no resultar aptos para ciertas susceptibilidades. Y quizá algún purista del género no los
considere como tales. Pero confío en que el lector sabrá abrirse paso a través de ellos sin mucho
problema, esperando que no sea tan duro conmigo.
Como corolario, solo diré que, a quien leyó el primer borrador le pareció curioso que
algunos de los relatos ya los había escuchado de mi propia voz. Y es cierto. Suelo contar
frecuentemente lo que escribo, y más si aquello es una historia real. Alguien más aseguró haber
leído un relato en redes sociales. Y sí, los escribo y publico sin remordimientos. Con lo que queda
en evidencia mi falta de propósito para hacer un libro de cuentos. Pero no se tome como una falta
de respeto al género. Por el contrario, si nunca me lo propuse fue porque no me considero escritor
de cuentos. Si no fuera porque surgieron sin proponérmelo, esta recopilación no existiría.
Sea entonces la todopoderosa voluntad del lector quien decida si deja avanzar mis letras
más allá de la primera página. Y si decide, resignadamente, llegar hasta el punto final de la última
página, no me culpe por mis faltas, que ya de antemano las he asumido. Culpable soy de estos
relatos, lo confieso.
Sea pues, lo que ha de ser, sin que aquello que ya es sea una limitante. Sin tanto cuento,
admito que no soy un escritor de cuentos. Pero, eso sí, ¡de que los cuento, los cuento!
El mundo es un pañuelo
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El profeta
El profeta escuchó la palabra de Dios en sueños, viniendo desde el principio de los
tiempos, y despertó dispuesto a escribir su voluntad: “Hágase que la divergencia
tetradimensional de un tensor antisimétrico de segundo rango sea igual a cero. Y se hizo
la luz…”
Quedó estupefacto, sin entender. Si escribía eso, nadie lo entendería; nadie lo
creería. Así pasó interminables días y noches, atribulado, pensando en cómo escribir
aquello en el libro sagrado. Convencido de que no podría hacerlo, optó por escribir: “Y
dios dijo: hágase la luz. ¡Y se hizo la luz!”
Y la verdad quedó, irremediablemente, a medias.
El mundo es un pañuelo
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Un concierto improvisado
En una ocasión, llevé a Lian Suy a pasear por carretera, como solíamos hacerlo.
Nos detuvimos a comer en un restaurantito típico de un pequeño pueblo, no muy lejos de
la ciudad. Era un lugar modesto en donde el único lujo era un televisor acoplado en lo alto
de una pared. Había pocos comensales. El lugar era muy tranquilo.
Cuando hubimos ordenado, le dije a Lian Suy que le pagaría 20 pesos si tocaba
algo de música. Al responder que no traía su violín, le dije que conseguiría uno, y ella
aceptó.
Entonces, fui con un viejito que descansaba a la entrada con su desvencijado
violín, instrumento que debió haber visto sus mejores épocas mucho tiempo atrás, y
accedió a rentármelo.
Ya con el violín afinado, le pedí a Lian Suy que tocara temas del concierto en Re
mayor de Tchaikovski, que recientemente había tocado en su debut con la filarmónica.
Entonces ella comenzó a tocar.
A pesar de que el instrumento era viejo y de mala calidad, la ejecución resultaba
impactante y emotiva. Lian Suy, quien tocaba el violín desde los 4 años en su natal China,
y era egresada del Conservatorio Central de Música de su país, había llegado a la ciudad
invitada por el director de la orquesta filarmónica en ese entonces, para tocar con ellos.
Aunque aquel lugar no era el usual para la música de concierto, pronto se reunió
gente en torno nuestro para escucharla, e incluso apagaron el televisor. Al lugar entraban
personas que escuchaban el violín desde afuera, atraídos por la virtuosa ejecución. Ella
continuó tocando animadamente hasta que, después de un rato, terminó su interpretación
en medio de entusiastas aplausos de los asistentes.
Lian Suy agradeció al improvisado público con un modesto gesto y entregó el violín
a su anciano dueño, quien lo tomó mirándolo extrañado, casi preguntándose cómo era
posible sacar esos bellos sonidos de aquel instrumento.
Le di a Lian Suy el pago convenido, y contenta, dijo que era su primer “hueso” en
México y que enmarcaría orgullosa el billete de 20 pesos.
Cuando le di cien pesos al viejito por la renta del violín, ella abrió sus rasgados ojos
todo lo que pudo, y preguntó por qué le había pagado más a él.
El mundo es un pañuelo
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“Cada quien me cobró lo que pensaba que era justo”, le dije. “Además”, agregué,
“¿has oído qué bien se escucha ese violín?”.
Ambos reímos; y así continuó el resto de la tarde.
El mundo es un pañuelo
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El gambusino
El gambusino lloraba de alegría. Después de tantos años, encontró tres enormes
pepitas de oro. Su pobreza había terminado. ¡Era rico! Metió las pepitas en su bolsillo,
sacó el whisky de la alforja, y se dispuso a celebrar. Caminó de vuelta a casa
zigzagueando por el bosque, casi al anochecer.
Bebió tanto, que se quedó dormido en el trayecto. Despertó con el sol de la
mañana en su cara. La cabeza le dolía, pero sabía que el oro lo aliviaría. “¡El oro!”,
exclamó. Metió las manos en sus bolsillos. Ambos tenían sendos agujeros. Angustiado,
miró alrededor, intentando escudriñar la maleza que lo cubría todo. ¡Imposible!
Pasó el resto de su vida recorriendo el bosque, buscando su oro perdido.
El mundo es un pañuelo
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La deuda de Sezzern
Sezzern y Dante eran grandes amigos desde su juventud y se habían convertido en
inseparables compañeros de travesías y expediciones. En cierto modo, Sezzern no
comprendía bien lo que movía a Dante a ir en busca de territorios no explorados, de
ciudades abandonadas por la gente y por el tiempo, pero le resultaba emocionante y
siempre lo seguía. Era grande y fuerte, de tez morena y espeso bigote. Su rostro exhibía
permanentes ojeras, enmarcando un par de ojos casi negros. Aunque tuvo muy poca
educación formal, tenía una vivaz inteligencia y sentido del humor. Nada parecía turbarlo.
Serio, observador, vigilante, estoico, inquebrantable, valiente, leal, eran sólo
algunas de las características para describirlo. Sezzern era un sobreviviente. Nacido en
Estambul, de padre griego y madre turca, vivió una infancia marcada por fuertes
contrastes. No conoció bien a su padre, pues murió cuando Sezzern era aún muy chico,
por lo que su madre debió criarlo entre dificultades y penurias, hasta que ella murió
también, dejándolo huérfano y desamparado. La familia de su madre la había repudiado
por casarse con aquel mercader griego, así que no los conoció. Aún en la pubertad,
Sezzern comprendió que estaba solo en el mundo y que tendría que valerse por sí mismo
para sobrevivir.
En un principio le fue muy difícil, pues los barrios bajos de Estambul estaban llenos
de gente ruda, vándalos, estafadores, criminales y todo tipo de gente de mal vivir. Mas
Sezzern se negaba a adoptar otras costumbres que no fueran honradas, pues su madre
siempre le habló sobre su padre, refiriéndose a él como el hombre más tenaz, bondadoso,
fuerte y, sobre todo, honrado, que ella había conocido.
Esa era la imagen que Sezzern tenía de su padre, y estaba resuelto a emularlo a
toda costa. Así que se convirtió en un joven trabajador. Cargaba costales de grano y de
papas en el mercado; llevaba cajas de frutas y legumbres por los puestos de
comerciantes según se lo pedían; barría y fregaba pisos, limpiaba ventanas y hacía todo
lo que le era posible para ganar su sustento, hasta que el día terminaba y quedaba
exhausto.
Muchas veces fue víctima de vagos y vándalos que lo robaban o se burlaban de él.
Pero Sezzern fue creciendo. El trabajo duro le dio músculos fuertes y pronto ganó
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estatura también. Además, su capacidad de observación y la destreza de sus
movimientos lo fueron haciendo un joven difícil de engañar y de enfrentar, hasta que logró
ganarse el respeto de los demás y una reputación de imbatible. A sus diecisiete años, era
estimado por su trabajo, admirado por las mujeres y, consecuentemente, envidiado por
algunos. A esa edad, como suele ocurrir, se enamoró. La joven se llamaba Almira y era la
hermosa hija de un próspero comerciante turco al que Sezzern conocía por su trabajo en
el mercado. En ocasiones había servido para él y este lo estimaba. A pesar de ello, el
padre de Almira jamás consentiría que su hija se fijara en un pobre muchacho que
además tenía ascendencia griega, como Sezzern. Almira no tardó en notar al apuesto y
dedicado joven y pronto se dio un intenso intercambio de miradas que sólo eran muestra
de sentimientos correspondidos.
Un día, Sezzern y Almira cruzaron caminos y él se atrevió a hablarle.
–Me encantaría verte a solas, –le dijo.
Ella no respondió. Simplemente lo miró y continuó su camino. Al día siguiente
volvieron a cruzarse y ella le dijo que lo vería en el pasillo detrás de la tienda de especias,
al atardecer. Sezzern saltaba de alegría. A la hora convenida, el joven se encaminó a la
tienda de especias. Su entusiasmo era tal, que no se percató de que era seguido de cerca
por tres vagos, a quien ya antes había metido en cintura.
Llegó a la cita casi al mismo tiempo que Almira. Ambos se tomaron instintivamente
de las manos, con alegría. Pero no alcanzaron a decirse gran cosa, para cuando
advirtieron la presencia de un par de sujetos. Sezzern comprendió que era una
emboscada y los enfrentó, hasta que vio que un tercero amagaba a Almira con una daga
en su cuello. Entonces se detuvo. Sin poder defenderse, los otros sujetos aprovecharon
para golpearlo a voluntad. Al ver esto, Almira forcejeó para liberarse de su agresor y este,
en un movimiento rápido y torpe, hirió a la joven en el cuello con su daga. Almira cayó al
suelo.
Al percatarse de ello, Sezzern se levantó con tal fuerza, que hizo caer a quienes lo
golpeaban y se abalanzó sobre el tercero. Su ira era tal, que pudo doblegar al contrario y
hundirle su propia daga. Los otros dos ya habían huido del lugar.
De inmediato corrió hacia Almira, quien yacía en el suelo. Para ese momento,
algunas personas habían llegado ya y observaban estupefactos. Sus rivales comenzaron
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a culparlo, como si él hubiera sido el agresor. Fue entonces que el padre de Almira llegó a
la escena, y ofuscado por el dolor le gritó “asesino” a Sezzern, quien temiendo lo peor,
huyó de ahí.
Corrió por las calles de Estambul mientras varios le seguían y llegó hasta el puerto,
subió a un barco mercante e intentó esconderse. Sin embargo, el capitán lo descubrió.
Pero al ver al muchacho asustado, le pidió una explicación de lo ocurrido. El capitán le
permitió quedarse y prometió no entregarlo a sus perseguidores. El barco zarpó con él a
bordo, rumbo a Túnez. Cuando Sezzern preguntó al capitán por qué lo había protegido,
este le dijo, –Eres el vivo retrato de tu padre, el hombre más honesto que conocí jamás.
Tú no podrías ser una mala persona. Sin embargo, ambos sabían que, de acuerdo con las
leyes turcas, de ser encontrado culpable, Sezzern habría sido ejecutado públicamente
después de un juicio rápido.
Así dejó Sezzern su patria. Nunca supo que Almira se recuperó de las heridas y
pudo aclarar el incidente a su tiempo.
En su travesía por mar, el muchacho aprendió algunas destrezas de marinero.
Cuando ya se pensaba a salvo, una tormenta azotó el barco y la furia del mar se tornó
contra ellos. La tormenta, que duró dos días, desvió su trayectoria hasta que el navío no
resistió más los embates de las olas y se hundió, hecho pedazos.
Sezzern pudo milagrosamente asirse a una parte del barco que le sirvió de balsa, y
navegó en ella a la deriva. Después de un tiempo, cuando las fuerzas comenzaban a
faltarle, y casi desfallecía; cuando su boca no podía pronunciar más plegarias, y estaba a
punto de dejarse vencer; justo entonces, fue salvado, y llevado a tierra en una pequeña
embarcación.
Había llegado a aguas españolas, cerca de Sagunto, y de ahí, a casa de unos
españoles de origen libanés, donde una joven y su abuela le prodigaron cuidados hasta
restablecerse. Después se enteró que Dante, quien era aproximadamente de su edad,
hacía un recorrido por los alrededores en su barcaza, justo después de cada tormenta. Él
lo había salvado.
Cuando Sezzern preguntó por qué aquel muchacho hacía tales recorridos, Dante le
dijo que habría deseado que alguien hubiera hecho lo mismo el día en que el barco de su
padre naufragó. Sezzern le debía la vida a Dante, y de alguna manera a la tragedia del
El mundo es un pañuelo
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padre de este. Se prometió a sí mismo que cuidaría a aquel muchacho con su propia vida,
si fuera necesario. A partir de ese momento, más que su amigo, sería su hermano.
Aunque nunca hubo necesidad de expresarlo, Sezzern sabía que acababa de adquirir una
deuda de honor, una deuda de vida, de por vida. Ambos se hicieron inseparables a partir
de entonces.
El mundo es un pañuelo
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La medida
Contaba mi abuelo que en la mina donde trabajaba, el encargado del personal
tenía un sistema especial de selección. Solo contrataba a aquellos que daban “la medida”,
decían. Cosa que despertaba misterio. Un día, rechazó a un hombre porque este no daba
la medida. El rechazado argumentó que era fuerte y trabajador, entusiasta y además era
alto, así que no comprendía el rechazo. “No diste la medida”, repetía simplemente el
encargado. Desesperado, el trabajador cuestionó qué medida era esa. Entonces, el
contratador, con enfado, respondió: “A ver, dime, ¿cuánto me diste?”
Efectivamente, el trabajador no había dado «la medida».
El mundo es un pañuelo
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Lena y Cuba
Hay personajes y lugares entrañables en la vida, que pueden no ser significativos
para los demás, pero que alimentan los sentimientos que se llevan en el corazón. Su
corazón estaba lleno de recuerdos que él atesoraba con gran añoranza.
En su infancia, la primera noción que tuvo de Cuba fue a través de un famoso “no
cubano”, cuyo rostro aparecía en múltiples lugares. Hasta su tío Juan, quien era unos
años mayor que él, tenía en su cuarto una imagen del Che Guevara, que se popularizó
por aquella época. No comprendía muy bien porqué, pero lo mismo ocurría con la
bandera británica, que se veía también en todas partes. El tío Juan solía pintarla en la
punta de sus tenis. Él también lo hizo. Eran verdaderos iconos. Hoy se entiende que la
bandera británica era el símbolo de la invasión musical de aquel país en el mundo entero.
Lo del Che no lo comprendía bien. Era argentino, había peleado en Cuba y había muerto
en Bolivia. Era confuso. Y en las fotos usualmente aparecía con un tipo barbado y con
gorra militar: Fidel, de quien se hablaba en las noticias con una mezcla de respeto y
recelo a la vez.
A los nueve años, usaba una boina como la del Che, sólo que de color guinda. Se
la regaló el tío Poncho, quien le puso remaches de metal para decorarla, y una estrella
plateada al frente. Cuando rondaba los doce años, anduvo poniendo propaganda de un
partido socialista con su primo Polito. Ambos pegaban los carteles con engrudo en los
postes de la colonia lo más alto que podían. Solía escuchar al tío Toño en las reuniones
del partido sobre las bondades del socialismo y de cómo algunos países lo adoptaban. Su
infancia y su adolescencia transcurrieron en tiempos de la Guerra Fría y había cierta
paranoia sobre los comunistas y el bloque soviético que, de alguna forma, también
alcanzaba a Cuba. Entonces abundaban las películas de espías, donde los rusos siempre
eran los malos. Y en medio de todo ese revuelo, en América, muy cerca de Estados
Unidos, estaba Cuba, con Fidel al frente, haciendo de su país una isla política, socialista,
renegada, y rodeada por el “imperialismo Yanqui”, como decía el tío Toño.
A pesar de su edad, entendía lo difícil que debía ser tener de enemigos a los
gringos. Y dado que la revolución cubana ocurrió en 1953, significa que, a lo largo de toda
su vida, Cuba siempre estuvo enemistada con Estados Unidos, hasta últimas fechas.
El mundo es un pañuelo
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Nunca creyó que el comunismo fuese la panacea que pintaba el tío Toño. A pesar
de sus avances científicos, tecnológicos y culturales, muchas fuentes hablaban de las
carencias que las personas tenían en los países socialistas, y la idea de ceder la
individualidad en pro de la colectividad nunca le fue atractiva. La gente solía abandonar
los países socialistas, aun dejando a su familia atrás, por una vida en occidente. Así que
adoptó una postura de socialista instintivo, deseando el bien común, pero sin restarle
importancia a la individualidad.
Años después, conoció a Martínez Corbalá, quien fuera embajador de México,
tanto en Cuba como en Chile, y que estuvo en funciones cuando Salvador Allende y el
golpe de Estado del 73, en que Pinochet se hizo del poder. Así que supo de primera mano
cómo la embajada de México dio un apoyo incondicional a chilenos, incluyendo al poeta
Pablo Neruda, durante aquel suceso donde asesinaron al presidente Allende, de
extracción de izquierda. El exembajador le contó también cómo hizo lazos de amistad con
Fidel, y varias anécdotas del presidente cubano desconocidas para el ciudadano común.
Mucho se hablaba de las carencias económicas de Cuba. Y él pudo constatar
personalmente algunos grandes contrastes del país cuando lo visitó. Cuba, además, y a
partir de ese momento, siempre estuvo ligada a una mujer que amó profundamente.
Elena, siberiana, de esbelta figura, rubia, de ojos grises, de voz suave y cálida, y adorable
sentido del humor, gustaba de los escritores del Boom Latinoamericano. Y él, en
contraparte, gustaba de los autores rusos. Así que ambos tenían mucho que contarse.
Pero, ante todo, sentían una fuerte atracción el uno por el otro. Ella no hablaba español, y
él no hablaba ruso. Solo aprendieron algunas palabras, pero ni falta que hacía. El inglés
les ayudaba. Pero más que el idioma, era la química y la física de sus cuerpos, sus
miradas, los besos que intercambiaban constantemente, el roce de pieles, de cabellos, la
humedad de sus cuerpos, la temperatura, la forma de adivinarse el pensamiento, lo que
hacía inútiles las palabras.
Cuando no hacían el amor, dormían un poco, siempre abrazados. A veces se
acordaban de comer, y volvían a hacer el amor con una intensidad que duraba encendida
por mucho tiempo. Jugaban desnudos, se mordían, se peinaban y se despeinaban, se
hacían bromas, y se amaban.
El mundo es un pañuelo
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Después de un tiempo, decidieron salir a la atmósfera, como si hubiesen estado en
su propia burbuja. Caminaron muchas veces de la mano por las calles de la Habana. Se
unían a la gente reunida en la plaza principal en la avenida Del Prado, donde por la noche
ponían una grande y desvencijada pantalla para ver los juegos del campeonato de la liga
de béisbol. Notaron que los cubanos hacían fiesta, tanto si ganaba su equipo como si
perdía. La gente parecía feliz, aunque en la Habana vieja, tan pronto se veían edificios
bellamente restaurados que servían de restaurantes para turistas, como pobres
vecindades desvencijadas, grises, como raídas por el tiempo, con sus habitantes
mirándolos con tristeza desde dentro. Pero estaban juntos. Eran como intocables.
Estaban en aquel mundo olvidado por el tiempo, con un aura que los separaba del resto;
que los hacía únicos.
Él siempre pensó que la miseria cubana era muy diferente a la de México. La gente
es pobre, miserable, pero se percibe sana. En Cuba, en general, ves cuerpos fuertes y
sanos, no flacos o con sobrepeso, como en México. Una noche antes de reunirse con
Lena, caminaba por la calle, cuando un tipo se acercó para ofrecerle una mujer para
servicios sexuales. El sujeto señaló hacia el final de la calle, donde una mujer de
imponente belleza aguardaba a quien quisiera compañía. “50 dólares”, le dijo el hombre.
Él se excusó. “Muy bien, 25 dólares”, insistió el sujeto. Él miraba a la mujer con una
mezcla de tristeza y asombro. Se negó de nuevo, pero el tipo volvió a intentar, “está bien,
deme 15 dólares”. Se marchó de ahí, recordando lo que decía la gente del turismo sexual
que se da en Cuba, y de cómo la necesidad económica hace mella en la dignidad
humana.
Días después, mientras se trasladaba con Lena en taxi, el chofer, que también era
médico titulado, señaló un deteriorado edificio, diciendo que era uno de los mejores
hospitales del mundo. “Ahí es donde atendieron a los niños del accidente nuclear de
Chernóbil”, les dijo. Luego, el taxista los llevó a comprar fruta para Lena, pero el vendedor
tenía solo tres miserables naranjas, casi podridas. En el centro, las tiendas de ropa
exhibían en sus solitarios aparadores apenas un par de zapatos y algún sencillo vestido,
lo cual le parecía totalmente surrealista. A los lugares donde se detenían a cenar, solían
llegar grupos de músicos y cantantes estupendos, que interpretaban canciones a cambio
El mundo es un pañuelo
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de la propina que pudieras darles. Cualquiera de ellos habría sido un éxito en México,
pero ahí en Cuba debían ir de lugar en lugar, buscando su precario sustento.
Caminaron por la Plaza de la Revolución, con su Monumento a José Martí. Frente
a ella, en el Ministerio del Interior, vieron en relieve escultórico la imagen del Che
Guevara, que recordaba de su infancia. En letra cursiva rezaba la frase “Hasta la victoria
siempre”. En esa plaza, Fidel solía encabezar año con año la conmemoración del primero
de mayo, que ya estaba próxima. Así que había posibilidad de ver a Fidel.
Es curioso pensar en Fidel y en el Che Guevara. Ambos poderosos iconos, pero
mientras uno se inmortalizó tras su muerte, el otro se perpetuó en el poder tras la
Revolución, como si fuese un tirano. Y, sin embargo, de alguna manera siguen unidos.
En breve plática, un cubano les contó que, en las elecciones, se reunían los
representantes ciudadanos para votar por los candidatos postulados a un puesto público,
levantando la mano para expresar su voto de manera pública. De esta forma, el candidato
oficialista siempre salía elegido, pues nadie osaba estar en contra. De cualquier manera,
casi solo se postulaba el candidato oficialista. A Lena, todo aquello le recordaba los años
de carencias vividos en la ex Unión Soviética, la rigidez de la política, la vida en su ciudad
natal, Ekaterinburgo, con las interminables filas para conseguir comida en los centros de
abasto. “Llegaba a ser hasta romántico”, decía, “por el tiempo que pasábamos formados
esperando en la línea, uno podía incluso enamorarse de alguien…”
Él siempre pensó que, fuera de lo que representaba la inoperancia del comunismo
en los países del ex bloque soviético, o de la pobreza generada por la desigualdad en los
países capitalistas, la gente continúa viviendo lo mejor que puede, intentando ser feliz con
lo mucho o poco que tiene. Las pequeñas alegrías no aligeran las pesadas cargas, pero
se aprovechan los momentos, como imaginaba que ocurría a la gente en Cuba también.
Algunos señalan que la población cubana es una de las más felices en el mundo. Y podría
decirse que es gente de naturaleza alegre. Pero no creía en eso. La falta de libertades
individuales era notoria y desalentadora. Habría dicho que se ansía, se anhela la libertad.
Y aunque la jaula fuese de oro, pensaba que el espíritu humano buscará, tarde o
temprano, liberarse de las ataduras, y de las paredes que lo limitan. Solo la gente que no
El mundo es un pañuelo
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ha vivido en un país socialista, anhela vivir a hí. Los que han salido de esos países, no
piensan regresar a eso.
En las calles, la vista de los autos antiguos circulando, algunos bellamente
conservados, contrastaba con los autos compactos que llegaron en las épocas de la
presencia rusa en la isla, que no son nada atractivos. Pero, sobre todo, contrastaban los
Mercedes Benz y los BMW de modelo reciente que escasamente se ven en el tráfico.
“Seguramente de algún político o un alto funcionario…”, diría el taxista al referirse a ellos.
Se fueron a Varadero en autobús. La carretera no era nada concurrida. En el
trayecto, la canción “Hasta siempre comandante”, pareció electrizar el ambiente en el
autobús lleno de turistas, y algunos la cantaron. Lena, quien no entendía aquello,
preguntó de qué se trataba. “Che Guevara”, le dijo. Sus estrofas, “Y con Fidel te decimos:
¡hasta siempre, comandante!”, le daban una idea de la presencia de Castro, ligada al Che
de origen, pero también como el máximo representante del Estado Cubano; “aquel que
todo lo ve, y que no perdonaría ser omitido en la canción”, pensó él.
En Varadero, las aguas más paradisiacas parecían teñir de un claro azul el mar,
limpio y transparente. No era muy afecto a nadar en el mar, pero ahí fue inevitable.
Aunque prefería andar los caminos de la gente del lugar. Así que él y Lena fueron y
vinieron en motocicleta por el pueblo, lejos del hospedaje, en total libertad y tranquilidad.
Una tarde, incluso, tomaron carretera en motocicleta, bordeando la playa, ante el más
bello atardecer que habían visto alguna vez. Con Lena asida a su cintura, y mirando hacia
el horizonte, imaginó que detrás de aquella lejana vista seguramente estaba el resto del
mundo. “¡Cómo a alguien podría ocurrírsele no amar a Cuba!” Se dijo a sí mismo.
Llevó a Lena al aeropuerto para tomar el avión de Aeroflot que la llevaría de
regreso a Rusia. Les dijeron que Fidel, por primera vez, no estaría en la celebración del
Día del Trabajo. Era una señal inequívoca de que la salud del viejo lobo de la política
internacional comenzaba a mermar. Se despidieron. Lena pasó por la revisión de aduana
acostumbrada y él la vio cruzar el portal hacia la sala de abordaje. No podía dejar de ver
sus hermosos ojos grises mirándole desde la distancia, enmarcados por sus finos rasgos
y su rubia cabellera, mientras la puerta se iba cerrando, hasta que ya no pudo verla más.
Su chica rusa se había ido de Cuba. Al día siguiente, tomó el avión de vuelta a México. No
El mundo es un pañuelo
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tenía caso quedarse a la conmemoración si el presidente Castro no iba a presentarse.
Pero, sobre todo, nada más tenía importancia si Lena ya no estaba. Con nostalgia, vio por
la ventanilla como la hermosa Cuba iba quedando atrás, hasta que ya todo fue mar y
cielo. Entonces supo que una parte importante de él se habría de quedar ahí.
Por azares del destino, nunca más volvió a ver a Lena. La vida nos lleva por
rumbos que a veces no queremos tomar, pensaba.
Nunca fue partidario de los mandatarios que se eternizan en el poder, pero el caso
de Cuba es seguramente especial. Sentía conflicto al pensar en ello. Una nación vetada
económicamente por el país más poderoso del mundo, requería de un líder fuerte, sin
duda. ¿Qué habría sido de la isla si al gobierno emanado de la revolución se le hubiera
reconocido como tal en su momento, y dejado ser, sin tal presión? No le gustó la miseria
que vio, pero tampoco intentó hacer reflexión sobre el líder o sobre su política. Cuba
significaba otra cosa para él. Lena había hecho más hermosa a la de por sí bella Cuba, a
pesar de sus grandes contrastes.
Hoy en día, que ha pasado el tiempo, se sienta en una banca en el parque, y mira
hacia atrás el ayer. Ya la madurez le ha alcanzado. La juventud se ha ido. Ya sus canas
pintan de plateado sus sienes, su bigote y su barba. Cuba y casi cualquier cosa le trae
memorias de aquella mujer que amó. Cualquier motivo abre el baúl de sus recuerdos, y le
sirve de pretexto para revivir momentos que siempre habrá de llevar consigo. Le dijo adiós
a Cuba, y le dijo adiós a Lena.
¡Hasta siempre, Cuba! ¡Hasta siempre, amada Lena!
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El esposo avaro
Un matrimonio deseaba un retrato grande al óleo para la esposa. Sabiendo que a
lápiz sería más barato, el marido insistió en esa técnica, pero en grande. Como pintor, le
expliqué por qué no era posible, pero entre más explicaba, más insistía el otro. Concluí
que solo haría el retrato según mi propuesta. Entonces, el marido salió azotando la
puerta, ante la triste mirada de la esposa.
Tiempo después, regresaron. Esta vez, ella pidió un retrato grande al óleo, pero de
su madre recién fallecida. El esposo no pudo negarse. Ahora cuelga en su casa un
carísimo retrato de su suegra.
El mundo es un pañuelo
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Mi pequeña compañera de baile
Una vez conocí a una mujer, y aunque no llegué a saber mucho sobre ella, pude
develar un poco de su dulce pasión.
Yo ayudaba a preparar y a servir las bebidas y platillos de comida para los
presentes en cada reunión. Iba y venía de mesa en mesa, en donde se veía que
predominaban grupos de hombres o de mujeres, separados tal vez por timidez. Sin
embargo, yo percibía el brillo de la juventud de sus corazones reflejado en los ojos de
cada uno de ellos.
Después de comer, la música resonaba en las cuatro paredes. A nadie parecía
molestarle el volumen alto que se escuchaba. Entonces, afloraban las sonrisas y el baile
empezaba. Cada quien buscaba su pareja.
Yo la invite a bailar, justo a ella. Ana Laura era pequeña, y de cabello castaño claro.
Vestía una falda oscura, una blusa floreada y zapatillas de tacón bajo, todo elegido para la
ocasión. Hablamos mientras bailábamos. Me contó que conoció a un joven que la visitaba
en su casa. Seguido le llevaba flores. “Era un artista, un romántico y me quería mucho”,
me dijo. Ella era muy joven en aquel entonces y estaba muy enamorada.
Me contó como un día, él se presentó a hablar con sus padres para pedirla en
matrimonio. Ella casi estallaba de alegría mientras esperaba el resultado de aquella
plática. Luego de un momento, el pretendiente salió intempestivamente de su casa, casi
sin despedirse. Se le había dicho que Ana Laura no podía casarse antes que sus dos
hermanas mayores, que, dicho sea de paso, no eran bellas como ella, la más pequeña.
Ana Laura lloró desconsolada por mucho tiempo. De su enamorado no volvió a saber
jamás.
Yo me sentía conmovido por su relato, y sólo esperaba que mi compañía sirviera
un poco para distraerla de aquellos recuerdos. Seguimos bailando, y me platicó cómo
tiempo después conoció a otro hombre, justamente en un salón de baile. A ella le gustaba
bailar, y como siempre se veía tan bella usando aquellos amplios vestidos, sus celosos
hermanos estaban continuamente vigilantes de los muchachos que se le acercaban.
Esa noche, recordaba, tocaba en el salón una orquesta foránea con varios
integrantes. Uno de ellos de pronto bajó del escenario y la invitó a bailar. Ella cuenta con
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emoción como el osado joven pidió a la orquesta tocar una pieza en especial que cantó
mientras bailaban. Ana Laura sintió renacer una esperanza que creía perdida. Sin
embargo, sus hermanos, empeñados en cumplir la determinación de sus padres, se
encargaron de dejar en claro que aquello no podría ir más allá.
Días después, la orquesta se fue de la ciudad, y el músico no regresó jamás. La
vida de Ana Laura siguió su curso, sus hermanas nunca se casaron, y ella nunca conoció
tan anhelada dicha.
A mitad del baile, solíamos entregar regalos a quienes cumplían años ese mes. Me
divertía mucho viendo las reacciones de los festejados. Luego de aquello, la música se
oía de nuevo y todos regresaban a bailar. Era increíble el derroche de energía de los
asistentes. Yo regresé al lugar para la fiesta del mes en dos ocasiones más. Volví a bailar
con ella, mi pequeña y frágil compañera de baile.
El siguiente mes, que era septiembre, sería su cumpleaños, según lo dijo ella
misma. Llegado septiembre, me preparé como era usual, para celebrar la fiesta mensual.
Llevaba todo lo que me tocaba en aquella ocasión, más un par de regalos y un pequeño
ramo de flores para la cumpleañera especial. Llegué y observé que todo estaba como de
costumbre. Nada extraordinario. Todo estaba preparado para ser una fiesta grandiosa y
alegre como las anteriores. Comenzamos repartiendo la comida en cada mesa y
disponiendo todo lo demás para el festejo. Pero Ana Laura no estaba presente. Pensé
que estaría en alguna otra habitación del edificio, así que tomé las flores y pregunté
donde se encontraría, para llevárselas.
"Ana Laura murió hace una semana", me dijo la encargada del asilo de ancianos.
Estaba por cumplir los 78 años.
Me quedé inmóvil. La encargada tomó las flores de mis manos y se alejó con ellas
mientras yo la observaba. Las depositó en la capilla del asilo. Quizá en un lugar como
aquel, la muerte es una cosa más común. Pero no es fácil acostumbrarse a ella.
Aún ahora, guardo el recuerdo de mi compañera de baile. Ana Laura.
Descanse en paz.
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El mundo es un pañuelo
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Teresa
Abría la puerta de mi casa y podía ver su puerta abrirse al mismo tiempo, en la
acera de enfrente. Teresa salía del porche y me esperaba bajo el árbol de moras. Yo
cruzaba la calle, animado por la alegre inocencia de sus ojos. Ambos tomábamos moras
caídas del árbol y con ellas hacíamos figuras en la banqueta. Después nos reprenderían
por eso. ¡Pero que importaba! ¡Éramos niños! ¡Y éramos felices!
Desde que Teresa se convirtió en recuerdo, nunca volvió a pisar la realidad.
Toda mi vida esperé por ella y jamás regresó.
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Te espero, padre
Yo estaba ahí, en esa austera habitación. Solo; sentado y esperando dentro de
aquel gran edificio, en el que todo estaba tan calmado. Unas horas antes había estado
atestado de gente, pero a esas horas de la madrugada ya no había movimiento; si acaso
algún sonido distante de vez en cuando. Yo estaba atento y esperaba. Y en aquella
espera, comencé a reflexionar.
Seguramente cuatro décadas atrás, mi padre habría esperado también en una sala
como aquella, llena de sillas vacías. Igual, de madrugada. Lo imaginé en momentos
sentado, en otros caminando lentamente en círculos, o simplemente mirando las paredes.
Mi padre habría salido a fumar de vez en cuando.
Yo no fumo. Así que, a diferencia de lo que habría hecho mi padre, yo solo salía por
momentos a tomar aire. Pero, aunque en distintos tiempos y en distintos lugares, ambos
habríamos esperado en solitario silencio; solo sintiendo el paso del tiempo, sin poder
hacer más: solo esperar.
Un año antes de nacer yo, mis padres habían perdido a su primogénita, quien nació
con un soplo en el corazón. Por eso, en esa nueva espera, mi padre debió estar nervioso,
soportando el paso del tiempo con tensa ansiedad. Por la mañana muy temprano, nacería
yo, su segundo hijo. Y aunque nací con severa falta de calcio, sobreviví, superándose así
el temor a una segunda muerte en la familia.
La puerta se abrió y vi al doctor entrar a la sala de espera. –Venga a despedirse de
su padre, –me dijo. –No hay tiempo.
Entré a verlo a la sala de terapia intensiva. Hacía dos días que había perdido el
conocimiento. Sus signos vitales eran ya muy débiles, y apenas reconocía aquel inerte
padre mío, antes tan lleno de vitalidad. Hablé con él, aunque ya no me escuchara, como
quizá él lo habría hecho conmigo al nacer. Y me despedí.
Regresé a la sala de espera, sabiendo que el desenlace sería fatal. Me senté de
nuevo a esperar, porque yo sabía que décadas antes, mi padre había esperado por mí,
sin importar la hora, el cansancio, o el lugar. Así que yo esperé, como antes él lo había
hecho. Sólo que esta sería una espera distinta.
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Mi padre esperó por mí toda una madrugada, cuando llegué a este mundo. Y yo
también mantuve la espera, aquel día en que murió.
Así sucede en esta nuestra experiencia humana, que en ocasiones esperamos
para recibir la vida. Y en otras, debemos hacerlo para despedirla.
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La lección del maestro
En una ocasión, departía en una amistosa y agradable reunión con compañeros
poetas, entre los que se encontraba mi entrañable amigo, el Maestro, de quien guardo
especial afecto y admiración, tanto por su maestría poética, como por su excelente
calidad humana. Nuestra mesa nos hacía disfrutar de una bella tarde a la orilla del mar,
bajo la sombra de palmeras y palapas, entre ricas viandas y refrigerios, y una suave brisa
que enmarcaba con minúsculas gotas nuestra tertulia tropical. Como es natural en estas
reuniones, hablamos poco de poesía, pero hubo momentos de afortunada expresividad en
que algunos talentosos compañeros nos deleitaron, junto a los demás comensales, con
canciones y poemas. También disfrutamos de música y bailables autóctonos, con
bailarinas de todas las edades y estilos. La tarde resultaba embriagadoramente
encantadora, cuando en cierto momento, observé que el Maestro se levantaba de su
asiento. Respetuosamente, me atreví a preguntar si algo se le ofrecía, a lo que él contestó
con toda serenidad, -No te preocupes, me ha llegado la inspiración.
Yo sé, como todo aquel que pretenda ser poeta sabe, que la visita de la inspiración
demanda atención y esmero de parte de quien espera arrancar una flor de sus jardines,
aunque ella insista en presentarse a la hora y lugares más diversos y, frecuentemente,
menos apropiados. Por ello, el artista que reciba ese regalo podrá, seguramente, sentirse
afortunado, aunque sólo sea hasta que la ausencia de esa dama cale en los huesos
nuevamente.
Miré al Maestro mientras se alejaba de la mesa, con el andar pausado y sin prisas
que sólo tienen esos venerables personajes que uno admira deveras. Su mirada al frente,
quizá ya viajaba más allá del horizonte, más allá de la inmensidad del mar, más allá de
soles distantes; y él, se dejaría llevar con sumisa voluntad por las alas de la inspiración
cuasi divina, inmaterial, mística y etérea, intuía yo, mientras me preguntaba si alguna vez
podría tener una pizca de la maestría de aquel hombre.
Así iba mi imaginación hilvanando sus pasos, cuando la conversación de nuestro
grupo de amigos reclamó de nuevo mi atención. No estoy seguro del tiempo transcurrido,
para cuando vi regresar, poco a poco desde la playa, la silueta inequívoca del Maestro,
abriendo efímeras huellas en esa arena que insiste, como siempre, en desmoronarse tras
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cada pisada. Y él, tan digno, con los años de artificio poético agolpándose en su mente,
se preparaba en silencio para hacer posible el milagro de la creación, de esa belleza de
aparente sencillez en su concepción, de la que uno como discípulo desconoce sus
misterios. Avanzó pues, el Maestro hasta su silla y yo procuré no mostrar la interrogante
que hervía en la cazuela de mi cerebro, y que burbujea siempre que insiste en descubrir
la receta secreta de los buenos chefs de las letras. Con curiosidad, finalmente pregunté,
-Maestro, ¿qué mágico poema le dictó hoy la inspiración? -A lo que contestó, sin
perder la ecuánime serenidad que lo distingue. -Muchacho, ¿acaso no viste la imponente
rubia que estaba en la playa?
Del Maestro aprendí que uno siempre debe mirar más allá de la poesía misma, y que, por
alguna razón que desconocemos, los maestros siempre serán sorprendentes.
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Jardines tras la ventana
Yo solía ir a la biblioteca pública frecuentemente. Ahí conocí a personas que
también asistían asiduamente. Aparte de los lectores empedernidos, estaban los
investigadores, los que acudían a hacer su tarea regularmente, los grupos de muchachos
de secundaria o de prepa, los universitarios, los que solo iban a jugar ajedrez, y era
relativamente fácil distinguir a unos de otros.
Solo hubo un personaje que nunca supe como encajaba. No había clasificación
para ella. Era notoriamente diferente. Se paraba a la entrada de la sala de lectura, y
miraba al ventanal, hacia los jardines. Mientras estaba ahí, yo continuaba en mi lectura,
pero de vez en cuando miraba mi entorno, como para ver cuánto había cambiado este. A
veces ella seguía ahí, y a veces, simplemente ya no estaba.
Los días pasaban cual desfile. La gente iba y venía, sin la menor relevancia. Y en
el momento menos esperado, ella volvía a aparecer. Entonces, se paraba ahí, a la
entrada, y miraba el ventanal. Siempre llevaba puesto un sombrero y un saco. El mismo
sombrero y el mismo saco. El sombrero se veía viejo, y tenía algunas flores de tela a un
lado, como aplastadas, descoloridas, como empolvadas. El saco se veía raído, deslucido.
Siempre la vi con vestido, pero este nunca tenía mejor aspecto que el saco o el sombrero.
Su calzado eran botines de trabajo; ásperos. No habría podido decir su edad. Aunque ella
era delgada, su rostro tenía las cicatrices propias del acné de juventud, que dan un
aspecto irregular al cutis, como si estuviera arrugado. Sus ojos eran dos pequeños y
lejanos luceros, casi infantiles. Sus rasgos eran finos, aunque quizá no estaban bien
acomodados.
Ella era fea, sí. Pero en su fealdad era muy hermosa.
Sé que esto suena contradictorio, pero era lo que yo percibía. No había nada en su
anatomía que yo pudiera considerar hermoso, pero en su conjunto, en su figura, toda ella
lo era. Había cierta gracia en usar aquellos viejos atuendos, una sutil dignidad de portar lo
que quizá fueran sus mejores ropas. Quizá se vestía así, especialmente para ir a la sala
de lectura. Imaginaba que era como un viajero del tiempo, extraviado. Como si un par de
siglos hubiesen pasado sobre ella. Bien podría haber sido un personaje extraído de algún
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libro o de una obra de teatro. Quizá era su forma de decir que era especial. Jamás la vi
acompañada.
¿Qué historias habrán llenado la vida de aquella mujer? ¿Qué pasaba por su
mente al ver los jardines? Nunca lo supe, ni me atreví a preguntar.
Ella era tan fea y tan hermosa a la vez, y yo me sentía incapaz de romper aquel
frágil equilibrio. Daba alegría y tristeza verla. La veía frágil, como se ve a un copo de
nieve, con temor a que se derrita; como a un diente de león a punto de ser llevado por el
viento. Yo la veía como quien ve a un pajarillo que tímidamente se acerca, pero que está
presto a volar al menor movimiento en falso.
Por eso yo solo la miraba. La dejaba ser. Llegaba. Se paraba a la entrada de la
sala de lectura. Y miraba los jardines, a través de la ventana.
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El Quijote
Hace unos años, una de mis alumnas de pintura me dijo que un amigo estaba
interesado en que le pintara un cuadro, así que le pedí que lo invitara al estudio. Quería
un Quijote.
El tema del Quijote nunca me agradó. Es demasiado recurrente. Todo mundo lo
pinta. Seguramente todos los abogados tienen uno en sus oficinas. Es incluso usual que
varios tengan un Quijote pintado por un mismo pintor, especializado en quijotes, cosa que
me es sumamente desagradable.
Yo no podría pintar un Quijote así, caricaturesco, de esos que provocan cierta
ternura por la locura del personaje, escuálido, pintoresco y de ojos bonachones. No podría
pintar un Quijote icónico, cuya imagen gastada no parezca tener carácter alguno;
despersonalizado, atemporal e ingrávido. Tendría que pintarlo como a alguien a quien
conociera, cuyas luchas fueran verdaderas, cuyo cansancio todos pudiéramos identificar
reflejado en sus ojos.
Cuando el interesado, precisamente un abogado, me dijo que quería que el rostro
del Quijote reflejara un hastío por el sistema de justicia, me alegré de que su enfoque
coincidiera con el mío.
Por primera vez acepté pintar un quijote. El hombre pagó el anticipo, y quedé en
avisarle cuando estuviera listo su encargo. Lo pinté. Mi Quijote en verdad estaba cansado,
fastidiado de este sistema de justicia que beneficia a los poderosos, al mejor postor, o al
más influyente, y pocas veces a las causas justas y nobles. Mi Quijote estaba harto de
este sistema corrompido; su rostro es sombrío, abatido, y su cabello está lleno de canas.
Es un Quijote completamente patético. Seguramente ningún abogado querría un Quijote
como el mío en su oficina, excepto mi nuevo cliente.
Al terminar la pintura notifiqué al cliente, quien me depositó el pago. Así que esperé
a que pasara por el cuadro. Pero nunca lo hizo, y nunca lo vio siquiera. El hombre solo fue
al estudio el día en que hizo el encargo, y nunca regresó. Había dicho que tenía planes de
irse a Chile a trabajar en una empresa minera, así que supuse que eso habría pasado. El
Quijote permaneció colgado en el estudio, esperando.
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Pasados cinco años, leí una noticia de que aquel hombre acababa de morir en un
accidente en la ciudad. Un mes después, una mujer llamó del mismo número de teléfono
del hombre, preguntando si era yo el maestro de pintura, y dijo que quería venir al estudio.
Así que la invité a venir. Pero nunca vino. Lleno de curiosidad, volví a marcarle, pero el
teléfono ya había sido deshabilitado. Así pasaron dos años más. Pero nadie se presentó a
reclamar la pintura.
Un buen día, mi agente llamó invitándome a una subasta a beneficio de una
organización, que realiza cirugías oculares para personas de bajos recursos. Yo pinto muy
poco y no suelo poner mis cuadros en venta, así que me pareció buena idea ofrecerle el
Quijote que nadie había reclamado.
La pintura fue incluida en el catálogo de la subasta. No estuvo en la exposición,
porque esta fue en otra ciudad. Pero se vendió de inmediato. Y la envié.
Ya pasó año y medio de eso. Y recientemente, me contactó una persona cercana al
comprador. Me dijo que el señor era alguien que ayudaba a la asociación que hizo la
subasta, pues él había perdido la vista años atrás, y que por eso había aportado a la
noble causa.
Entonces, ¿el dueño de la pintura nunca la ha visto? Pregunté.
“No, nunca la ha visto. Solo se la hemos descrito.” Dijo el hombre.
Vaya que es curioso, que ninguno de los dueños del Quijote que pinté lo ha visto, ni
podrá verlo jamás.
Lo único que ambos supieron de mi pintura, es que es un Quijote cuyo rostro
aparece fastidiado por la descomposición actual del sistema judicial.
Vaya que hasta el mismo Don Quijote continuará librando su eterna y quijotesca
batalla propia. Y yo no dejo de preguntarme si el siguiente dueño de la pintura, si es que
sucede, podrá realmente verla.
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El concurso
De niño, tuve mi primer encuentro con la relatividad. En la escuela, pusieron un
examen para elegir al representante para un concurso de matemáticas en que
preguntaban: «¿Te lavas los dientes antes o después de comer?»
Cuando el maestro vio mi baja calificación, preguntó por qué había errado tanto.
Respondí que su examen estaba equivocado. “Cuando se hacen ese tipo de preguntas,
debe especificarse el instante en el tiempo.” La pregunta debía ser: ¿Te lavas los dientes
inmediatamente antes de comer o inmediatamente después de comer? En caso contrario,
el examen estaba mal planteado.
Me eligieron para el concurso.
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Los Garadables
Para algunos, esa podría haber sido una noche como cualquier otra. Pero no para
los Garadables. En especial aquella, cuando la Luna llena se alzaba en el cenit, y los
aullidos de hombres y mujeres lobo se escuchaban por doquier.
A lo lejos, el Búho, Guardián del Libro de la Insolitud, buscaba las cosas insólitas
que sucedían para dejarlas grabadas en sus páginas.
Fue entonces que se escuchó un aleteo. Por un momento, una sombra iba y venía
erráticamente por el cielo lleno de luna, hasta que esa figura alada se detuvo, quedando
colgada de una rama entre las sombras, bocabajo. Desde la profundidad de la noche, los
ojos de otra criatura la miraban con sigilo, sin perderle de vista. Ya se preparaban sus
fauces para abrirse, ya comenzaban a flexionarse sus patas para lanzarse sobre el
quiróptero cuando, justo en ese momento, algo insólito sucedió.
El abuelo le contaba a su nieto cómo en su infancia, vagando perdido por una
vereda una noche de luna llena, vio algo insólito que no había podido olvidar. Tras un
breve resplandor, una criatura del bosque se había transformado en hombre, justo ante su
mirada. Escondido tras la maleza, vio cómo las patas de la criatura se transformaban en
piernas, sus fauces en una boca humana, sus largas orejas disminuían y el pelo se
retraía, absorbido por la piel, hasta quedar esta totalmente descubierta.
El niño, que escuchaba el relato con los ojos desorbitados, exclamó: “¡Abuelo, eso
puede ser sorprendente, pero no es agradable!”
“Ellos no son agradables, pequeño mío,” respondió el abuelo. “Por eso la gente los
llama: los Garadables”.
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Me engañaron
“Me engañaron”, murmuró para sí el delgado personaje, mientras se metía los
calcetines. Esta vez no había revisado si estaban vueltos “al revés”, o al derecho. Le
molestaba encontrar los calcetines con las costuras hacia afuera. Le molestaba que las
cosas no guardaran el debido orden. Pero esta vez no reparó en ello; simplemente se los
puso. Su mirada apuntaba hacia un lugar lejano, fuera de aquella habitación. Continuó
vistiéndose mientras su esposa lo observaba discretamente, casi de reojo. Ya tenía días
que el hombre pensaba en voz alta, meditativo, y de su boca salían cada vez más
frecuentemente las mismas palabras: me engañaron.
Para quienes estaban a su alrededor, era evidente que algo abstraía su mente. No
era para menos, dado los últimos acontecimientos que se habían sucedido en el país.
Pero el hombre parecía casi extraviado, escudriñando en extraños recuerdos, como si
intentara descifrar un rompecabezas cuya clave le fuera esquiva. Rompecabezas, eso era
algo que sabía hacer muy bien. En su infancia armó algunos. Muchos. Y más adelante
continuó armándolos, aunque estos fueran de distinta índole. Desde muy joven sufrió
carencias y privaciones, pero su refinada inteligencia supo reconocer cada una de las
piezas del rompecabezas de la realidad que iba viviendo, para acomodarlas después con
sumo cuidado y de la manera precisa, para que la vida fuera menos severa con él y con
su familia. Y así fue. Hubo ocasiones en que inclusive se sintió afortunado. Pero la fortuna
poco o nada tenía que ver. Él se había hecho a sí mismo con esfuerzo, con trabajo y con
inteligencia. De su infancia recordaba cómo su familia fue echada, literalmente a la calle,
por no poder pagar la renta. Ante tal humillación se dijo a sí mismo, “no volverá a
suceder”, y se lo repitió miles de veces. Y de nuevo, así fue.
Ahora, dos palabras eran la constante en su mente; dos palabras que parecían tan
simples e inofensivas pero que, en su investidura, habrían de ser imperdonables. “Me
engañaron”, era lo que oía en su mente como repicar de campanas. Antes, el tañer de las
campanas le recordaba la tranquilidad que reflejaba la vida sencilla e inocente de un
pueblo que buscaba la paz al cobijo del todopoderoso. Pero últimamente, el sonido que
provenía de la Catedral Metropolitana ya no era de ese tipo de campanas, sino de unas
que le recordaban a una multitud que lo insultaba, desafiante e insolente.
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Se calzó los zapatos. Eran pulcros, y aunque no eran extravagantemente caros,
eran finos y siempre parecían estar perfectamente limpios. No le gustaba que no fuera
así. Desde joven, sin más lujo que su propio talento, procuraba vestir siempre impecable,
dentro de sus posibilidades. Esbelto, aliñado y bien peinado, procuraba que la pobreza no
se le notara. Y lo lograba. Pero había algo que jamás pudo esconder, y que llevaba a
cuestas, literalmente sobre sus hombros: su feo rostro. Ya su madre había exclamado
frente a él cuando era chico, “¡Por qué tengo un hijo tan feo!”. Y mientras tuvo uso de
razón, esas palabras resonaron en su mente, intentando taladrar su autoestima.
Pero él era fuerte, ¡y más que nadie! De eso estaba enteramente convencido. La
pobreza, las humillaciones familiares y su fealdad eran cosas que él habría de superar a
toda costa y estaba dispuesto a conseguirlo. Se puso la camisa, perfectamente
planchada, e hizo pasar por las hojillas todos los botones, uno a uno. Se fajó el resto de la
camisa dentro de los pantalones que ya traía puestos. “Bien fajado”, como debe ser, se
había repetido innumerables veces antes de ir a la escuela cuando era niño, así como
cuando iba a la universidad. Un hombre bien fajado, como concepto, sería para él un
recurso muy valioso, pues así combatía la imagen de pobreza que se había propuesto
evitar. Esto también, pensaba él, quizá haría algún efecto en el concepto que su madre
tenía respecto a su fealdad. “Al menos mi hijo es bien fajado”, tal vez pensaría ella.
Aunque él nunca la escuchó decirlo. Pero, y sobre todo, ser un hombre bien fajado en el
México de su juventud, significaba mucho más. Tanto talento como talante tenían que ir
de la mano; astucia, valentía, osadía, buen juicio y la inteligencia que lo caracterizaban,
eran definitivamente elementos necesarios para ser un hombre bien fajado.
Eso le recordó que, por aquellos años en que escalaba los primeros peldaños de su
carrera, le habían nombrado juez de barandilla, con todo lo que ello implicaba. Nunca le
tembló la mano, pues su agudeza mental y el conocimiento que de las leyes tenía, lo
hacían preciso y justo. Además, era un hombre honesto y trabajador que pronto llamó la
atención, lo que le ganó simpatías de políticos que luego le ayudaron a ascender en su
carrera. Aun así, recordaba muy bien algo que le sucedió en una ocasión, ya siendo
servidor público de mediano nivel en el Gobierno del Estado. Al salir del cine con su
esposa, se percató de que alguien lo seguía. La pareja se encaminó a su casa, y dejando
a su mujer a salvo, tomó una pistola y salió a la calle, consiguiendo tomar por sorpresa a
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su perseguidor. Luego de obligarlo a identificarse, se enteró que era un empleado de
gobierno. Al día siguiente, atravesó la puerta del despacho del señor Gobernador y dejó
caer en su escritorio la identificación del fallido espía, al tiempo que le hacía saber que
con él no se podía jugar de esa manera. Seguramente, el gobernador quedó impactado.
Sí, definitivamente, él era un hombre bien fajado; sólo que antes esto no le había
incomodado. Pero últimamente, se había estado preguntando si ser bien fajado le había
causado problemas. Muchas eran las interrogantes de los últimos tiempos, pero la que
más le molestaba era si había sido demasiado bien fajado; si se habría excedido. ¿No
había demostrado ya que era honesto y trabajador? ¿No había traído al pueblo, al que se
debía, bienestar y desarrollo? Sabía que no había acabado con la pobreza. Pero, ¿quién
lo había hecho? “Nadie”, se repetía, “en ninguna parte del mundo, en ningún momento
histórico, ha sido capaz de hacerlo”. Pero él, con un austero programa económico y una
gran responsabilidad en el manejo de los recursos, había logrado “el milagro mexicano”,
tan celebrado en varias partes del mundo. Él había logrado alcanzar un producto interno
bruto del 6 por ciento, mayor al de Estados Unidos. Él, con una auténtica visión de trabajo
y de servicio, había mandado construir nada menos que 120 presas por todo el país. No
había en la historia otro ejemplo de gobierno con tal bonanza económica, desde el de
Porfirio Díaz. “El tristemente célebre, General Díaz”, pensó. Un hombre muy bien fajado,
definitivamente, quien fuera héroe nacional y trajera a México un desarrollo sin
precedentes. Tan sólo el ferrocarril habría sido suficiente proeza. Pero a la par de esa
aparente bonanza, había sido un dictador y permitido el hambre y la pobreza de los
humildes y los desprotegidos. Y lo más importante, había permitido la ilegalidad. Ya no
eran los tiempos de Don Porfirio; la modernidad había llegado, había constitución y leyes,
y derechos humanos, y la intención de abatir la pobreza.
Ahora era su momento, él era un hombre bien fajado y como tal, había decidido
llevar a México a niveles nunca antes alcanzados. La revolución había pasado como un
huracán sobre el país hacía medio siglo; eran tiempos de construir, no de pelear. Pero
cierta casualidad le molestaba. Compartía con el bien fajado Don Porfirio el mismo
apellido. ¿Habría otro tristemente célebre presidente Díaz en la historia?
“Tu corbata”, dijo su esposa con voz suave, haciéndolo salir de sus pensamientos.
Era una corbata verde olivo de seda, muy fina, como le gustaban. Quizá por su
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investidura, quizá por su consabida fealdad, nunca se permitía no estar a la línea. Había
decidido ser un hombre elegante. El verde de la corbata era perfecto para la ocasión. Era
un color patrio y le gustaba lo que significaba: independencia y esperanza; dos cosas que
se había esforzado en preservar como individuo, durante toda su vida. Ante el espejo, vio
como el verde de la corbata contrastaba con el fondo blanco de su camisa. El blanco, en
la bandera, significa unidad. Y unidad es lo que había buscado en su mandato. Pero los
demás parecían no entenderlo. La pulcra camisa no sólo contrastaba con su corbata, sino
con la falta de unidad que había sentido los últimos meses, en todas partes. ¿Acaso el
pueblo no veía cuanto cuidado había dedicado a su responsabilidad? ¿Por qué ahora
parecía darle la espalda? Si no fuera por esos mocosos necios, hippies greñudos,
comunistas irresponsables y holgazanes, el pueblo reconocería su valor como el
mandatario que era. La estabilidad de un país no responde al capricho de la moda. ¡El
mundo acabará desquiciado!
Se puso su saco para completar el elegante traje negro que llevaría. “Negro como
los tiempos actuales”, pensó para sí, e intentó consolarse, convencido de que había
salvado a su país. Enfiló hacia la salida, dispuesto a seguir ejerciendo la encomienda para
la que había sido elegido. Al salir, miró la bandera tricolor ondeando a media asta, con los
colores patrios sacudidos por el
viento; el escudo nacional en medio,
sobre la franja blanca, flanqueado
por una franja verde a la izquierda
(como su corbata), y una franja roja,
símbolo de la sangre derramada por
los revolucionarios de la
independencia. En ese momento
miró sus manos, temiendo verlas
manchadas de rojo. “Me
engañaron”, pensó de nuevo, justo
antes de subir al auto que lo llevaría
a inaugurar los Juegos Olímpicos de
México 68.
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El intelectual
Mis ojos humedecen al recordar. Están ya cansados, y nunca fueron precisamente
muy emotivos como para llorar, ni fui hombre que se doblegara por eventos duros. Pero
hay cosas que duelen desde muy adentro y no cesan de doler tan fácilmente. Y si uno no
las saca, terminan por roer las entrañas, como ratas hambrientas. Hoy siento que las
fuerzas se me van antes de tiempo. Así que, intentaré finalmente ser sincero conmigo
mismo y no mentirme. Esta historia no es para el resto del mundo; no la necesita. No es
para mis correligionarios, ni para mis simpatizantes, ni para mis seguidores, y mucho
menos para pulir mi desgastada imagen ante la historia. El mundo ya tiene una y mil
historias sobre el mismo suceso, y no le hace falta una más. Pero yo sí necesito aclarar
las cosas, y no porque quiera ser reivindicado o porque tema algún día ser juzgado. Estoy
desprovisto de ese tipo de temores o anhelos, y en tan malas situaciones me he visto
antes, que ya no hay premios o castigos que dobleguen mi espíritu, salvo el juicio del
espíritu mismo y de la conciencia que grita en ensordecedor silencio dentro de mí.
Siempre tuve inclinación por la lectura. Cuando era muy pequeño, me apasionaba
tanto escuchar a mi madre leerme antes de dormir. Podía ser un cuento, una fábula,
inclusive alguna historia de la Biblia; no importaba, yo escuchaba su voz y esta me hacía
viajar, me transportaba imaginariamente a cualquier otro lugar, sin importar lo inalcanzable
que fuera. La voz cariñosa de mi madre permeaba mi existencia, día con día, en más de
una manera. Pero el momento culminante venía al acabar el día, cuando ya todas las
luces se iban a dormir y sólo quedaban encendidas la pequeña lamparita de mi cuarto y la
del pasillo. Siempre fui muy inquieto, y de día, parecía que me metía en todos los líos que
podía, como si los estuviese buscando. Mi acusada curiosidad me llevaba tras
experiencias y cosas nuevas. Lo quería conocer todo, experimentarlo de cerca, casi de
forma compulsiva. Por eso corría al ver algo nuevo, y más de una vez caí, me golpeé la
cabeza, me raspé las rodillas, rompí objetos sin querer o me extravié del cuidado de los
mayores. Pero de noche, ¡Ah! De noche, estaba presto para que mi madre me pusiera los
pijamas y meterme a la cama de inmediato. Lo hacía y me quedaba ahí, quietecito (¡quién
lo dijera!), con mis grandes y expectantes ojos, arropado con las cobijas hasta la barbilla.
El mundo es un pañuelo
40
Entonces, mi madre venía con un libro en mano, se sentaba a mi lado, y me leía. Ella me
inculcó el amor por los libros. Naturalmente, comencé a leer antes de entrar a la escuela.
Y como todos en la familia sabían de mi gusto por la lectura, frecuentemente me
regalaban cuentos o libros. Con el tiempo, mi avidez por la lectura me llevó a leer todo lo
que caía en mis manos, ya fuera para mi edad o no. Los libros se convirtieron en mi
búsqueda. El mundo real comenzó a tomar sentido en ellos. De algún modo, la
experiencia de vivir se había trasladado a mi mente. Sin embargo, no me percaté de ello
de inmediato. A mis padres parecía complacerles todo aquello. Mis calificaciones en la
escuela eran excelentes. Leer me facilitaba aprender y no tenía siquiera que tomar notas.
Mis compañeros se daban cuenta de esto, pero a mí no me parecía nada extraordinario.
Simplemente ocurría, al grado de que un buen día, decidí que no necesitaba que nadie
me enseñara para aprender. Así que me hice asiduo de la biblioteca, devorando todo libro
que podía. Con el tiempo, no fue sorpresa para nadie que comenzara a escribir.
Cuando uno pasa el tiempo leyendo y recopilando información, inevitablemente las
ideas se engarzan solas, como las cuentas de un rosario, y surge la necesidad de
escribirlas. Y así lo hice. Como el escritor incipiente que era, la vida en la capital ejercía
un encanto poderoso en mí y me motivaba. Cada vez tenía más libros, más ideas, más
personas como yo con quien conversar y debatir. Pronto me vi inmerso en un mundo al
que siempre quise pertenecer. Adoraba la bohemia, y pareciera que esa primera mitad del
siglo XX era un efervescente caldo de cultivo de intelectuales y de gente interesante.
México renacía como país, y había tantas cosas que hacer y aportar, que todo aspecto
parecía ser un campo virgen para la experimentación. Había muchas cosas por cambiar.
Mientras, yo seguía leyendo y escribiendo con vehemencia, y por supuesto leí a Marx. De
hecho, no conocía a ningún intelectual que no lo hubiese leído. Era obligado. Pintores,
músicos, escultores, escritores y todo aquel que se considerara progresista había
adoptado las enseñanzas de Carlos Marx, casi como un credo. Seguíamos de cerca las
noticias de la entonces Unión Soviética, conscientes del experimento sociopolítico y
humanístico que representaba. Por primera vez en la historia, se ponían a prueba las
ideas marxistas, y Lenin y Stalin fueron el foco de atención. Por eso, desde chavalo asistí
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a mítines y protestas, y solicité que me aceptaran en al Partido Comunista. ¡Caray, el
mundo era realmente un lugar excitante!
Todo aquel nuevo torbellino de ideas literarias y sociopolíticas giraba en mi mente a
toda velocidad. Y como me había sucedido en la infancia, no tardé en meterme en todo
tipo de líos y problemas, pero esta vez eran más serios. A pesar de ello, nunca perdí la
más mínima oportunidad de decir exactamente lo que pensaba del gobierno y del cerrado
sistema que este ejercía. Cada cosa que escribía, hacía o decía, iba encaminada a
mostrar mi inconformidad hacia el sistema que odiaba. Siempre deseé para mi país una
condición mejor, justo como aquello que describía Marx. Y no sólo para México. Estaba
convencido de que el mundo entero se merecía algo mejor, leyes más justas y equitativas,
menos opresión y pobreza, menos hambre, mayor dignificación de la condición humana.
Siempre estuve convencido de que el proletariado producía la riqueza del mundo y que,
por ende, eran los trabajadores quienes debían gozar del fruto de su trabajo, y no quienes
los explotaban. El proletariado debía alcanzar un día la tan merecida gloria de tener un
gobierno emanado del pueblo; un gobierno a su favor y no en su contra, como sucedía en
México y en otros países. Lamentablemente, la nuestra no había tenido los alcances de la
revolución rusa. Nuestros caudillos no fueron lo suficientemente visionarios para concebir
un gobierno socialista. No tuvimos un Lenin o un Stalin. Nuestros líderes no lo
entendieron en su momento, o no quisieron entenderlo: las revoluciones deben servir para
renovarlo todo, para implementar ideas y acciones totalmente nuevas y no quedarse a
medias. Si no, ¿cómo podemos considerarlas revoluciones? Fue la mexicana una
revolución incompleta, y yo, como algunos otros pocos, podía verlo claramente. El resto
de la gente no se percataba de ello porque no tenía la información correcta, o estaba
demasiado ligada al sistema, o era demasiada estúpida para notarlo. Por eso me decidí,
muy joven, a hacer todo lo que estuviera en mis manos para motivar un cambio drástico.
¡Una revolución! Por lo que a mí respecta, me declaré un revolucionario permanente.
El Partido Comunista Mexicano me aceptó muy joven, e ingresé a las Juventudes
Comunistas. Me convertí en miembro activo sin mucho preámbulo, con posibilidad de
recibir asignación de misiones, aunque estas fueran pequeñas. Mi dedicación fue tal, que
los dirigentes me asignaron objetivos cada vez más delicados.
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Así, me convertí en asesor de sindicatos que estaban en procesos de huelga, o
que se veían afectados por las prácticas perversas de la oligarquía imperante, o que
tenían tendencias socialistas. Por supuesto, más de una vez fui a dar a prisión, ya sea por
unos meses o hasta por un par de años. En ocasiones sin juicio alguno, simplemente fui
vejado y encarcelado. Por supuesto que ningún sector de la sociedad abogaba por mí
cuando esto sucedía; solamente mis correligionarios, que poco o nada podían hacer, pues
el partido comunista estaba proscrito. Así que yo sólo podía esperar a que desistieran de
mi encierro y me dejaran salir. Sabía que no se atreverían a matarme, pues no querían
cargar muertitos o hacernos mártires. Querían amedrentarnos, pero eso no iba a ocurrir.
Así que yo esperaba en mi celda, en mi encierro, dejando pasar el tiempo hasta que me
liberaban. Mientras, leía y escribía. Las rejas no me apartaban de mi gran pasión por la
lectura, y escribir se convirtió en algo parecido a respirar. Llegué a hacerlo con tal
naturalidad, que nunca me costó iniciar mis escritos. Lo difícil era parar. Al recuperar mi
libertad, yo salía con nuevas ideas, nuevos escritos y un renovado odio hacia el sistema.
Tal era mi lealtad hacia las causas del partido, que luego me enviaron como
representante a la ex Unión Soviética, en donde se recibía a militantes de partidos y
organizaciones comunistas de varios países en una convención internacional, para hablar
de la situación mundial y del éxito del experimento socioeconómico ruso. Estando allá,
solía pasearme por las calles de Moscú, maravillado por aquel orden que veía, sobre todo
en los desfiles militares, en donde se desplegaba tal disciplina y se mostraba un gran
orgullo por la nación y los logros del proletariado. Sentía que no podía esperar el
momento en que México ascendiera por la misma escalera a ese ideal largamente
acariciado. Pero todavía tendría mucho que aprender y que vivir.
Por muchos años, mi carrera en México como escritor fue madurando, aunque
debo confesar que nunca tuve el éxito comercial que tuvieron otros escritores, ni el tiempo
para buscarlo. Tampoco era mi interés, pues en aquellos tiempos habría sido indigno para
mí vivir como un burgués. Estoy seguro que muchos consideraron valiosa la profundidad
de mis escritos. Sin embargo, no era mi actividad como novelista lo que me daba de
comer. Nunca lo fue. A veces, ni yo mismo sabía de dónde saldría el dinero para
sostenerme. Vivía al día, sostenido por ideales más altos que el simple y mundano
devenir diario, entregado a la constante búsqueda de la oportunidad para iniciar la tan
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anhelada revolución, que siempre parecía postergarse, al menos en nuestro país. Pero
me alentaba que, en Latinoamérica, la revolución había entrado por su umbral más
antiguo, nuestro vecino del Caribe: Cuba. El éxito de Fidel Castro a unas cuantas millas
náuticas de nosotros, alertó a propios y extraños sobre la posibilidad de que lo mismo
ocurriera en México. Tanto quienes lo deseábamos como quienes no, vislumbramos que
la llama del socialismo podría extenderse a otras regiones del continente, y la mejor
puerta sería México. Por eso fui a Cuba, donde pude conocer a los grandiosos
comandantes, Fidel y el Che Guevara, de quienes tanto se hablaba. Entonces, más que
nunca, la revolución parecía posible.
Más tarde, mis andares me llevaron de regreso a la Unión Soviética, pero debo
decir que esta vez no volví muy contento, pues tristemente descubrí que el aparato
gubernamental se había convertido en un monstruo burocrático que lo frenaba todo,
empantanando el progreso que otrora fuera un orgullo mundial. Quizá el tan sonado éxito
había sido un camuflaje sobre lo que realmente ocurría, y ahora se venía abajo como un
falso telón que cae. A decir verdad, ya en el pasado me había causado consternación la
persecución y el asesinato del indoblegable Trotsky. También sabía sobre los Gulag, que
no eran otra cosa que prisiones de trabajos forzados para presos políticos, amén de las
múltiples ejecuciones de dirigentes soviéticos por parte de Stalin. Saber que el glorioso
Estado del proletariado tuviera un sistema represor para los opositores del régimen, me
causó gran decepción. Tanto, que al volver a México, decidí que nuestra lucha debía ser
diferente. Las ideas son infalibles, pero los hombres no”, me repetía a mí mismo. Aunque
el modelo soviético aún era valioso, una nueva revolución en México no debía terminar
igual. Ese sería mi nuevo objetivo. Quizá China y la revolución Maoísta llenarían más mis
expectativas. Sólo que China había decidido cerrarse y no existía mucha información
disponible. Sabíamos que se basaba en el sistema soviético, sí; y quizá la nobleza del
pueblo chino lograría lo que no había logrado el ruso. Yo, como el resto de nosotros en el
Partido Comunista, continuamos esperando pacientemente la oportunidad, alguna grieta
en el sistema por donde filtrar nuestros ideales para poder romperlo. Hasta que esa
oportunidad simplemente apareció.
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En 1968, el mundo se convulsionó. Y no solamente por la parafernalia psicodélica
de la generación del amor y paz, las minifaldas y la música británica, sino por las
protestas estudiantiles que encendieron el mapa internacional. Como fuerte preámbulo,
recién iniciado el año, vino el que después fue llamado “Primavera de Praga”, movimiento
checoslovaco que sacudió la estructura del socialismo soviético en Europa del este.
Aunque siempre fui de izquierda, sabía que el sistema soviético ya estaba pesando
demasiado en la unión de repúblicas y en los países del bloque oriental. En mayo y junio,
estallaron una serie de protestas en Francia, donde grupos de estudiantes de izquierda
condenaban a la sociedad de consumo. Violentos choques entre estudiantes y policías
habían ocasionado el cierre de la Sorbona. Posteriormente, a los manifestantes se les
unieron grupos de obreros, varios sindicatos y el Partido Comunista Francés, lo que llevó
a una huelga general que duró cerca de quinientos días, e involucró a más de nueve
millones de trabajadores. La huelga llegó al extremo de ejercer control sobre los precios
de los principales insumos e hizo temblar al gobierno de Charles De Gaulle, quien llegó a
temer una insurrección revolucionaria. Fue entonces que la llama se propagó por el
mundo, con protestas y huelgas similares en la Alemania Federal, Suiza, España,
Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Italia y, por supuesto, México.
Por ese entonces yo, que prácticamente nunca tuve un empleo formal, obligado por
la necesidad, debí aceptar uno, no muy exigente, por cierto, y que nada tenía que ver con
la política, sino con algo puramente comercial. Eran nuevos tiempos, y yo buscaba
estabilidad. O quizá sólo sentía que me estaba haciendo viejo y me invadía un
sentimiento de no haber logrado gran cosa. Fue entonces, cuando comenzó todo. Parecía
algo casi inocente; una pelea entre muchachos preparatorianos del entonces Distrito
Federal. Yo leí la noticia, que se antojaba intrascendente, documentada en el periódico
“Excelsior” del 23 de julio, en su página 22. Justamente a las 10 de la mañana con 15
minutos, los estudiantes de las vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional,
iniciaban el ataque en contra de la escuela particular Isaac Ochotorena. Y de todo el
asunto, esto es lo único que parece claro. Dicen que el motivo de la gresca fue la pelea
por una chica preparatoriana. Así de simple. No tuvo un origen ni político, ni filosófico, ni
económico, ni social.
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De lo que pasaría después, dicho sea con toda honestidad, todos tenemos una
versión particular, ya sea obnubilada por el paso del tiempo, o definitivamente retorcida
por nuestros propios intereses. La verdad ulterior no la tengo yo. Pero tengo una: la mía.
Y ya viene siendo hora de que la suelte, porque me pesa sobremanera.
Se percibían los vientos del cambio. Desde lo ocurrido en París, todos estábamos a
la expectativa. Aunque yo había sido expulsado del Partido Comunista, sabía que ellos
tendrían intercambio de información con sus homólogos franceses. Yo mismo tenía
contactos que me informaban sobre los acontecimientos, y me imagino que todos los
seguíamos muy de cerca. Me di cuenta de que los movimientos en el mundo tenían un
común denominador: todos estaban liderados por jóvenes. En Checoslovaquia, por
ejemplo, fueron jóvenes intelectuales quienes iniciaron el movimiento; en París, las
protestas tuvieron su origen en la Facultad de Ciencias Políticas; en los Estados Unidos,
eran los jóvenes quienes protestaban contra la guerra de Vietnam; un intento de asesinato
contra un líder estudiantil en Berlín desató la revuelta que se extendió por varias ciudades
alemanas. Estos movimientos de protestas juveniles tuvieron réplicas también en Italia,
Turquía y Japón. La juventud fue uno de los tres factores principales. Un segundo factor
fue que los movimientos eran combatidos con dureza por los gobiernos de cada región,
utilizando los aparatos represivos estatales, como la policía, el ejército, las agencias de
inteligencia, así como los medios de comunicación de masas y, en algunos casos
mediante promesas de reformas legislativas. A la juventud de los manifestantes, se
sumaba entonces la represión de los gobiernos. Por otro lado, como tercer factor y no
menos importante, estaba la politización de los jóvenes. Sucedía entonces, que el
prestigio de los intelectuales con ideas cercanas al marxismo o al comunismo, era muy
alto en las universidades, las cuales fueron el verdadero punto de origen de los
movimientos. Eran pues, los intelectuales quienes sembraban la semilla, encontrando
terreno fértil en los jóvenes universitarios.
Por eso, cuando en julio se pidió la intervención de los granaderos para controlar
una segunda gresca de los preparatorianos, pudo verse que ya había dos elementos
importantes reunidos. Para el inicio de un movimiento similar en México, sólo faltaba la
politización. Así que, bien analizado, sólo habría que sumarle ese tercer elemento. Las
peleas de muchachos de preparatoria no tenían ese tinte, y definitivamente no había un
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trasfondo político, social o económico que pudiera añadirse como bandera. Los
muchachos eran demasiado jóvenes para eso. Pero las vocacionales estaban adscritas,
tanto a la UNAM como al Politécnico, y ahí sí había universitarios politizados. Sólo habría
que darles un empujón. Yo sabía de varios universitarios que ya formaban parte de las
Juventudes Comunistas del Partido, de las juventudes trotskistas y de otras
organizaciones de izquierda; los había tanto idealistas como radicales; yo mismo había
conocido a varios, así que imaginé que pronto habría un acercamiento. Y así fue. Cuando
los estudiantes del Politécnico atacaron de nuevo la preparatoria Isaac Ochotorena,
fueron llamados los granaderos, quienes emplearon macanas y gas lacrimógeno para
contener a los estudiantes. Ahí, además de los rijosos, fueron golpeados varios jóvenes
que no intervenían en la pelea. Al día siguiente, y debido al exceso cometido por la policía
contra los estudiantes, la Facultad de Ciencias Políticas se declara en huelga. El 25 de
julio, alumnos del Politécnico, encabezados por líderes de la Federación Nacional de
Estudiantes Técnicos, anunciaron una marcha de protesta por la agresión. Como fichas
de dominó que caen en fila, más de 4 mil alumnos de escuelas adscritas al Instituto
Politécnico Nacional suspenden clases, y además reciben el apoyo del Comité Ejecutivo
de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, que también se declara en
huelga. El polvorín estaba puesto, sólo había que encender la mecha.
Como en muchos acontecimientos de la historia, los azares del destino también
juegan un papel importante. La anunciada marcha de protesta de los estudiantes se cruzó
con otra que iba rumbo al Zócalo y cuyo motivo era la conmemoración del ataque al
Cuartel Moncada, acontecimiento que marcó el inicio de la revolución cubana. La
insurrección en Cuba, que fue muy bien documentada en la nueva era de la televisión,
adquirió desde un inicio tintes románticos, sobre todo por la figura del Che Guevara, cuya
imagen sería reproducida como un icono moderno, símbolo de rebeldía y de lucha contra
el régimen opresor. No fue coincidencia que después, su imagen fuera utilizada en las
manifestaciones estudiantiles. La marcha pro cubana era organizada por la Confederación
de Estudiantes Democráticos, que era influida por el Partido Comunista. Entre ellos había
obviamente estudiantes universitarios, quienes invitaron a los que iban en la marcha de
protesta a unirse a su conmemoración. Ya sea por la euforia de la marcha, o por la simple
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correspondencia de edades, la invitación fue aceptada por unos cinco mil estudiantes que,
al terminar la manifestación en el Casco de Santo Tomás, se fueron rumbo al Zócalo para
unirse a los otros. ¿Quién convenció al grupo de unirse a la marcha conmemorativa y cuál
fue su intención? Eso no ha quedado registrado en la historia. El caso es que, ya reunidos
ambos grupos en la Plaza de la Constitución, no tardaron en surgir problemas con los
granaderos, que habían permanecido a la expectativa. Es entonces que los estudiantes
extrañamente “encuentran” tambos de basura repletos de piedras, convenientemente
distribuidos y a su alcance. ¿Quién los puso ahí? La mayoría de la gente culpa a las
autoridades, por supuesto. Pero resulta evidente que eso no tiene ningún sentido.
Ninguna autoridad pondría materiales que pueden usarse como proyectiles al alcance de
potenciales atacantes. Sin embargo, a la opinión pública eso parece no importarle, pues
una vez que decide cuál de los dos bandos es el represor, es fácil hacerles creer lo que
sea.
Durante esa noche, los acontecimientos arrojaron gran cantidad de heridos, daños
a propiedad ajena, camiones secuestrados y alrededor de doscientos detenidos. Fueron
cuarenta y tres los consignados, varios de ellos activos del Partido Comunista Mexicano,
entre los que se encontraban Mika Seeger, otro estadounidense con antecedentes en su
país, y un chileno empleado del mismo partido. Estos fueron los primeros presos políticos
del movimiento. El Frente Universitario Mexicano no tardó en denunciar que la FNET, la
Central Nacional de Estudiantes Democráticos y el Partido Comunista realizaban
actividades subversivas y que algunos de sus miembros estaban entre los detenidos. Esto
era cierto. Si bien la indignación por los excesos de la policía sobre los estudiantes era la
causa original y válida de las manifestaciones, también debo reconocer que la politización
del movimiento había sido intencionada. Esta intención, propios y extraños lo sabíamos,
tenía por objeto desprestigiar a las fuerzas policiacas en una primera instancia, para luego
hacerlo con el ejército, y así repetir los cruentos sucesos de Francia y ganar aceptación.
Entre aquella efervescente excitación que imperaba, los ideales comenzaron a
mezclarse con la idea de que el fin justifica los medios. Todos queríamos imponernos
sobre los demás. Nuestras ideas eran válidas, y si los demás no lo veían, era porque
estaban adormecidos por un letargo ancestral. Nunca se nos ocurrió pensar que algunos
no querían la revolución. Me pesa decir que, ni siquiera en Francia, en donde las
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facciones de izquierda estaban abiertamente involucradas con el movimiento, se intentó
llegar hasta las últimas consecuencias para iniciar una revolución. El Partido Comunista
Francés se contuvo, y nunca pidió la insurrección armada. Concluí que habían sido unos
cobardes, y que en México debíamos llegar más lejos. Esta era la oportunidad. Así que,
cuando vi que las protestas estudiantiles, así como las acciones represivas del gobierno
se intensificaron, renuncié a la tranquilidad de mi empleo y me uní a los manifestantes.
Después del letargo en el que yo mismo me había metido, me sentí revivir. Ignoro
si fue la energía con que los estudiantes se manifestaban, o su misma juventud, lo que
inyectó vitalidad a mi existencia. Me dirigí hacia ellos. Primero con mis contactos de
izquierda, quienes me introdujeron ante los demás. Para algunos, yo ya era una leyenda.
Sin embargo, otros simplemente me miraban con curiosidad y extrañeza. Inclusive llegué
a sentir el recelo de los muchachos, ya fuera por mi edad, ya fuera por mi aspecto. La
expulsión del Partido Comunista me había aislado hasta cierto punto de las actividades de
la izquierda. Pero yo no había claudicado a mis ideales, ni mucho menos estaba acabado,
y tampoco iba a dejar pasar la oportunidad de involucrarme en este movimiento. De
alguna forma podría ser útil. Así que comencé asesorando, con tiento, a los muchachos.
Sabía que debía hacerlo cautelosamente, pues la cantidad de gente que se unía a las
manifestaciones había crecido enormemente, y parecía por demás diversa. No todos eran
de izquierda, por supuesto, pero varios de los líderes sí. Aporté algunas ideas, e incluso
estuve redactando textos de panfletos y volantes que luego las brigadas repartían en
lugares estratégicos, con el fin de atraer más simpatizantes o de recolectar fondos. Me
instalé en un cubículo de la Facultad de Filosofía y Letras, con tan sólo un escritorio que
me servía, tanto para atender a los estudiantes, como para dormir un poco sobre él en las
noches de actividad más intensa.
Cuando tuve oportunidad de hablar con alguno de los muchachos líderes que yo
sabía que simpatizaban con la izquierda, procuraba verter mi conocimiento sobre la lucha
de clases, sobre Marx, sobre el valor del proletariado y la reivindicación que este tanto
necesitaba. Promoví entre ellos la visión que un verdadero revolucionario social debía
tener ante las diferentes ideologías de oposición. La idea de que jamás, en ningún
momento, un revolucionario debía olvidarse de inculcar a los obreros y a la sociedad, la
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más clara conciencia del antagonismo hostil que existe entre la burguesía y el
proletariado; que debe recordarse que, a veces, los objetivos solo pueden ser alcanzados
derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden
temblar ante una verdadera revolución social. Los proletarios no tienen nada que perder
en ella, más que sus cadenas.
Pero debo confesar que, aunque algunos me escuchaban con atención, otros me
miraban de una forma extraña, como si les estuviese hablando de cuentos de hadas.
Era indiscutible que aquel movimiento de estudiantes estaba constituido de forma
muy heterogénea. Eran estudiantes de todas las facultades, tanto de la universidad, como
del Politécnico. Así es que habría mucho trabajo por hacer para poder encausarlos hacia
una causa más social. No solo por la indignación de una policía que había golpeado a los
preparatorianos, sino que todo aquel río de jóvenes debiera aportar su fuerza para un fin
más alto. Un fin superior. Y yo estaba ahí para eso. Pero cuando intenté hablarles en los
mítines, no fui bien recibido. Se retiraban o me quitaban el micrófono. Me respetaban, sí,
pero me veían ajeno, extraño. No solo por la diferencia generacional, sino por razones
quizá más profundas de lo que me atrevía a reconocer. Yo no era uno de ellos. Tal vez me
percibían como un ente político ya muy curtido. Pero quizá, también hasta anacrónico.
Aunque había gente de las juventudes comunistas, trotskistas, procubanos, y
varios en lucha política, ellos eran jóvenes, con ideas nuevas, con un espíritu de la nueva
era, hijos del rock and roll y de la psicodelia. Y yo… yo era un viejo gris, gastado,
empolvado, con aspecto de ruco, de cabellos largos y barba de chivo; un sujeto de la vieja
guardia que se aferraba a ideas que nunca vio florecer. Yo mismo dudaba, en el fondo, si
mi lucha personal de toda la vida era en pro de una verdad realizable, o si sería
simplemente una utopía. Mi experiencia en la Unión Soviética había sido decepcionante.
Todo aquello era un gran circo montado para engañar al mundo que miraba atentamente
el experimento social. Pero también era una escenografía montada para autoengañarse.
Para autoengañarnos. Yo lo vi, yo lo viví. Pero me convencí de que, con esfuerzo, llegaría
el día en que los ideales socialistas serían instaurados como se debe, sin necesidad de
aparentar, y que el mundo comprendería, y se daría cuenta de su efectividad, de los
beneficios que traería a la humanidad. Solo había que hacerlo con cuidado, y aplicar
correctamente el sistema.
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Por eso continué ahí, pegado a los jóvenes, para transmitirles esa verdad que solo
yo veía. Pero no me dejaron hacer mucho. Así que, debí confiar en que los muchachos de
izquierda que ya estaban insertados en el movimiento, hicieran bien su trabajo. Si aquel
movimiento estudiantil no escalaba más alto, por lo menos debía lograr la cancelación de
los Juegos Olímpicos, que estaban cerca de ser inaugurados en México. Había que
desacreditar al gobierno ante los ojos del mundo. Había que darles donde les doliera.
Pero luego, vino aquella tarde trágica de octubre. La plaza estaba llena de gente, y
no solo de estudiantes, sino también de ciudadanos muy diversos, incluidos niños. Los
estudiantes dieron sus discursos desde uno de los edificios frente a la explanada. La
gente los escuchaba entre aplausos y vítores. Parecía solo una manifestación más.
En eso llegó el ejército. Y un general, con magnetófono en mano, comenzó a pedir
a la multitud que se dispersara. Entonces, un disparo dio sobre aquel hombre,
derribándolo. Y a partir de ahí, el pandemónium.
Marx había escrito en la Gaceta Renana, que las clases y las razas que fueran
demasiado débiles para adaptarse a las nuevas condiciones del comunismo, deberían
ceder a su paso. Y que estas tendrían que perecer en el holocausto revolucionario.
Literalmente perecer. Toda mi vida entendí esto como un mal necesario; como un
sacrificio que no sería en vano. Si había luchas, si había disparos, si había muertes, todo
estaría justificado por el bien que podría traer un fin más elevado. Pero aquella tarde,
cuando las balas fueron reales, y no utópicas, alcanzaron no solo a soldados y
estudiantes, sino a mujeres, ancianos y niños. ¡Niños, sí!
Me sentí aturdido. Aquellas acciones que fueron escalando, entre el enojo de unos
y las demandas de otros, entre consignas válidas o inventadas, entre mexicanos de
uniforme y mexicanos de la calle, entre indignación real y el oportunismo de algunos, solo
la muerte surgió triunfante. Nadie ganó esa batalla: ni el gobierno, ni los estudiantes, ni los
políticos infiltrados, ni los oportunistas, ni la sociedad expectante. Todos los que
estuvimos ahí, alrededor de lo que sucedió en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco,
fuimos culpables de aquellas muertes. Cada quien con su propia culpa, en mayor o menor
medida, fue empujando poco a poco la matanza. Que si el ejército disparó; que sí los
estudiantes también lo hicieron; que si alguien dio la orden; que si fue una manipulación
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de intereses muy distintos, nada de eso puede cambiar el curso que tomaron los
acontecimientos.
Quizá algunos solo fueron ingenuos; quizá otros solo iban pasando y ahí
encontraron su destino. Otros tal vez pedían genuinamente una reivindicación a su causa.
Otros habrían visto un peligro en todo aquello. Y otros, no sé quiénes, no sé cuántos,
quizá habrían tratado de aprovechar los sucesos para su causa, sin importar el daño
colateral. Después de que todo pasó, me di cuenta que no quería que pasara. La gente
inocente no debe morir. Mucho menos los niños. Yo no jalé el gatillo. Yo no traje a la
gente. Yo no le pedí a nadie accionar un rifle, o una pistola, o una ametralladora. Pero sí
tuve mi parte.
Yo, aquí en silencio, dentro de mí, asumo mi culpa. Y no sé si los demás lo harán
también, pero eso no me importa. Yo asumo la responsabilidad de lo que hice, y me
recrimino a mí mismo por lo que a mí me toca, pues en el egoísmo implícito por ver
cristalizados mis ideales, también sacrifiqué la humanidad de las víctimas, y la mía propia.
Una parte de mí ha muerto con ellos. Yo, secretamente, tuve el deseo de que algo fuerte y
estremecedor sucediera, sin pensar en consecuencias. Y sucedió.
Y yo, por lo que me toca, jamás podré perdonarme.
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La fórmula definitiva
El hombre vestido a la usanza de un monje medieval miró sus manos y sus
muñecas, como para comprobar que no estaban atadas. Luego, auscultó su cuerpo,
tocándose con insistencia el tórax, el cuello y los brazos. Finalmente, se llevó las manos a
la cara, abriendo su boca, como si quisiera perpetuar un momento de aire limpio en una
sola bocanada. Y aspiró.
–¡Ah, por fin, aire puro y fresco! –Exclamó mientras frotaba sus mejillas, su barbilla
y su frente, aún con los ojos cerrados.
–Sí, es aire puro, recién filtrado y tratado. –Respondió el hombre de gris que había
estado observando al monje.
–Pero, ¡qué extraño es todo esto! –dijo el monje alzando la voz mientras miraba a
su alrededor, para luego cuestionar con cierto sigilo–. ¿A dónde me habéis traído?
¿Acaso estoy en el Purgatorio de Dante?
–Tranquilo. Estás en un lugar seguro –respondió el hombre. Asombrado, el monje
miraba a su alrededor. Aquel lugar no era como algo que él hubiera conocido antes. Las
paredes eran blancas, pulcras, lisas, de un extraño material desconocido, y de apariencia
casi metálica. No había ventanas ni puertas. Solo la boca de un pasillo al fondo.
–Sí, parece seguro. Extrañamente seguro, diría yo… –articuló el monje –Pero dado
que me he encontrado en peores situaciones, creo que esto no puede ser tan grave.
–Lo comprendo muy bien, Giordano Bruno –dijo el hombre, mientras el otro lo
miraba intrigado–.
–¡Sabe mi nombre! –exclamó el monje–. ¿Qué más sabe de mí?
–Muchas cosas, Giordano. Pero no se alarme, ya le he dicho que está a salvo.
–¡Claro que estoy a salvo! Al menos estoy a salvo de las llamas, por el momento.
¡El dolor era insoportable! –exclamó angustiado–. Pero, ¿cómo he podido salir de la
hoguera? Recuerdo que el calor me quemaba las entrañas. Yo me sentía desfallecer…
–Y desfalleciste, Giordano. Nadie puede soportar algo así. Ni tú –dijo el hombre.
Giordano Bruno quedó inmóvil, atisbando a la nada, conmocionado, como
intentando recordar y a la vez olvidar.
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–Recuerdo las llamas quemando mis ropas, el calor tan abrazador, el humo
asfixiando mis pulmones que ardían por dentro. ¡La desesperación, la agonía, la
impotencia! –gritaba.
El hombre seguía mirando al monje, casi imperturbable, observando cada
movimiento suyo. Pero lo dejaba hablar.
–Esto es muy extraño. No he podido sobrevivir; nadie podría. ¡Ni yo mismo! –dijo el
monje.
–Es cierto –añadió el hombre con voz calmada–. Nadie podría. Era un proceso a
muerte segura.
–Entonces, ¿cómo es posible…? –quiso saber el monje.
–Fue posible. Hoy es posible eso y mucho más.
–¿Hoy? –El monje se quedó boquiabierto. No lograba entender. La imagen
angustiante de estar atado al poste, rodeado de leña encendida, humo y un insoportable
calor ya no dolía, pero seguía aterrándolo–. Fueron malos conmigo. ¡Terriblemente malos!
–dijo el monje, doliéndose de sus palabras.
–Así es, Giordano. Fueron malos. Espero que ya no vuelva a ocurrir nunca más.
El monje volteó rápidamente para mirar al hombre. –¿Existe esa posibilidad?
–Sí, existe –dijo el hombre de gris.
–Entonces, si existe la posibilidad de no ocurrir, también existe la posibilidad de que
vuelva a ocurrir.
–Me temo que así es, Giordano Bruno. Puede volver a ocurrir, pero trataremos de
que no sea así.
–¿Estoy preso? ¿Eres tú mi carcelero? –preguntó Giordano–. ¿Qué tipo de cárcel
es esta?
–No estás preso. Has sido recuperado, y estás a salvo –respondió el hombre.
–¿Recuperado? ¡Qué cosas tan extrañas dices, hombre de gris! Y, por cierto…
¿quién eres tú?
–No es importante saber quién soy. Has dicho bien, sólo soy un hombre de gris. No
hay nada más que saber de mí –dijo el hombre.
–Pues, si esto es una mazmorra, es realmente extraña –dijo Giordano–. No
recuerdo nada parecido, ni en mis sueños más osados. ¡Y vaya que he conocido las
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peores! ¿O es que acaso mi mente me ha llevado a uno de esos mundos que imaginé?
¿Me está jugando una mala pasada?
–Háblame de esos mundos, Giordano.
Giordano se estremece, retrocede y evade la mirada del hombre de gris, negando
varias veces con la cabeza.
–No temas Giordano. Aquí estás a salvo y puedes hablar de ello.
–¡No lo creo! Me ha ido mal por eso. Aunque no me retracto. Nadie me ha hecho
renegar de mis ideas, por más sufrimiento que me hayan infligido. Pero debo saber en
dónde estoy, quién me escucha, y quién juzgará mis palabras. –Giordano miró al hombre,
quien permanecía imperturbable, casi apacible–. Los hombres se tornan violentos con las
ideas. No los hombres comunes, sino los hombres poderosos, los que dominan a los
demás. No les gustan las ideas.
–¿Son peligrosas tus ideas, Giordano? –preguntó el hombre de gris.
–¡Por supuesto que no! No hay nada más bello que las ideas. Ellas abren la mente,
inspiran, son el germen de la creación, de la imaginación, de la invención; nos transportan
a parajes ignotos y escenarios nuevos. Las ideas cultivan el espíritu y nos infunden
valores. Las ideas son bellas.
–¿Son tan bellas que te han ocasionado problemas, Giordano?
–Mis ideas no son el problema –dijo Giordano sin titubear–, sino los hombres que
temen verlas crecer y diseminarse; temen que les hagan perder su poder. El hombre
común no teme a las ideas, pero teme a los poderosos que no las aceptan, porque
rompen con las suyas. Las ideas pueden romper el mundo de los poderosos.
–Háblame más de ello, Giordano. Yo no temo a tus ideas –insistió el hombre de
gris.
–Las ideas son vida, son la vida misma –dijo Giordano, aún con cierto recelo–.
Cada hombre tiene las suyas propias, sin importar qué tan simple o complejo sea, qué tan
poderoso o humilde, qué tan joven o viejo, qué tan culto o iletrado. Las ideas germinan en
la mente como las semillas en la tierra. Tarde o temprano, por yermo que sea el terreno,
una idea se abre paso, echa raíces y alza su tallo al sol, para más adelante convertirse en
una planta que da frutos. Tal es el poder de las ideas del hombre–. Giordano miraba de
reojo al hombre de gris.
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El mundo es un pañuelo. Cuentos y relatos por Dante Amerisi.

  • 2. El mundo es un pañuelo 2 Presentación Por mucho tiempo tuve en mente hacer esta recopilación de cuentos y relatos. Pero fue postergada muchas veces. Sucede que nunca me propuse hacer un libro especialmente de cuentos, sino que ellos iban surgiendo poco a poco, uno a uno, a destiempo. De esa manera, solo sabía que tenía algunos, pero no sabía ni cuántos ni dónde. Así que un buen día, me di a la tarea de reunir los que tenía por aquí y por allá. Sí, algunos de esos relatos son vivencias o experiencias propias. Otros son historias que he recogido eventualmente. Y otros más son parte del bagaje que llevo cargando por la vida, mis temas y reflexiones que alcanzaron un cauce de esta manera. Los héroes y los villanos de mi existencia se asoman de vez en cuando, así como algunas penas y algunas glorias. Y, por supuesto, también he dejado volar la imaginación de tanto en tanto. Podrá verse con facilidad que algunos de los cuentos son rápidos esbozos, sin complicaciones. Otros, en cambio, son más puntuales en la información que contienen, e incluso podrían no resultar aptos para ciertas susceptibilidades. Y quizá algún purista del género no los considere como tales. Pero confío en que el lector sabrá abrirse paso a través de ellos sin mucho problema, esperando que no sea tan duro conmigo. Como corolario, solo diré que, a quien leyó el primer borrador le pareció curioso que algunos de los relatos ya los había escuchado de mi propia voz. Y es cierto. Suelo contar frecuentemente lo que escribo, y más si aquello es una historia real. Alguien más aseguró haber leído un relato en redes sociales. Y sí, los escribo y publico sin remordimientos. Con lo que queda en evidencia mi falta de propósito para hacer un libro de cuentos. Pero no se tome como una falta de respeto al género. Por el contrario, si nunca me lo propuse fue porque no me considero escritor de cuentos. Si no fuera porque surgieron sin proponérmelo, esta recopilación no existiría. Sea entonces la todopoderosa voluntad del lector quien decida si deja avanzar mis letras más allá de la primera página. Y si decide, resignadamente, llegar hasta el punto final de la última página, no me culpe por mis faltas, que ya de antemano las he asumido. Culpable soy de estos relatos, lo confieso. Sea pues, lo que ha de ser, sin que aquello que ya es sea una limitante. Sin tanto cuento, admito que no soy un escritor de cuentos. Pero, eso sí, ¡de que los cuento, los cuento!
  • 3. El mundo es un pañuelo 3 El profeta El profeta escuchó la palabra de Dios en sueños, viniendo desde el principio de los tiempos, y despertó dispuesto a escribir su voluntad: “Hágase que la divergencia tetradimensional de un tensor antisimétrico de segundo rango sea igual a cero. Y se hizo la luz…” Quedó estupefacto, sin entender. Si escribía eso, nadie lo entendería; nadie lo creería. Así pasó interminables días y noches, atribulado, pensando en cómo escribir aquello en el libro sagrado. Convencido de que no podría hacerlo, optó por escribir: “Y dios dijo: hágase la luz. ¡Y se hizo la luz!” Y la verdad quedó, irremediablemente, a medias.
  • 4. El mundo es un pañuelo 4 Un concierto improvisado En una ocasión, llevé a Lian Suy a pasear por carretera, como solíamos hacerlo. Nos detuvimos a comer en un restaurantito típico de un pequeño pueblo, no muy lejos de la ciudad. Era un lugar modesto en donde el único lujo era un televisor acoplado en lo alto de una pared. Había pocos comensales. El lugar era muy tranquilo. Cuando hubimos ordenado, le dije a Lian Suy que le pagaría 20 pesos si tocaba algo de música. Al responder que no traía su violín, le dije que conseguiría uno, y ella aceptó. Entonces, fui con un viejito que descansaba a la entrada con su desvencijado violín, instrumento que debió haber visto sus mejores épocas mucho tiempo atrás, y accedió a rentármelo. Ya con el violín afinado, le pedí a Lian Suy que tocara temas del concierto en Re mayor de Tchaikovski, que recientemente había tocado en su debut con la filarmónica. Entonces ella comenzó a tocar. A pesar de que el instrumento era viejo y de mala calidad, la ejecución resultaba impactante y emotiva. Lian Suy, quien tocaba el violín desde los 4 años en su natal China, y era egresada del Conservatorio Central de Música de su país, había llegado a la ciudad invitada por el director de la orquesta filarmónica en ese entonces, para tocar con ellos. Aunque aquel lugar no era el usual para la música de concierto, pronto se reunió gente en torno nuestro para escucharla, e incluso apagaron el televisor. Al lugar entraban personas que escuchaban el violín desde afuera, atraídos por la virtuosa ejecución. Ella continuó tocando animadamente hasta que, después de un rato, terminó su interpretación en medio de entusiastas aplausos de los asistentes. Lian Suy agradeció al improvisado público con un modesto gesto y entregó el violín a su anciano dueño, quien lo tomó mirándolo extrañado, casi preguntándose cómo era posible sacar esos bellos sonidos de aquel instrumento. Le di a Lian Suy el pago convenido, y contenta, dijo que era su primer “hueso” en México y que enmarcaría orgullosa el billete de 20 pesos. Cuando le di cien pesos al viejito por la renta del violín, ella abrió sus rasgados ojos todo lo que pudo, y preguntó por qué le había pagado más a él.
  • 5. El mundo es un pañuelo 5 “Cada quien me cobró lo que pensaba que era justo”, le dije. “Además”, agregué, “¿has oído qué bien se escucha ese violín?”. Ambos reímos; y así continuó el resto de la tarde.
  • 6. El mundo es un pañuelo 6 El gambusino El gambusino lloraba de alegría. Después de tantos años, encontró tres enormes pepitas de oro. Su pobreza había terminado. ¡Era rico! Metió las pepitas en su bolsillo, sacó el whisky de la alforja, y se dispuso a celebrar. Caminó de vuelta a casa zigzagueando por el bosque, casi al anochecer. Bebió tanto, que se quedó dormido en el trayecto. Despertó con el sol de la mañana en su cara. La cabeza le dolía, pero sabía que el oro lo aliviaría. “¡El oro!”, exclamó. Metió las manos en sus bolsillos. Ambos tenían sendos agujeros. Angustiado, miró alrededor, intentando escudriñar la maleza que lo cubría todo. ¡Imposible! Pasó el resto de su vida recorriendo el bosque, buscando su oro perdido.
  • 7. El mundo es un pañuelo 7 La deuda de Sezzern Sezzern y Dante eran grandes amigos desde su juventud y se habían convertido en inseparables compañeros de travesías y expediciones. En cierto modo, Sezzern no comprendía bien lo que movía a Dante a ir en busca de territorios no explorados, de ciudades abandonadas por la gente y por el tiempo, pero le resultaba emocionante y siempre lo seguía. Era grande y fuerte, de tez morena y espeso bigote. Su rostro exhibía permanentes ojeras, enmarcando un par de ojos casi negros. Aunque tuvo muy poca educación formal, tenía una vivaz inteligencia y sentido del humor. Nada parecía turbarlo. Serio, observador, vigilante, estoico, inquebrantable, valiente, leal, eran sólo algunas de las características para describirlo. Sezzern era un sobreviviente. Nacido en Estambul, de padre griego y madre turca, vivió una infancia marcada por fuertes contrastes. No conoció bien a su padre, pues murió cuando Sezzern era aún muy chico, por lo que su madre debió criarlo entre dificultades y penurias, hasta que ella murió también, dejándolo huérfano y desamparado. La familia de su madre la había repudiado por casarse con aquel mercader griego, así que no los conoció. Aún en la pubertad, Sezzern comprendió que estaba solo en el mundo y que tendría que valerse por sí mismo para sobrevivir. En un principio le fue muy difícil, pues los barrios bajos de Estambul estaban llenos de gente ruda, vándalos, estafadores, criminales y todo tipo de gente de mal vivir. Mas Sezzern se negaba a adoptar otras costumbres que no fueran honradas, pues su madre siempre le habló sobre su padre, refiriéndose a él como el hombre más tenaz, bondadoso, fuerte y, sobre todo, honrado, que ella había conocido. Esa era la imagen que Sezzern tenía de su padre, y estaba resuelto a emularlo a toda costa. Así que se convirtió en un joven trabajador. Cargaba costales de grano y de papas en el mercado; llevaba cajas de frutas y legumbres por los puestos de comerciantes según se lo pedían; barría y fregaba pisos, limpiaba ventanas y hacía todo lo que le era posible para ganar su sustento, hasta que el día terminaba y quedaba exhausto. Muchas veces fue víctima de vagos y vándalos que lo robaban o se burlaban de él. Pero Sezzern fue creciendo. El trabajo duro le dio músculos fuertes y pronto ganó
  • 8. El mundo es un pañuelo 8 estatura también. Además, su capacidad de observación y la destreza de sus movimientos lo fueron haciendo un joven difícil de engañar y de enfrentar, hasta que logró ganarse el respeto de los demás y una reputación de imbatible. A sus diecisiete años, era estimado por su trabajo, admirado por las mujeres y, consecuentemente, envidiado por algunos. A esa edad, como suele ocurrir, se enamoró. La joven se llamaba Almira y era la hermosa hija de un próspero comerciante turco al que Sezzern conocía por su trabajo en el mercado. En ocasiones había servido para él y este lo estimaba. A pesar de ello, el padre de Almira jamás consentiría que su hija se fijara en un pobre muchacho que además tenía ascendencia griega, como Sezzern. Almira no tardó en notar al apuesto y dedicado joven y pronto se dio un intenso intercambio de miradas que sólo eran muestra de sentimientos correspondidos. Un día, Sezzern y Almira cruzaron caminos y él se atrevió a hablarle. –Me encantaría verte a solas, –le dijo. Ella no respondió. Simplemente lo miró y continuó su camino. Al día siguiente volvieron a cruzarse y ella le dijo que lo vería en el pasillo detrás de la tienda de especias, al atardecer. Sezzern saltaba de alegría. A la hora convenida, el joven se encaminó a la tienda de especias. Su entusiasmo era tal, que no se percató de que era seguido de cerca por tres vagos, a quien ya antes había metido en cintura. Llegó a la cita casi al mismo tiempo que Almira. Ambos se tomaron instintivamente de las manos, con alegría. Pero no alcanzaron a decirse gran cosa, para cuando advirtieron la presencia de un par de sujetos. Sezzern comprendió que era una emboscada y los enfrentó, hasta que vio que un tercero amagaba a Almira con una daga en su cuello. Entonces se detuvo. Sin poder defenderse, los otros sujetos aprovecharon para golpearlo a voluntad. Al ver esto, Almira forcejeó para liberarse de su agresor y este, en un movimiento rápido y torpe, hirió a la joven en el cuello con su daga. Almira cayó al suelo. Al percatarse de ello, Sezzern se levantó con tal fuerza, que hizo caer a quienes lo golpeaban y se abalanzó sobre el tercero. Su ira era tal, que pudo doblegar al contrario y hundirle su propia daga. Los otros dos ya habían huido del lugar. De inmediato corrió hacia Almira, quien yacía en el suelo. Para ese momento, algunas personas habían llegado ya y observaban estupefactos. Sus rivales comenzaron
  • 9. El mundo es un pañuelo 9 a culparlo, como si él hubiera sido el agresor. Fue entonces que el padre de Almira llegó a la escena, y ofuscado por el dolor le gritó “asesino” a Sezzern, quien temiendo lo peor, huyó de ahí. Corrió por las calles de Estambul mientras varios le seguían y llegó hasta el puerto, subió a un barco mercante e intentó esconderse. Sin embargo, el capitán lo descubrió. Pero al ver al muchacho asustado, le pidió una explicación de lo ocurrido. El capitán le permitió quedarse y prometió no entregarlo a sus perseguidores. El barco zarpó con él a bordo, rumbo a Túnez. Cuando Sezzern preguntó al capitán por qué lo había protegido, este le dijo, –Eres el vivo retrato de tu padre, el hombre más honesto que conocí jamás. Tú no podrías ser una mala persona. Sin embargo, ambos sabían que, de acuerdo con las leyes turcas, de ser encontrado culpable, Sezzern habría sido ejecutado públicamente después de un juicio rápido. Así dejó Sezzern su patria. Nunca supo que Almira se recuperó de las heridas y pudo aclarar el incidente a su tiempo. En su travesía por mar, el muchacho aprendió algunas destrezas de marinero. Cuando ya se pensaba a salvo, una tormenta azotó el barco y la furia del mar se tornó contra ellos. La tormenta, que duró dos días, desvió su trayectoria hasta que el navío no resistió más los embates de las olas y se hundió, hecho pedazos. Sezzern pudo milagrosamente asirse a una parte del barco que le sirvió de balsa, y navegó en ella a la deriva. Después de un tiempo, cuando las fuerzas comenzaban a faltarle, y casi desfallecía; cuando su boca no podía pronunciar más plegarias, y estaba a punto de dejarse vencer; justo entonces, fue salvado, y llevado a tierra en una pequeña embarcación. Había llegado a aguas españolas, cerca de Sagunto, y de ahí, a casa de unos españoles de origen libanés, donde una joven y su abuela le prodigaron cuidados hasta restablecerse. Después se enteró que Dante, quien era aproximadamente de su edad, hacía un recorrido por los alrededores en su barcaza, justo después de cada tormenta. Él lo había salvado. Cuando Sezzern preguntó por qué aquel muchacho hacía tales recorridos, Dante le dijo que habría deseado que alguien hubiera hecho lo mismo el día en que el barco de su padre naufragó. Sezzern le debía la vida a Dante, y de alguna manera a la tragedia del
  • 10. El mundo es un pañuelo 10 padre de este. Se prometió a sí mismo que cuidaría a aquel muchacho con su propia vida, si fuera necesario. A partir de ese momento, más que su amigo, sería su hermano. Aunque nunca hubo necesidad de expresarlo, Sezzern sabía que acababa de adquirir una deuda de honor, una deuda de vida, de por vida. Ambos se hicieron inseparables a partir de entonces.
  • 11. El mundo es un pañuelo 11 La medida Contaba mi abuelo que en la mina donde trabajaba, el encargado del personal tenía un sistema especial de selección. Solo contrataba a aquellos que daban “la medida”, decían. Cosa que despertaba misterio. Un día, rechazó a un hombre porque este no daba la medida. El rechazado argumentó que era fuerte y trabajador, entusiasta y además era alto, así que no comprendía el rechazo. “No diste la medida”, repetía simplemente el encargado. Desesperado, el trabajador cuestionó qué medida era esa. Entonces, el contratador, con enfado, respondió: “A ver, dime, ¿cuánto me diste?” Efectivamente, el trabajador no había dado «la medida».
  • 12. El mundo es un pañuelo 12 Lena y Cuba Hay personajes y lugares entrañables en la vida, que pueden no ser significativos para los demás, pero que alimentan los sentimientos que se llevan en el corazón. Su corazón estaba lleno de recuerdos que él atesoraba con gran añoranza. En su infancia, la primera noción que tuvo de Cuba fue a través de un famoso “no cubano”, cuyo rostro aparecía en múltiples lugares. Hasta su tío Juan, quien era unos años mayor que él, tenía en su cuarto una imagen del Che Guevara, que se popularizó por aquella época. No comprendía muy bien porqué, pero lo mismo ocurría con la bandera británica, que se veía también en todas partes. El tío Juan solía pintarla en la punta de sus tenis. Él también lo hizo. Eran verdaderos iconos. Hoy se entiende que la bandera británica era el símbolo de la invasión musical de aquel país en el mundo entero. Lo del Che no lo comprendía bien. Era argentino, había peleado en Cuba y había muerto en Bolivia. Era confuso. Y en las fotos usualmente aparecía con un tipo barbado y con gorra militar: Fidel, de quien se hablaba en las noticias con una mezcla de respeto y recelo a la vez. A los nueve años, usaba una boina como la del Che, sólo que de color guinda. Se la regaló el tío Poncho, quien le puso remaches de metal para decorarla, y una estrella plateada al frente. Cuando rondaba los doce años, anduvo poniendo propaganda de un partido socialista con su primo Polito. Ambos pegaban los carteles con engrudo en los postes de la colonia lo más alto que podían. Solía escuchar al tío Toño en las reuniones del partido sobre las bondades del socialismo y de cómo algunos países lo adoptaban. Su infancia y su adolescencia transcurrieron en tiempos de la Guerra Fría y había cierta paranoia sobre los comunistas y el bloque soviético que, de alguna forma, también alcanzaba a Cuba. Entonces abundaban las películas de espías, donde los rusos siempre eran los malos. Y en medio de todo ese revuelo, en América, muy cerca de Estados Unidos, estaba Cuba, con Fidel al frente, haciendo de su país una isla política, socialista, renegada, y rodeada por el “imperialismo Yanqui”, como decía el tío Toño. A pesar de su edad, entendía lo difícil que debía ser tener de enemigos a los gringos. Y dado que la revolución cubana ocurrió en 1953, significa que, a lo largo de toda su vida, Cuba siempre estuvo enemistada con Estados Unidos, hasta últimas fechas.
  • 13. El mundo es un pañuelo 13 Nunca creyó que el comunismo fuese la panacea que pintaba el tío Toño. A pesar de sus avances científicos, tecnológicos y culturales, muchas fuentes hablaban de las carencias que las personas tenían en los países socialistas, y la idea de ceder la individualidad en pro de la colectividad nunca le fue atractiva. La gente solía abandonar los países socialistas, aun dejando a su familia atrás, por una vida en occidente. Así que adoptó una postura de socialista instintivo, deseando el bien común, pero sin restarle importancia a la individualidad. Años después, conoció a Martínez Corbalá, quien fuera embajador de México, tanto en Cuba como en Chile, y que estuvo en funciones cuando Salvador Allende y el golpe de Estado del 73, en que Pinochet se hizo del poder. Así que supo de primera mano cómo la embajada de México dio un apoyo incondicional a chilenos, incluyendo al poeta Pablo Neruda, durante aquel suceso donde asesinaron al presidente Allende, de extracción de izquierda. El exembajador le contó también cómo hizo lazos de amistad con Fidel, y varias anécdotas del presidente cubano desconocidas para el ciudadano común. Mucho se hablaba de las carencias económicas de Cuba. Y él pudo constatar personalmente algunos grandes contrastes del país cuando lo visitó. Cuba, además, y a partir de ese momento, siempre estuvo ligada a una mujer que amó profundamente. Elena, siberiana, de esbelta figura, rubia, de ojos grises, de voz suave y cálida, y adorable sentido del humor, gustaba de los escritores del Boom Latinoamericano. Y él, en contraparte, gustaba de los autores rusos. Así que ambos tenían mucho que contarse. Pero, ante todo, sentían una fuerte atracción el uno por el otro. Ella no hablaba español, y él no hablaba ruso. Solo aprendieron algunas palabras, pero ni falta que hacía. El inglés les ayudaba. Pero más que el idioma, era la química y la física de sus cuerpos, sus miradas, los besos que intercambiaban constantemente, el roce de pieles, de cabellos, la humedad de sus cuerpos, la temperatura, la forma de adivinarse el pensamiento, lo que hacía inútiles las palabras. Cuando no hacían el amor, dormían un poco, siempre abrazados. A veces se acordaban de comer, y volvían a hacer el amor con una intensidad que duraba encendida por mucho tiempo. Jugaban desnudos, se mordían, se peinaban y se despeinaban, se hacían bromas, y se amaban.
  • 14. El mundo es un pañuelo 14 Después de un tiempo, decidieron salir a la atmósfera, como si hubiesen estado en su propia burbuja. Caminaron muchas veces de la mano por las calles de la Habana. Se unían a la gente reunida en la plaza principal en la avenida Del Prado, donde por la noche ponían una grande y desvencijada pantalla para ver los juegos del campeonato de la liga de béisbol. Notaron que los cubanos hacían fiesta, tanto si ganaba su equipo como si perdía. La gente parecía feliz, aunque en la Habana vieja, tan pronto se veían edificios bellamente restaurados que servían de restaurantes para turistas, como pobres vecindades desvencijadas, grises, como raídas por el tiempo, con sus habitantes mirándolos con tristeza desde dentro. Pero estaban juntos. Eran como intocables. Estaban en aquel mundo olvidado por el tiempo, con un aura que los separaba del resto; que los hacía únicos. Él siempre pensó que la miseria cubana era muy diferente a la de México. La gente es pobre, miserable, pero se percibe sana. En Cuba, en general, ves cuerpos fuertes y sanos, no flacos o con sobrepeso, como en México. Una noche antes de reunirse con Lena, caminaba por la calle, cuando un tipo se acercó para ofrecerle una mujer para servicios sexuales. El sujeto señaló hacia el final de la calle, donde una mujer de imponente belleza aguardaba a quien quisiera compañía. “50 dólares”, le dijo el hombre. Él se excusó. “Muy bien, 25 dólares”, insistió el sujeto. Él miraba a la mujer con una mezcla de tristeza y asombro. Se negó de nuevo, pero el tipo volvió a intentar, “está bien, deme 15 dólares”. Se marchó de ahí, recordando lo que decía la gente del turismo sexual que se da en Cuba, y de cómo la necesidad económica hace mella en la dignidad humana. Días después, mientras se trasladaba con Lena en taxi, el chofer, que también era médico titulado, señaló un deteriorado edificio, diciendo que era uno de los mejores hospitales del mundo. “Ahí es donde atendieron a los niños del accidente nuclear de Chernóbil”, les dijo. Luego, el taxista los llevó a comprar fruta para Lena, pero el vendedor tenía solo tres miserables naranjas, casi podridas. En el centro, las tiendas de ropa exhibían en sus solitarios aparadores apenas un par de zapatos y algún sencillo vestido, lo cual le parecía totalmente surrealista. A los lugares donde se detenían a cenar, solían llegar grupos de músicos y cantantes estupendos, que interpretaban canciones a cambio
  • 15. El mundo es un pañuelo 15 de la propina que pudieras darles. Cualquiera de ellos habría sido un éxito en México, pero ahí en Cuba debían ir de lugar en lugar, buscando su precario sustento. Caminaron por la Plaza de la Revolución, con su Monumento a José Martí. Frente a ella, en el Ministerio del Interior, vieron en relieve escultórico la imagen del Che Guevara, que recordaba de su infancia. En letra cursiva rezaba la frase “Hasta la victoria siempre”. En esa plaza, Fidel solía encabezar año con año la conmemoración del primero de mayo, que ya estaba próxima. Así que había posibilidad de ver a Fidel. Es curioso pensar en Fidel y en el Che Guevara. Ambos poderosos iconos, pero mientras uno se inmortalizó tras su muerte, el otro se perpetuó en el poder tras la Revolución, como si fuese un tirano. Y, sin embargo, de alguna manera siguen unidos. En breve plática, un cubano les contó que, en las elecciones, se reunían los representantes ciudadanos para votar por los candidatos postulados a un puesto público, levantando la mano para expresar su voto de manera pública. De esta forma, el candidato oficialista siempre salía elegido, pues nadie osaba estar en contra. De cualquier manera, casi solo se postulaba el candidato oficialista. A Lena, todo aquello le recordaba los años de carencias vividos en la ex Unión Soviética, la rigidez de la política, la vida en su ciudad natal, Ekaterinburgo, con las interminables filas para conseguir comida en los centros de abasto. “Llegaba a ser hasta romántico”, decía, “por el tiempo que pasábamos formados esperando en la línea, uno podía incluso enamorarse de alguien…” Él siempre pensó que, fuera de lo que representaba la inoperancia del comunismo en los países del ex bloque soviético, o de la pobreza generada por la desigualdad en los países capitalistas, la gente continúa viviendo lo mejor que puede, intentando ser feliz con lo mucho o poco que tiene. Las pequeñas alegrías no aligeran las pesadas cargas, pero se aprovechan los momentos, como imaginaba que ocurría a la gente en Cuba también. Algunos señalan que la población cubana es una de las más felices en el mundo. Y podría decirse que es gente de naturaleza alegre. Pero no creía en eso. La falta de libertades individuales era notoria y desalentadora. Habría dicho que se ansía, se anhela la libertad. Y aunque la jaula fuese de oro, pensaba que el espíritu humano buscará, tarde o temprano, liberarse de las ataduras, y de las paredes que lo limitan. Solo la gente que no
  • 16. El mundo es un pañuelo 16 ha vivido en un país socialista, anhela vivir a hí. Los que han salido de esos países, no piensan regresar a eso. En las calles, la vista de los autos antiguos circulando, algunos bellamente conservados, contrastaba con los autos compactos que llegaron en las épocas de la presencia rusa en la isla, que no son nada atractivos. Pero, sobre todo, contrastaban los Mercedes Benz y los BMW de modelo reciente que escasamente se ven en el tráfico. “Seguramente de algún político o un alto funcionario…”, diría el taxista al referirse a ellos. Se fueron a Varadero en autobús. La carretera no era nada concurrida. En el trayecto, la canción “Hasta siempre comandante”, pareció electrizar el ambiente en el autobús lleno de turistas, y algunos la cantaron. Lena, quien no entendía aquello, preguntó de qué se trataba. “Che Guevara”, le dijo. Sus estrofas, “Y con Fidel te decimos: ¡hasta siempre, comandante!”, le daban una idea de la presencia de Castro, ligada al Che de origen, pero también como el máximo representante del Estado Cubano; “aquel que todo lo ve, y que no perdonaría ser omitido en la canción”, pensó él. En Varadero, las aguas más paradisiacas parecían teñir de un claro azul el mar, limpio y transparente. No era muy afecto a nadar en el mar, pero ahí fue inevitable. Aunque prefería andar los caminos de la gente del lugar. Así que él y Lena fueron y vinieron en motocicleta por el pueblo, lejos del hospedaje, en total libertad y tranquilidad. Una tarde, incluso, tomaron carretera en motocicleta, bordeando la playa, ante el más bello atardecer que habían visto alguna vez. Con Lena asida a su cintura, y mirando hacia el horizonte, imaginó que detrás de aquella lejana vista seguramente estaba el resto del mundo. “¡Cómo a alguien podría ocurrírsele no amar a Cuba!” Se dijo a sí mismo. Llevó a Lena al aeropuerto para tomar el avión de Aeroflot que la llevaría de regreso a Rusia. Les dijeron que Fidel, por primera vez, no estaría en la celebración del Día del Trabajo. Era una señal inequívoca de que la salud del viejo lobo de la política internacional comenzaba a mermar. Se despidieron. Lena pasó por la revisión de aduana acostumbrada y él la vio cruzar el portal hacia la sala de abordaje. No podía dejar de ver sus hermosos ojos grises mirándole desde la distancia, enmarcados por sus finos rasgos y su rubia cabellera, mientras la puerta se iba cerrando, hasta que ya no pudo verla más. Su chica rusa se había ido de Cuba. Al día siguiente, tomó el avión de vuelta a México. No
  • 17. El mundo es un pañuelo 17 tenía caso quedarse a la conmemoración si el presidente Castro no iba a presentarse. Pero, sobre todo, nada más tenía importancia si Lena ya no estaba. Con nostalgia, vio por la ventanilla como la hermosa Cuba iba quedando atrás, hasta que ya todo fue mar y cielo. Entonces supo que una parte importante de él se habría de quedar ahí. Por azares del destino, nunca más volvió a ver a Lena. La vida nos lleva por rumbos que a veces no queremos tomar, pensaba. Nunca fue partidario de los mandatarios que se eternizan en el poder, pero el caso de Cuba es seguramente especial. Sentía conflicto al pensar en ello. Una nación vetada económicamente por el país más poderoso del mundo, requería de un líder fuerte, sin duda. ¿Qué habría sido de la isla si al gobierno emanado de la revolución se le hubiera reconocido como tal en su momento, y dejado ser, sin tal presión? No le gustó la miseria que vio, pero tampoco intentó hacer reflexión sobre el líder o sobre su política. Cuba significaba otra cosa para él. Lena había hecho más hermosa a la de por sí bella Cuba, a pesar de sus grandes contrastes. Hoy en día, que ha pasado el tiempo, se sienta en una banca en el parque, y mira hacia atrás el ayer. Ya la madurez le ha alcanzado. La juventud se ha ido. Ya sus canas pintan de plateado sus sienes, su bigote y su barba. Cuba y casi cualquier cosa le trae memorias de aquella mujer que amó. Cualquier motivo abre el baúl de sus recuerdos, y le sirve de pretexto para revivir momentos que siempre habrá de llevar consigo. Le dijo adiós a Cuba, y le dijo adiós a Lena. ¡Hasta siempre, Cuba! ¡Hasta siempre, amada Lena!
  • 18. El mundo es un pañuelo 18 El esposo avaro Un matrimonio deseaba un retrato grande al óleo para la esposa. Sabiendo que a lápiz sería más barato, el marido insistió en esa técnica, pero en grande. Como pintor, le expliqué por qué no era posible, pero entre más explicaba, más insistía el otro. Concluí que solo haría el retrato según mi propuesta. Entonces, el marido salió azotando la puerta, ante la triste mirada de la esposa. Tiempo después, regresaron. Esta vez, ella pidió un retrato grande al óleo, pero de su madre recién fallecida. El esposo no pudo negarse. Ahora cuelga en su casa un carísimo retrato de su suegra.
  • 19. El mundo es un pañuelo 19 Mi pequeña compañera de baile Una vez conocí a una mujer, y aunque no llegué a saber mucho sobre ella, pude develar un poco de su dulce pasión. Yo ayudaba a preparar y a servir las bebidas y platillos de comida para los presentes en cada reunión. Iba y venía de mesa en mesa, en donde se veía que predominaban grupos de hombres o de mujeres, separados tal vez por timidez. Sin embargo, yo percibía el brillo de la juventud de sus corazones reflejado en los ojos de cada uno de ellos. Después de comer, la música resonaba en las cuatro paredes. A nadie parecía molestarle el volumen alto que se escuchaba. Entonces, afloraban las sonrisas y el baile empezaba. Cada quien buscaba su pareja. Yo la invite a bailar, justo a ella. Ana Laura era pequeña, y de cabello castaño claro. Vestía una falda oscura, una blusa floreada y zapatillas de tacón bajo, todo elegido para la ocasión. Hablamos mientras bailábamos. Me contó que conoció a un joven que la visitaba en su casa. Seguido le llevaba flores. “Era un artista, un romántico y me quería mucho”, me dijo. Ella era muy joven en aquel entonces y estaba muy enamorada. Me contó como un día, él se presentó a hablar con sus padres para pedirla en matrimonio. Ella casi estallaba de alegría mientras esperaba el resultado de aquella plática. Luego de un momento, el pretendiente salió intempestivamente de su casa, casi sin despedirse. Se le había dicho que Ana Laura no podía casarse antes que sus dos hermanas mayores, que, dicho sea de paso, no eran bellas como ella, la más pequeña. Ana Laura lloró desconsolada por mucho tiempo. De su enamorado no volvió a saber jamás. Yo me sentía conmovido por su relato, y sólo esperaba que mi compañía sirviera un poco para distraerla de aquellos recuerdos. Seguimos bailando, y me platicó cómo tiempo después conoció a otro hombre, justamente en un salón de baile. A ella le gustaba bailar, y como siempre se veía tan bella usando aquellos amplios vestidos, sus celosos hermanos estaban continuamente vigilantes de los muchachos que se le acercaban. Esa noche, recordaba, tocaba en el salón una orquesta foránea con varios integrantes. Uno de ellos de pronto bajó del escenario y la invitó a bailar. Ella cuenta con
  • 20. El mundo es un pañuelo 20 emoción como el osado joven pidió a la orquesta tocar una pieza en especial que cantó mientras bailaban. Ana Laura sintió renacer una esperanza que creía perdida. Sin embargo, sus hermanos, empeñados en cumplir la determinación de sus padres, se encargaron de dejar en claro que aquello no podría ir más allá. Días después, la orquesta se fue de la ciudad, y el músico no regresó jamás. La vida de Ana Laura siguió su curso, sus hermanas nunca se casaron, y ella nunca conoció tan anhelada dicha. A mitad del baile, solíamos entregar regalos a quienes cumplían años ese mes. Me divertía mucho viendo las reacciones de los festejados. Luego de aquello, la música se oía de nuevo y todos regresaban a bailar. Era increíble el derroche de energía de los asistentes. Yo regresé al lugar para la fiesta del mes en dos ocasiones más. Volví a bailar con ella, mi pequeña y frágil compañera de baile. El siguiente mes, que era septiembre, sería su cumpleaños, según lo dijo ella misma. Llegado septiembre, me preparé como era usual, para celebrar la fiesta mensual. Llevaba todo lo que me tocaba en aquella ocasión, más un par de regalos y un pequeño ramo de flores para la cumpleañera especial. Llegué y observé que todo estaba como de costumbre. Nada extraordinario. Todo estaba preparado para ser una fiesta grandiosa y alegre como las anteriores. Comenzamos repartiendo la comida en cada mesa y disponiendo todo lo demás para el festejo. Pero Ana Laura no estaba presente. Pensé que estaría en alguna otra habitación del edificio, así que tomé las flores y pregunté donde se encontraría, para llevárselas. "Ana Laura murió hace una semana", me dijo la encargada del asilo de ancianos. Estaba por cumplir los 78 años. Me quedé inmóvil. La encargada tomó las flores de mis manos y se alejó con ellas mientras yo la observaba. Las depositó en la capilla del asilo. Quizá en un lugar como aquel, la muerte es una cosa más común. Pero no es fácil acostumbrarse a ella. Aún ahora, guardo el recuerdo de mi compañera de baile. Ana Laura. Descanse en paz.
  • 21. El mundo es un pañuelo 21
  • 22. El mundo es un pañuelo 22 Teresa Abría la puerta de mi casa y podía ver su puerta abrirse al mismo tiempo, en la acera de enfrente. Teresa salía del porche y me esperaba bajo el árbol de moras. Yo cruzaba la calle, animado por la alegre inocencia de sus ojos. Ambos tomábamos moras caídas del árbol y con ellas hacíamos figuras en la banqueta. Después nos reprenderían por eso. ¡Pero que importaba! ¡Éramos niños! ¡Y éramos felices! Desde que Teresa se convirtió en recuerdo, nunca volvió a pisar la realidad. Toda mi vida esperé por ella y jamás regresó.
  • 23. El mundo es un pañuelo 23 Te espero, padre Yo estaba ahí, en esa austera habitación. Solo; sentado y esperando dentro de aquel gran edificio, en el que todo estaba tan calmado. Unas horas antes había estado atestado de gente, pero a esas horas de la madrugada ya no había movimiento; si acaso algún sonido distante de vez en cuando. Yo estaba atento y esperaba. Y en aquella espera, comencé a reflexionar. Seguramente cuatro décadas atrás, mi padre habría esperado también en una sala como aquella, llena de sillas vacías. Igual, de madrugada. Lo imaginé en momentos sentado, en otros caminando lentamente en círculos, o simplemente mirando las paredes. Mi padre habría salido a fumar de vez en cuando. Yo no fumo. Así que, a diferencia de lo que habría hecho mi padre, yo solo salía por momentos a tomar aire. Pero, aunque en distintos tiempos y en distintos lugares, ambos habríamos esperado en solitario silencio; solo sintiendo el paso del tiempo, sin poder hacer más: solo esperar. Un año antes de nacer yo, mis padres habían perdido a su primogénita, quien nació con un soplo en el corazón. Por eso, en esa nueva espera, mi padre debió estar nervioso, soportando el paso del tiempo con tensa ansiedad. Por la mañana muy temprano, nacería yo, su segundo hijo. Y aunque nací con severa falta de calcio, sobreviví, superándose así el temor a una segunda muerte en la familia. La puerta se abrió y vi al doctor entrar a la sala de espera. –Venga a despedirse de su padre, –me dijo. –No hay tiempo. Entré a verlo a la sala de terapia intensiva. Hacía dos días que había perdido el conocimiento. Sus signos vitales eran ya muy débiles, y apenas reconocía aquel inerte padre mío, antes tan lleno de vitalidad. Hablé con él, aunque ya no me escuchara, como quizá él lo habría hecho conmigo al nacer. Y me despedí. Regresé a la sala de espera, sabiendo que el desenlace sería fatal. Me senté de nuevo a esperar, porque yo sabía que décadas antes, mi padre había esperado por mí, sin importar la hora, el cansancio, o el lugar. Así que yo esperé, como antes él lo había hecho. Sólo que esta sería una espera distinta.
  • 24. El mundo es un pañuelo 24 Mi padre esperó por mí toda una madrugada, cuando llegué a este mundo. Y yo también mantuve la espera, aquel día en que murió. Así sucede en esta nuestra experiencia humana, que en ocasiones esperamos para recibir la vida. Y en otras, debemos hacerlo para despedirla.
  • 25. El mundo es un pañuelo 25 La lección del maestro En una ocasión, departía en una amistosa y agradable reunión con compañeros poetas, entre los que se encontraba mi entrañable amigo, el Maestro, de quien guardo especial afecto y admiración, tanto por su maestría poética, como por su excelente calidad humana. Nuestra mesa nos hacía disfrutar de una bella tarde a la orilla del mar, bajo la sombra de palmeras y palapas, entre ricas viandas y refrigerios, y una suave brisa que enmarcaba con minúsculas gotas nuestra tertulia tropical. Como es natural en estas reuniones, hablamos poco de poesía, pero hubo momentos de afortunada expresividad en que algunos talentosos compañeros nos deleitaron, junto a los demás comensales, con canciones y poemas. También disfrutamos de música y bailables autóctonos, con bailarinas de todas las edades y estilos. La tarde resultaba embriagadoramente encantadora, cuando en cierto momento, observé que el Maestro se levantaba de su asiento. Respetuosamente, me atreví a preguntar si algo se le ofrecía, a lo que él contestó con toda serenidad, -No te preocupes, me ha llegado la inspiración. Yo sé, como todo aquel que pretenda ser poeta sabe, que la visita de la inspiración demanda atención y esmero de parte de quien espera arrancar una flor de sus jardines, aunque ella insista en presentarse a la hora y lugares más diversos y, frecuentemente, menos apropiados. Por ello, el artista que reciba ese regalo podrá, seguramente, sentirse afortunado, aunque sólo sea hasta que la ausencia de esa dama cale en los huesos nuevamente. Miré al Maestro mientras se alejaba de la mesa, con el andar pausado y sin prisas que sólo tienen esos venerables personajes que uno admira deveras. Su mirada al frente, quizá ya viajaba más allá del horizonte, más allá de la inmensidad del mar, más allá de soles distantes; y él, se dejaría llevar con sumisa voluntad por las alas de la inspiración cuasi divina, inmaterial, mística y etérea, intuía yo, mientras me preguntaba si alguna vez podría tener una pizca de la maestría de aquel hombre. Así iba mi imaginación hilvanando sus pasos, cuando la conversación de nuestro grupo de amigos reclamó de nuevo mi atención. No estoy seguro del tiempo transcurrido, para cuando vi regresar, poco a poco desde la playa, la silueta inequívoca del Maestro, abriendo efímeras huellas en esa arena que insiste, como siempre, en desmoronarse tras
  • 26. El mundo es un pañuelo 26 cada pisada. Y él, tan digno, con los años de artificio poético agolpándose en su mente, se preparaba en silencio para hacer posible el milagro de la creación, de esa belleza de aparente sencillez en su concepción, de la que uno como discípulo desconoce sus misterios. Avanzó pues, el Maestro hasta su silla y yo procuré no mostrar la interrogante que hervía en la cazuela de mi cerebro, y que burbujea siempre que insiste en descubrir la receta secreta de los buenos chefs de las letras. Con curiosidad, finalmente pregunté, -Maestro, ¿qué mágico poema le dictó hoy la inspiración? -A lo que contestó, sin perder la ecuánime serenidad que lo distingue. -Muchacho, ¿acaso no viste la imponente rubia que estaba en la playa? Del Maestro aprendí que uno siempre debe mirar más allá de la poesía misma, y que, por alguna razón que desconocemos, los maestros siempre serán sorprendentes.
  • 27. El mundo es un pañuelo 27 Jardines tras la ventana Yo solía ir a la biblioteca pública frecuentemente. Ahí conocí a personas que también asistían asiduamente. Aparte de los lectores empedernidos, estaban los investigadores, los que acudían a hacer su tarea regularmente, los grupos de muchachos de secundaria o de prepa, los universitarios, los que solo iban a jugar ajedrez, y era relativamente fácil distinguir a unos de otros. Solo hubo un personaje que nunca supe como encajaba. No había clasificación para ella. Era notoriamente diferente. Se paraba a la entrada de la sala de lectura, y miraba al ventanal, hacia los jardines. Mientras estaba ahí, yo continuaba en mi lectura, pero de vez en cuando miraba mi entorno, como para ver cuánto había cambiado este. A veces ella seguía ahí, y a veces, simplemente ya no estaba. Los días pasaban cual desfile. La gente iba y venía, sin la menor relevancia. Y en el momento menos esperado, ella volvía a aparecer. Entonces, se paraba ahí, a la entrada, y miraba el ventanal. Siempre llevaba puesto un sombrero y un saco. El mismo sombrero y el mismo saco. El sombrero se veía viejo, y tenía algunas flores de tela a un lado, como aplastadas, descoloridas, como empolvadas. El saco se veía raído, deslucido. Siempre la vi con vestido, pero este nunca tenía mejor aspecto que el saco o el sombrero. Su calzado eran botines de trabajo; ásperos. No habría podido decir su edad. Aunque ella era delgada, su rostro tenía las cicatrices propias del acné de juventud, que dan un aspecto irregular al cutis, como si estuviera arrugado. Sus ojos eran dos pequeños y lejanos luceros, casi infantiles. Sus rasgos eran finos, aunque quizá no estaban bien acomodados. Ella era fea, sí. Pero en su fealdad era muy hermosa. Sé que esto suena contradictorio, pero era lo que yo percibía. No había nada en su anatomía que yo pudiera considerar hermoso, pero en su conjunto, en su figura, toda ella lo era. Había cierta gracia en usar aquellos viejos atuendos, una sutil dignidad de portar lo que quizá fueran sus mejores ropas. Quizá se vestía así, especialmente para ir a la sala de lectura. Imaginaba que era como un viajero del tiempo, extraviado. Como si un par de siglos hubiesen pasado sobre ella. Bien podría haber sido un personaje extraído de algún
  • 28. El mundo es un pañuelo 28 libro o de una obra de teatro. Quizá era su forma de decir que era especial. Jamás la vi acompañada. ¿Qué historias habrán llenado la vida de aquella mujer? ¿Qué pasaba por su mente al ver los jardines? Nunca lo supe, ni me atreví a preguntar. Ella era tan fea y tan hermosa a la vez, y yo me sentía incapaz de romper aquel frágil equilibrio. Daba alegría y tristeza verla. La veía frágil, como se ve a un copo de nieve, con temor a que se derrita; como a un diente de león a punto de ser llevado por el viento. Yo la veía como quien ve a un pajarillo que tímidamente se acerca, pero que está presto a volar al menor movimiento en falso. Por eso yo solo la miraba. La dejaba ser. Llegaba. Se paraba a la entrada de la sala de lectura. Y miraba los jardines, a través de la ventana.
  • 29. El mundo es un pañuelo 29 El Quijote Hace unos años, una de mis alumnas de pintura me dijo que un amigo estaba interesado en que le pintara un cuadro, así que le pedí que lo invitara al estudio. Quería un Quijote. El tema del Quijote nunca me agradó. Es demasiado recurrente. Todo mundo lo pinta. Seguramente todos los abogados tienen uno en sus oficinas. Es incluso usual que varios tengan un Quijote pintado por un mismo pintor, especializado en quijotes, cosa que me es sumamente desagradable. Yo no podría pintar un Quijote así, caricaturesco, de esos que provocan cierta ternura por la locura del personaje, escuálido, pintoresco y de ojos bonachones. No podría pintar un Quijote icónico, cuya imagen gastada no parezca tener carácter alguno; despersonalizado, atemporal e ingrávido. Tendría que pintarlo como a alguien a quien conociera, cuyas luchas fueran verdaderas, cuyo cansancio todos pudiéramos identificar reflejado en sus ojos. Cuando el interesado, precisamente un abogado, me dijo que quería que el rostro del Quijote reflejara un hastío por el sistema de justicia, me alegré de que su enfoque coincidiera con el mío. Por primera vez acepté pintar un quijote. El hombre pagó el anticipo, y quedé en avisarle cuando estuviera listo su encargo. Lo pinté. Mi Quijote en verdad estaba cansado, fastidiado de este sistema de justicia que beneficia a los poderosos, al mejor postor, o al más influyente, y pocas veces a las causas justas y nobles. Mi Quijote estaba harto de este sistema corrompido; su rostro es sombrío, abatido, y su cabello está lleno de canas. Es un Quijote completamente patético. Seguramente ningún abogado querría un Quijote como el mío en su oficina, excepto mi nuevo cliente. Al terminar la pintura notifiqué al cliente, quien me depositó el pago. Así que esperé a que pasara por el cuadro. Pero nunca lo hizo, y nunca lo vio siquiera. El hombre solo fue al estudio el día en que hizo el encargo, y nunca regresó. Había dicho que tenía planes de irse a Chile a trabajar en una empresa minera, así que supuse que eso habría pasado. El Quijote permaneció colgado en el estudio, esperando.
  • 30. El mundo es un pañuelo 30 Pasados cinco años, leí una noticia de que aquel hombre acababa de morir en un accidente en la ciudad. Un mes después, una mujer llamó del mismo número de teléfono del hombre, preguntando si era yo el maestro de pintura, y dijo que quería venir al estudio. Así que la invité a venir. Pero nunca vino. Lleno de curiosidad, volví a marcarle, pero el teléfono ya había sido deshabilitado. Así pasaron dos años más. Pero nadie se presentó a reclamar la pintura. Un buen día, mi agente llamó invitándome a una subasta a beneficio de una organización, que realiza cirugías oculares para personas de bajos recursos. Yo pinto muy poco y no suelo poner mis cuadros en venta, así que me pareció buena idea ofrecerle el Quijote que nadie había reclamado. La pintura fue incluida en el catálogo de la subasta. No estuvo en la exposición, porque esta fue en otra ciudad. Pero se vendió de inmediato. Y la envié. Ya pasó año y medio de eso. Y recientemente, me contactó una persona cercana al comprador. Me dijo que el señor era alguien que ayudaba a la asociación que hizo la subasta, pues él había perdido la vista años atrás, y que por eso había aportado a la noble causa. Entonces, ¿el dueño de la pintura nunca la ha visto? Pregunté. “No, nunca la ha visto. Solo se la hemos descrito.” Dijo el hombre. Vaya que es curioso, que ninguno de los dueños del Quijote que pinté lo ha visto, ni podrá verlo jamás. Lo único que ambos supieron de mi pintura, es que es un Quijote cuyo rostro aparece fastidiado por la descomposición actual del sistema judicial. Vaya que hasta el mismo Don Quijote continuará librando su eterna y quijotesca batalla propia. Y yo no dejo de preguntarme si el siguiente dueño de la pintura, si es que sucede, podrá realmente verla.
  • 31. El mundo es un pañuelo 31
  • 32. El mundo es un pañuelo 32 El concurso De niño, tuve mi primer encuentro con la relatividad. En la escuela, pusieron un examen para elegir al representante para un concurso de matemáticas en que preguntaban: «¿Te lavas los dientes antes o después de comer?» Cuando el maestro vio mi baja calificación, preguntó por qué había errado tanto. Respondí que su examen estaba equivocado. “Cuando se hacen ese tipo de preguntas, debe especificarse el instante en el tiempo.” La pregunta debía ser: ¿Te lavas los dientes inmediatamente antes de comer o inmediatamente después de comer? En caso contrario, el examen estaba mal planteado. Me eligieron para el concurso.
  • 33. El mundo es un pañuelo 33 Los Garadables Para algunos, esa podría haber sido una noche como cualquier otra. Pero no para los Garadables. En especial aquella, cuando la Luna llena se alzaba en el cenit, y los aullidos de hombres y mujeres lobo se escuchaban por doquier. A lo lejos, el Búho, Guardián del Libro de la Insolitud, buscaba las cosas insólitas que sucedían para dejarlas grabadas en sus páginas. Fue entonces que se escuchó un aleteo. Por un momento, una sombra iba y venía erráticamente por el cielo lleno de luna, hasta que esa figura alada se detuvo, quedando colgada de una rama entre las sombras, bocabajo. Desde la profundidad de la noche, los ojos de otra criatura la miraban con sigilo, sin perderle de vista. Ya se preparaban sus fauces para abrirse, ya comenzaban a flexionarse sus patas para lanzarse sobre el quiróptero cuando, justo en ese momento, algo insólito sucedió. El abuelo le contaba a su nieto cómo en su infancia, vagando perdido por una vereda una noche de luna llena, vio algo insólito que no había podido olvidar. Tras un breve resplandor, una criatura del bosque se había transformado en hombre, justo ante su mirada. Escondido tras la maleza, vio cómo las patas de la criatura se transformaban en piernas, sus fauces en una boca humana, sus largas orejas disminuían y el pelo se retraía, absorbido por la piel, hasta quedar esta totalmente descubierta. El niño, que escuchaba el relato con los ojos desorbitados, exclamó: “¡Abuelo, eso puede ser sorprendente, pero no es agradable!” “Ellos no son agradables, pequeño mío,” respondió el abuelo. “Por eso la gente los llama: los Garadables”.
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  • 35. El mundo es un pañuelo 35 Me engañaron “Me engañaron”, murmuró para sí el delgado personaje, mientras se metía los calcetines. Esta vez no había revisado si estaban vueltos “al revés”, o al derecho. Le molestaba encontrar los calcetines con las costuras hacia afuera. Le molestaba que las cosas no guardaran el debido orden. Pero esta vez no reparó en ello; simplemente se los puso. Su mirada apuntaba hacia un lugar lejano, fuera de aquella habitación. Continuó vistiéndose mientras su esposa lo observaba discretamente, casi de reojo. Ya tenía días que el hombre pensaba en voz alta, meditativo, y de su boca salían cada vez más frecuentemente las mismas palabras: me engañaron. Para quienes estaban a su alrededor, era evidente que algo abstraía su mente. No era para menos, dado los últimos acontecimientos que se habían sucedido en el país. Pero el hombre parecía casi extraviado, escudriñando en extraños recuerdos, como si intentara descifrar un rompecabezas cuya clave le fuera esquiva. Rompecabezas, eso era algo que sabía hacer muy bien. En su infancia armó algunos. Muchos. Y más adelante continuó armándolos, aunque estos fueran de distinta índole. Desde muy joven sufrió carencias y privaciones, pero su refinada inteligencia supo reconocer cada una de las piezas del rompecabezas de la realidad que iba viviendo, para acomodarlas después con sumo cuidado y de la manera precisa, para que la vida fuera menos severa con él y con su familia. Y así fue. Hubo ocasiones en que inclusive se sintió afortunado. Pero la fortuna poco o nada tenía que ver. Él se había hecho a sí mismo con esfuerzo, con trabajo y con inteligencia. De su infancia recordaba cómo su familia fue echada, literalmente a la calle, por no poder pagar la renta. Ante tal humillación se dijo a sí mismo, “no volverá a suceder”, y se lo repitió miles de veces. Y de nuevo, así fue. Ahora, dos palabras eran la constante en su mente; dos palabras que parecían tan simples e inofensivas pero que, en su investidura, habrían de ser imperdonables. “Me engañaron”, era lo que oía en su mente como repicar de campanas. Antes, el tañer de las campanas le recordaba la tranquilidad que reflejaba la vida sencilla e inocente de un pueblo que buscaba la paz al cobijo del todopoderoso. Pero últimamente, el sonido que provenía de la Catedral Metropolitana ya no era de ese tipo de campanas, sino de unas que le recordaban a una multitud que lo insultaba, desafiante e insolente.
  • 36. El mundo es un pañuelo 36 Se calzó los zapatos. Eran pulcros, y aunque no eran extravagantemente caros, eran finos y siempre parecían estar perfectamente limpios. No le gustaba que no fuera así. Desde joven, sin más lujo que su propio talento, procuraba vestir siempre impecable, dentro de sus posibilidades. Esbelto, aliñado y bien peinado, procuraba que la pobreza no se le notara. Y lo lograba. Pero había algo que jamás pudo esconder, y que llevaba a cuestas, literalmente sobre sus hombros: su feo rostro. Ya su madre había exclamado frente a él cuando era chico, “¡Por qué tengo un hijo tan feo!”. Y mientras tuvo uso de razón, esas palabras resonaron en su mente, intentando taladrar su autoestima. Pero él era fuerte, ¡y más que nadie! De eso estaba enteramente convencido. La pobreza, las humillaciones familiares y su fealdad eran cosas que él habría de superar a toda costa y estaba dispuesto a conseguirlo. Se puso la camisa, perfectamente planchada, e hizo pasar por las hojillas todos los botones, uno a uno. Se fajó el resto de la camisa dentro de los pantalones que ya traía puestos. “Bien fajado”, como debe ser, se había repetido innumerables veces antes de ir a la escuela cuando era niño, así como cuando iba a la universidad. Un hombre bien fajado, como concepto, sería para él un recurso muy valioso, pues así combatía la imagen de pobreza que se había propuesto evitar. Esto también, pensaba él, quizá haría algún efecto en el concepto que su madre tenía respecto a su fealdad. “Al menos mi hijo es bien fajado”, tal vez pensaría ella. Aunque él nunca la escuchó decirlo. Pero, y sobre todo, ser un hombre bien fajado en el México de su juventud, significaba mucho más. Tanto talento como talante tenían que ir de la mano; astucia, valentía, osadía, buen juicio y la inteligencia que lo caracterizaban, eran definitivamente elementos necesarios para ser un hombre bien fajado. Eso le recordó que, por aquellos años en que escalaba los primeros peldaños de su carrera, le habían nombrado juez de barandilla, con todo lo que ello implicaba. Nunca le tembló la mano, pues su agudeza mental y el conocimiento que de las leyes tenía, lo hacían preciso y justo. Además, era un hombre honesto y trabajador que pronto llamó la atención, lo que le ganó simpatías de políticos que luego le ayudaron a ascender en su carrera. Aun así, recordaba muy bien algo que le sucedió en una ocasión, ya siendo servidor público de mediano nivel en el Gobierno del Estado. Al salir del cine con su esposa, se percató de que alguien lo seguía. La pareja se encaminó a su casa, y dejando a su mujer a salvo, tomó una pistola y salió a la calle, consiguiendo tomar por sorpresa a
  • 37. El mundo es un pañuelo 37 su perseguidor. Luego de obligarlo a identificarse, se enteró que era un empleado de gobierno. Al día siguiente, atravesó la puerta del despacho del señor Gobernador y dejó caer en su escritorio la identificación del fallido espía, al tiempo que le hacía saber que con él no se podía jugar de esa manera. Seguramente, el gobernador quedó impactado. Sí, definitivamente, él era un hombre bien fajado; sólo que antes esto no le había incomodado. Pero últimamente, se había estado preguntando si ser bien fajado le había causado problemas. Muchas eran las interrogantes de los últimos tiempos, pero la que más le molestaba era si había sido demasiado bien fajado; si se habría excedido. ¿No había demostrado ya que era honesto y trabajador? ¿No había traído al pueblo, al que se debía, bienestar y desarrollo? Sabía que no había acabado con la pobreza. Pero, ¿quién lo había hecho? “Nadie”, se repetía, “en ninguna parte del mundo, en ningún momento histórico, ha sido capaz de hacerlo”. Pero él, con un austero programa económico y una gran responsabilidad en el manejo de los recursos, había logrado “el milagro mexicano”, tan celebrado en varias partes del mundo. Él había logrado alcanzar un producto interno bruto del 6 por ciento, mayor al de Estados Unidos. Él, con una auténtica visión de trabajo y de servicio, había mandado construir nada menos que 120 presas por todo el país. No había en la historia otro ejemplo de gobierno con tal bonanza económica, desde el de Porfirio Díaz. “El tristemente célebre, General Díaz”, pensó. Un hombre muy bien fajado, definitivamente, quien fuera héroe nacional y trajera a México un desarrollo sin precedentes. Tan sólo el ferrocarril habría sido suficiente proeza. Pero a la par de esa aparente bonanza, había sido un dictador y permitido el hambre y la pobreza de los humildes y los desprotegidos. Y lo más importante, había permitido la ilegalidad. Ya no eran los tiempos de Don Porfirio; la modernidad había llegado, había constitución y leyes, y derechos humanos, y la intención de abatir la pobreza. Ahora era su momento, él era un hombre bien fajado y como tal, había decidido llevar a México a niveles nunca antes alcanzados. La revolución había pasado como un huracán sobre el país hacía medio siglo; eran tiempos de construir, no de pelear. Pero cierta casualidad le molestaba. Compartía con el bien fajado Don Porfirio el mismo apellido. ¿Habría otro tristemente célebre presidente Díaz en la historia? “Tu corbata”, dijo su esposa con voz suave, haciéndolo salir de sus pensamientos. Era una corbata verde olivo de seda, muy fina, como le gustaban. Quizá por su
  • 38. El mundo es un pañuelo 38 investidura, quizá por su consabida fealdad, nunca se permitía no estar a la línea. Había decidido ser un hombre elegante. El verde de la corbata era perfecto para la ocasión. Era un color patrio y le gustaba lo que significaba: independencia y esperanza; dos cosas que se había esforzado en preservar como individuo, durante toda su vida. Ante el espejo, vio como el verde de la corbata contrastaba con el fondo blanco de su camisa. El blanco, en la bandera, significa unidad. Y unidad es lo que había buscado en su mandato. Pero los demás parecían no entenderlo. La pulcra camisa no sólo contrastaba con su corbata, sino con la falta de unidad que había sentido los últimos meses, en todas partes. ¿Acaso el pueblo no veía cuanto cuidado había dedicado a su responsabilidad? ¿Por qué ahora parecía darle la espalda? Si no fuera por esos mocosos necios, hippies greñudos, comunistas irresponsables y holgazanes, el pueblo reconocería su valor como el mandatario que era. La estabilidad de un país no responde al capricho de la moda. ¡El mundo acabará desquiciado! Se puso su saco para completar el elegante traje negro que llevaría. “Negro como los tiempos actuales”, pensó para sí, e intentó consolarse, convencido de que había salvado a su país. Enfiló hacia la salida, dispuesto a seguir ejerciendo la encomienda para la que había sido elegido. Al salir, miró la bandera tricolor ondeando a media asta, con los colores patrios sacudidos por el viento; el escudo nacional en medio, sobre la franja blanca, flanqueado por una franja verde a la izquierda (como su corbata), y una franja roja, símbolo de la sangre derramada por los revolucionarios de la independencia. En ese momento miró sus manos, temiendo verlas manchadas de rojo. “Me engañaron”, pensó de nuevo, justo antes de subir al auto que lo llevaría a inaugurar los Juegos Olímpicos de México 68.
  • 39. El mundo es un pañuelo 39 El intelectual Mis ojos humedecen al recordar. Están ya cansados, y nunca fueron precisamente muy emotivos como para llorar, ni fui hombre que se doblegara por eventos duros. Pero hay cosas que duelen desde muy adentro y no cesan de doler tan fácilmente. Y si uno no las saca, terminan por roer las entrañas, como ratas hambrientas. Hoy siento que las fuerzas se me van antes de tiempo. Así que, intentaré finalmente ser sincero conmigo mismo y no mentirme. Esta historia no es para el resto del mundo; no la necesita. No es para mis correligionarios, ni para mis simpatizantes, ni para mis seguidores, y mucho menos para pulir mi desgastada imagen ante la historia. El mundo ya tiene una y mil historias sobre el mismo suceso, y no le hace falta una más. Pero yo sí necesito aclarar las cosas, y no porque quiera ser reivindicado o porque tema algún día ser juzgado. Estoy desprovisto de ese tipo de temores o anhelos, y en tan malas situaciones me he visto antes, que ya no hay premios o castigos que dobleguen mi espíritu, salvo el juicio del espíritu mismo y de la conciencia que grita en ensordecedor silencio dentro de mí. Siempre tuve inclinación por la lectura. Cuando era muy pequeño, me apasionaba tanto escuchar a mi madre leerme antes de dormir. Podía ser un cuento, una fábula, inclusive alguna historia de la Biblia; no importaba, yo escuchaba su voz y esta me hacía viajar, me transportaba imaginariamente a cualquier otro lugar, sin importar lo inalcanzable que fuera. La voz cariñosa de mi madre permeaba mi existencia, día con día, en más de una manera. Pero el momento culminante venía al acabar el día, cuando ya todas las luces se iban a dormir y sólo quedaban encendidas la pequeña lamparita de mi cuarto y la del pasillo. Siempre fui muy inquieto, y de día, parecía que me metía en todos los líos que podía, como si los estuviese buscando. Mi acusada curiosidad me llevaba tras experiencias y cosas nuevas. Lo quería conocer todo, experimentarlo de cerca, casi de forma compulsiva. Por eso corría al ver algo nuevo, y más de una vez caí, me golpeé la cabeza, me raspé las rodillas, rompí objetos sin querer o me extravié del cuidado de los mayores. Pero de noche, ¡Ah! De noche, estaba presto para que mi madre me pusiera los pijamas y meterme a la cama de inmediato. Lo hacía y me quedaba ahí, quietecito (¡quién lo dijera!), con mis grandes y expectantes ojos, arropado con las cobijas hasta la barbilla.
  • 40. El mundo es un pañuelo 40 Entonces, mi madre venía con un libro en mano, se sentaba a mi lado, y me leía. Ella me inculcó el amor por los libros. Naturalmente, comencé a leer antes de entrar a la escuela. Y como todos en la familia sabían de mi gusto por la lectura, frecuentemente me regalaban cuentos o libros. Con el tiempo, mi avidez por la lectura me llevó a leer todo lo que caía en mis manos, ya fuera para mi edad o no. Los libros se convirtieron en mi búsqueda. El mundo real comenzó a tomar sentido en ellos. De algún modo, la experiencia de vivir se había trasladado a mi mente. Sin embargo, no me percaté de ello de inmediato. A mis padres parecía complacerles todo aquello. Mis calificaciones en la escuela eran excelentes. Leer me facilitaba aprender y no tenía siquiera que tomar notas. Mis compañeros se daban cuenta de esto, pero a mí no me parecía nada extraordinario. Simplemente ocurría, al grado de que un buen día, decidí que no necesitaba que nadie me enseñara para aprender. Así que me hice asiduo de la biblioteca, devorando todo libro que podía. Con el tiempo, no fue sorpresa para nadie que comenzara a escribir. Cuando uno pasa el tiempo leyendo y recopilando información, inevitablemente las ideas se engarzan solas, como las cuentas de un rosario, y surge la necesidad de escribirlas. Y así lo hice. Como el escritor incipiente que era, la vida en la capital ejercía un encanto poderoso en mí y me motivaba. Cada vez tenía más libros, más ideas, más personas como yo con quien conversar y debatir. Pronto me vi inmerso en un mundo al que siempre quise pertenecer. Adoraba la bohemia, y pareciera que esa primera mitad del siglo XX era un efervescente caldo de cultivo de intelectuales y de gente interesante. México renacía como país, y había tantas cosas que hacer y aportar, que todo aspecto parecía ser un campo virgen para la experimentación. Había muchas cosas por cambiar. Mientras, yo seguía leyendo y escribiendo con vehemencia, y por supuesto leí a Marx. De hecho, no conocía a ningún intelectual que no lo hubiese leído. Era obligado. Pintores, músicos, escultores, escritores y todo aquel que se considerara progresista había adoptado las enseñanzas de Carlos Marx, casi como un credo. Seguíamos de cerca las noticias de la entonces Unión Soviética, conscientes del experimento sociopolítico y humanístico que representaba. Por primera vez en la historia, se ponían a prueba las ideas marxistas, y Lenin y Stalin fueron el foco de atención. Por eso, desde chavalo asistí
  • 41. El mundo es un pañuelo 41 a mítines y protestas, y solicité que me aceptaran en al Partido Comunista. ¡Caray, el mundo era realmente un lugar excitante! Todo aquel nuevo torbellino de ideas literarias y sociopolíticas giraba en mi mente a toda velocidad. Y como me había sucedido en la infancia, no tardé en meterme en todo tipo de líos y problemas, pero esta vez eran más serios. A pesar de ello, nunca perdí la más mínima oportunidad de decir exactamente lo que pensaba del gobierno y del cerrado sistema que este ejercía. Cada cosa que escribía, hacía o decía, iba encaminada a mostrar mi inconformidad hacia el sistema que odiaba. Siempre deseé para mi país una condición mejor, justo como aquello que describía Marx. Y no sólo para México. Estaba convencido de que el mundo entero se merecía algo mejor, leyes más justas y equitativas, menos opresión y pobreza, menos hambre, mayor dignificación de la condición humana. Siempre estuve convencido de que el proletariado producía la riqueza del mundo y que, por ende, eran los trabajadores quienes debían gozar del fruto de su trabajo, y no quienes los explotaban. El proletariado debía alcanzar un día la tan merecida gloria de tener un gobierno emanado del pueblo; un gobierno a su favor y no en su contra, como sucedía en México y en otros países. Lamentablemente, la nuestra no había tenido los alcances de la revolución rusa. Nuestros caudillos no fueron lo suficientemente visionarios para concebir un gobierno socialista. No tuvimos un Lenin o un Stalin. Nuestros líderes no lo entendieron en su momento, o no quisieron entenderlo: las revoluciones deben servir para renovarlo todo, para implementar ideas y acciones totalmente nuevas y no quedarse a medias. Si no, ¿cómo podemos considerarlas revoluciones? Fue la mexicana una revolución incompleta, y yo, como algunos otros pocos, podía verlo claramente. El resto de la gente no se percataba de ello porque no tenía la información correcta, o estaba demasiado ligada al sistema, o era demasiada estúpida para notarlo. Por eso me decidí, muy joven, a hacer todo lo que estuviera en mis manos para motivar un cambio drástico. ¡Una revolución! Por lo que a mí respecta, me declaré un revolucionario permanente. El Partido Comunista Mexicano me aceptó muy joven, e ingresé a las Juventudes Comunistas. Me convertí en miembro activo sin mucho preámbulo, con posibilidad de recibir asignación de misiones, aunque estas fueran pequeñas. Mi dedicación fue tal, que los dirigentes me asignaron objetivos cada vez más delicados.
  • 42. El mundo es un pañuelo 42 Así, me convertí en asesor de sindicatos que estaban en procesos de huelga, o que se veían afectados por las prácticas perversas de la oligarquía imperante, o que tenían tendencias socialistas. Por supuesto, más de una vez fui a dar a prisión, ya sea por unos meses o hasta por un par de años. En ocasiones sin juicio alguno, simplemente fui vejado y encarcelado. Por supuesto que ningún sector de la sociedad abogaba por mí cuando esto sucedía; solamente mis correligionarios, que poco o nada podían hacer, pues el partido comunista estaba proscrito. Así que yo sólo podía esperar a que desistieran de mi encierro y me dejaran salir. Sabía que no se atreverían a matarme, pues no querían cargar muertitos o hacernos mártires. Querían amedrentarnos, pero eso no iba a ocurrir. Así que yo esperaba en mi celda, en mi encierro, dejando pasar el tiempo hasta que me liberaban. Mientras, leía y escribía. Las rejas no me apartaban de mi gran pasión por la lectura, y escribir se convirtió en algo parecido a respirar. Llegué a hacerlo con tal naturalidad, que nunca me costó iniciar mis escritos. Lo difícil era parar. Al recuperar mi libertad, yo salía con nuevas ideas, nuevos escritos y un renovado odio hacia el sistema. Tal era mi lealtad hacia las causas del partido, que luego me enviaron como representante a la ex Unión Soviética, en donde se recibía a militantes de partidos y organizaciones comunistas de varios países en una convención internacional, para hablar de la situación mundial y del éxito del experimento socioeconómico ruso. Estando allá, solía pasearme por las calles de Moscú, maravillado por aquel orden que veía, sobre todo en los desfiles militares, en donde se desplegaba tal disciplina y se mostraba un gran orgullo por la nación y los logros del proletariado. Sentía que no podía esperar el momento en que México ascendiera por la misma escalera a ese ideal largamente acariciado. Pero todavía tendría mucho que aprender y que vivir. Por muchos años, mi carrera en México como escritor fue madurando, aunque debo confesar que nunca tuve el éxito comercial que tuvieron otros escritores, ni el tiempo para buscarlo. Tampoco era mi interés, pues en aquellos tiempos habría sido indigno para mí vivir como un burgués. Estoy seguro que muchos consideraron valiosa la profundidad de mis escritos. Sin embargo, no era mi actividad como novelista lo que me daba de comer. Nunca lo fue. A veces, ni yo mismo sabía de dónde saldría el dinero para sostenerme. Vivía al día, sostenido por ideales más altos que el simple y mundano devenir diario, entregado a la constante búsqueda de la oportunidad para iniciar la tan
  • 43. El mundo es un pañuelo 43 anhelada revolución, que siempre parecía postergarse, al menos en nuestro país. Pero me alentaba que, en Latinoamérica, la revolución había entrado por su umbral más antiguo, nuestro vecino del Caribe: Cuba. El éxito de Fidel Castro a unas cuantas millas náuticas de nosotros, alertó a propios y extraños sobre la posibilidad de que lo mismo ocurriera en México. Tanto quienes lo deseábamos como quienes no, vislumbramos que la llama del socialismo podría extenderse a otras regiones del continente, y la mejor puerta sería México. Por eso fui a Cuba, donde pude conocer a los grandiosos comandantes, Fidel y el Che Guevara, de quienes tanto se hablaba. Entonces, más que nunca, la revolución parecía posible. Más tarde, mis andares me llevaron de regreso a la Unión Soviética, pero debo decir que esta vez no volví muy contento, pues tristemente descubrí que el aparato gubernamental se había convertido en un monstruo burocrático que lo frenaba todo, empantanando el progreso que otrora fuera un orgullo mundial. Quizá el tan sonado éxito había sido un camuflaje sobre lo que realmente ocurría, y ahora se venía abajo como un falso telón que cae. A decir verdad, ya en el pasado me había causado consternación la persecución y el asesinato del indoblegable Trotsky. También sabía sobre los Gulag, que no eran otra cosa que prisiones de trabajos forzados para presos políticos, amén de las múltiples ejecuciones de dirigentes soviéticos por parte de Stalin. Saber que el glorioso Estado del proletariado tuviera un sistema represor para los opositores del régimen, me causó gran decepción. Tanto, que al volver a México, decidí que nuestra lucha debía ser diferente. Las ideas son infalibles, pero los hombres no”, me repetía a mí mismo. Aunque el modelo soviético aún era valioso, una nueva revolución en México no debía terminar igual. Ese sería mi nuevo objetivo. Quizá China y la revolución Maoísta llenarían más mis expectativas. Sólo que China había decidido cerrarse y no existía mucha información disponible. Sabíamos que se basaba en el sistema soviético, sí; y quizá la nobleza del pueblo chino lograría lo que no había logrado el ruso. Yo, como el resto de nosotros en el Partido Comunista, continuamos esperando pacientemente la oportunidad, alguna grieta en el sistema por donde filtrar nuestros ideales para poder romperlo. Hasta que esa oportunidad simplemente apareció.
  • 44. El mundo es un pañuelo 44 En 1968, el mundo se convulsionó. Y no solamente por la parafernalia psicodélica de la generación del amor y paz, las minifaldas y la música británica, sino por las protestas estudiantiles que encendieron el mapa internacional. Como fuerte preámbulo, recién iniciado el año, vino el que después fue llamado “Primavera de Praga”, movimiento checoslovaco que sacudió la estructura del socialismo soviético en Europa del este. Aunque siempre fui de izquierda, sabía que el sistema soviético ya estaba pesando demasiado en la unión de repúblicas y en los países del bloque oriental. En mayo y junio, estallaron una serie de protestas en Francia, donde grupos de estudiantes de izquierda condenaban a la sociedad de consumo. Violentos choques entre estudiantes y policías habían ocasionado el cierre de la Sorbona. Posteriormente, a los manifestantes se les unieron grupos de obreros, varios sindicatos y el Partido Comunista Francés, lo que llevó a una huelga general que duró cerca de quinientos días, e involucró a más de nueve millones de trabajadores. La huelga llegó al extremo de ejercer control sobre los precios de los principales insumos e hizo temblar al gobierno de Charles De Gaulle, quien llegó a temer una insurrección revolucionaria. Fue entonces que la llama se propagó por el mundo, con protestas y huelgas similares en la Alemania Federal, Suiza, España, Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Italia y, por supuesto, México. Por ese entonces yo, que prácticamente nunca tuve un empleo formal, obligado por la necesidad, debí aceptar uno, no muy exigente, por cierto, y que nada tenía que ver con la política, sino con algo puramente comercial. Eran nuevos tiempos, y yo buscaba estabilidad. O quizá sólo sentía que me estaba haciendo viejo y me invadía un sentimiento de no haber logrado gran cosa. Fue entonces, cuando comenzó todo. Parecía algo casi inocente; una pelea entre muchachos preparatorianos del entonces Distrito Federal. Yo leí la noticia, que se antojaba intrascendente, documentada en el periódico “Excelsior” del 23 de julio, en su página 22. Justamente a las 10 de la mañana con 15 minutos, los estudiantes de las vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional, iniciaban el ataque en contra de la escuela particular Isaac Ochotorena. Y de todo el asunto, esto es lo único que parece claro. Dicen que el motivo de la gresca fue la pelea por una chica preparatoriana. Así de simple. No tuvo un origen ni político, ni filosófico, ni económico, ni social.
  • 45. El mundo es un pañuelo 45 De lo que pasaría después, dicho sea con toda honestidad, todos tenemos una versión particular, ya sea obnubilada por el paso del tiempo, o definitivamente retorcida por nuestros propios intereses. La verdad ulterior no la tengo yo. Pero tengo una: la mía. Y ya viene siendo hora de que la suelte, porque me pesa sobremanera. Se percibían los vientos del cambio. Desde lo ocurrido en París, todos estábamos a la expectativa. Aunque yo había sido expulsado del Partido Comunista, sabía que ellos tendrían intercambio de información con sus homólogos franceses. Yo mismo tenía contactos que me informaban sobre los acontecimientos, y me imagino que todos los seguíamos muy de cerca. Me di cuenta de que los movimientos en el mundo tenían un común denominador: todos estaban liderados por jóvenes. En Checoslovaquia, por ejemplo, fueron jóvenes intelectuales quienes iniciaron el movimiento; en París, las protestas tuvieron su origen en la Facultad de Ciencias Políticas; en los Estados Unidos, eran los jóvenes quienes protestaban contra la guerra de Vietnam; un intento de asesinato contra un líder estudiantil en Berlín desató la revuelta que se extendió por varias ciudades alemanas. Estos movimientos de protestas juveniles tuvieron réplicas también en Italia, Turquía y Japón. La juventud fue uno de los tres factores principales. Un segundo factor fue que los movimientos eran combatidos con dureza por los gobiernos de cada región, utilizando los aparatos represivos estatales, como la policía, el ejército, las agencias de inteligencia, así como los medios de comunicación de masas y, en algunos casos mediante promesas de reformas legislativas. A la juventud de los manifestantes, se sumaba entonces la represión de los gobiernos. Por otro lado, como tercer factor y no menos importante, estaba la politización de los jóvenes. Sucedía entonces, que el prestigio de los intelectuales con ideas cercanas al marxismo o al comunismo, era muy alto en las universidades, las cuales fueron el verdadero punto de origen de los movimientos. Eran pues, los intelectuales quienes sembraban la semilla, encontrando terreno fértil en los jóvenes universitarios. Por eso, cuando en julio se pidió la intervención de los granaderos para controlar una segunda gresca de los preparatorianos, pudo verse que ya había dos elementos importantes reunidos. Para el inicio de un movimiento similar en México, sólo faltaba la politización. Así que, bien analizado, sólo habría que sumarle ese tercer elemento. Las peleas de muchachos de preparatoria no tenían ese tinte, y definitivamente no había un
  • 46. El mundo es un pañuelo 46 trasfondo político, social o económico que pudiera añadirse como bandera. Los muchachos eran demasiado jóvenes para eso. Pero las vocacionales estaban adscritas, tanto a la UNAM como al Politécnico, y ahí sí había universitarios politizados. Sólo habría que darles un empujón. Yo sabía de varios universitarios que ya formaban parte de las Juventudes Comunistas del Partido, de las juventudes trotskistas y de otras organizaciones de izquierda; los había tanto idealistas como radicales; yo mismo había conocido a varios, así que imaginé que pronto habría un acercamiento. Y así fue. Cuando los estudiantes del Politécnico atacaron de nuevo la preparatoria Isaac Ochotorena, fueron llamados los granaderos, quienes emplearon macanas y gas lacrimógeno para contener a los estudiantes. Ahí, además de los rijosos, fueron golpeados varios jóvenes que no intervenían en la pelea. Al día siguiente, y debido al exceso cometido por la policía contra los estudiantes, la Facultad de Ciencias Políticas se declara en huelga. El 25 de julio, alumnos del Politécnico, encabezados por líderes de la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos, anunciaron una marcha de protesta por la agresión. Como fichas de dominó que caen en fila, más de 4 mil alumnos de escuelas adscritas al Instituto Politécnico Nacional suspenden clases, y además reciben el apoyo del Comité Ejecutivo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, que también se declara en huelga. El polvorín estaba puesto, sólo había que encender la mecha. Como en muchos acontecimientos de la historia, los azares del destino también juegan un papel importante. La anunciada marcha de protesta de los estudiantes se cruzó con otra que iba rumbo al Zócalo y cuyo motivo era la conmemoración del ataque al Cuartel Moncada, acontecimiento que marcó el inicio de la revolución cubana. La insurrección en Cuba, que fue muy bien documentada en la nueva era de la televisión, adquirió desde un inicio tintes románticos, sobre todo por la figura del Che Guevara, cuya imagen sería reproducida como un icono moderno, símbolo de rebeldía y de lucha contra el régimen opresor. No fue coincidencia que después, su imagen fuera utilizada en las manifestaciones estudiantiles. La marcha pro cubana era organizada por la Confederación de Estudiantes Democráticos, que era influida por el Partido Comunista. Entre ellos había obviamente estudiantes universitarios, quienes invitaron a los que iban en la marcha de protesta a unirse a su conmemoración. Ya sea por la euforia de la marcha, o por la simple
  • 47. El mundo es un pañuelo 47 correspondencia de edades, la invitación fue aceptada por unos cinco mil estudiantes que, al terminar la manifestación en el Casco de Santo Tomás, se fueron rumbo al Zócalo para unirse a los otros. ¿Quién convenció al grupo de unirse a la marcha conmemorativa y cuál fue su intención? Eso no ha quedado registrado en la historia. El caso es que, ya reunidos ambos grupos en la Plaza de la Constitución, no tardaron en surgir problemas con los granaderos, que habían permanecido a la expectativa. Es entonces que los estudiantes extrañamente “encuentran” tambos de basura repletos de piedras, convenientemente distribuidos y a su alcance. ¿Quién los puso ahí? La mayoría de la gente culpa a las autoridades, por supuesto. Pero resulta evidente que eso no tiene ningún sentido. Ninguna autoridad pondría materiales que pueden usarse como proyectiles al alcance de potenciales atacantes. Sin embargo, a la opinión pública eso parece no importarle, pues una vez que decide cuál de los dos bandos es el represor, es fácil hacerles creer lo que sea. Durante esa noche, los acontecimientos arrojaron gran cantidad de heridos, daños a propiedad ajena, camiones secuestrados y alrededor de doscientos detenidos. Fueron cuarenta y tres los consignados, varios de ellos activos del Partido Comunista Mexicano, entre los que se encontraban Mika Seeger, otro estadounidense con antecedentes en su país, y un chileno empleado del mismo partido. Estos fueron los primeros presos políticos del movimiento. El Frente Universitario Mexicano no tardó en denunciar que la FNET, la Central Nacional de Estudiantes Democráticos y el Partido Comunista realizaban actividades subversivas y que algunos de sus miembros estaban entre los detenidos. Esto era cierto. Si bien la indignación por los excesos de la policía sobre los estudiantes era la causa original y válida de las manifestaciones, también debo reconocer que la politización del movimiento había sido intencionada. Esta intención, propios y extraños lo sabíamos, tenía por objeto desprestigiar a las fuerzas policiacas en una primera instancia, para luego hacerlo con el ejército, y así repetir los cruentos sucesos de Francia y ganar aceptación. Entre aquella efervescente excitación que imperaba, los ideales comenzaron a mezclarse con la idea de que el fin justifica los medios. Todos queríamos imponernos sobre los demás. Nuestras ideas eran válidas, y si los demás no lo veían, era porque estaban adormecidos por un letargo ancestral. Nunca se nos ocurrió pensar que algunos no querían la revolución. Me pesa decir que, ni siquiera en Francia, en donde las
  • 48. El mundo es un pañuelo 48 facciones de izquierda estaban abiertamente involucradas con el movimiento, se intentó llegar hasta las últimas consecuencias para iniciar una revolución. El Partido Comunista Francés se contuvo, y nunca pidió la insurrección armada. Concluí que habían sido unos cobardes, y que en México debíamos llegar más lejos. Esta era la oportunidad. Así que, cuando vi que las protestas estudiantiles, así como las acciones represivas del gobierno se intensificaron, renuncié a la tranquilidad de mi empleo y me uní a los manifestantes. Después del letargo en el que yo mismo me había metido, me sentí revivir. Ignoro si fue la energía con que los estudiantes se manifestaban, o su misma juventud, lo que inyectó vitalidad a mi existencia. Me dirigí hacia ellos. Primero con mis contactos de izquierda, quienes me introdujeron ante los demás. Para algunos, yo ya era una leyenda. Sin embargo, otros simplemente me miraban con curiosidad y extrañeza. Inclusive llegué a sentir el recelo de los muchachos, ya fuera por mi edad, ya fuera por mi aspecto. La expulsión del Partido Comunista me había aislado hasta cierto punto de las actividades de la izquierda. Pero yo no había claudicado a mis ideales, ni mucho menos estaba acabado, y tampoco iba a dejar pasar la oportunidad de involucrarme en este movimiento. De alguna forma podría ser útil. Así que comencé asesorando, con tiento, a los muchachos. Sabía que debía hacerlo cautelosamente, pues la cantidad de gente que se unía a las manifestaciones había crecido enormemente, y parecía por demás diversa. No todos eran de izquierda, por supuesto, pero varios de los líderes sí. Aporté algunas ideas, e incluso estuve redactando textos de panfletos y volantes que luego las brigadas repartían en lugares estratégicos, con el fin de atraer más simpatizantes o de recolectar fondos. Me instalé en un cubículo de la Facultad de Filosofía y Letras, con tan sólo un escritorio que me servía, tanto para atender a los estudiantes, como para dormir un poco sobre él en las noches de actividad más intensa. Cuando tuve oportunidad de hablar con alguno de los muchachos líderes que yo sabía que simpatizaban con la izquierda, procuraba verter mi conocimiento sobre la lucha de clases, sobre Marx, sobre el valor del proletariado y la reivindicación que este tanto necesitaba. Promoví entre ellos la visión que un verdadero revolucionario social debía tener ante las diferentes ideologías de oposición. La idea de que jamás, en ningún momento, un revolucionario debía olvidarse de inculcar a los obreros y a la sociedad, la
  • 49. El mundo es un pañuelo 49 más clara conciencia del antagonismo hostil que existe entre la burguesía y el proletariado; que debe recordarse que, a veces, los objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Las clases dominantes pueden temblar ante una verdadera revolución social. Los proletarios no tienen nada que perder en ella, más que sus cadenas. Pero debo confesar que, aunque algunos me escuchaban con atención, otros me miraban de una forma extraña, como si les estuviese hablando de cuentos de hadas. Era indiscutible que aquel movimiento de estudiantes estaba constituido de forma muy heterogénea. Eran estudiantes de todas las facultades, tanto de la universidad, como del Politécnico. Así es que habría mucho trabajo por hacer para poder encausarlos hacia una causa más social. No solo por la indignación de una policía que había golpeado a los preparatorianos, sino que todo aquel río de jóvenes debiera aportar su fuerza para un fin más alto. Un fin superior. Y yo estaba ahí para eso. Pero cuando intenté hablarles en los mítines, no fui bien recibido. Se retiraban o me quitaban el micrófono. Me respetaban, sí, pero me veían ajeno, extraño. No solo por la diferencia generacional, sino por razones quizá más profundas de lo que me atrevía a reconocer. Yo no era uno de ellos. Tal vez me percibían como un ente político ya muy curtido. Pero quizá, también hasta anacrónico. Aunque había gente de las juventudes comunistas, trotskistas, procubanos, y varios en lucha política, ellos eran jóvenes, con ideas nuevas, con un espíritu de la nueva era, hijos del rock and roll y de la psicodelia. Y yo… yo era un viejo gris, gastado, empolvado, con aspecto de ruco, de cabellos largos y barba de chivo; un sujeto de la vieja guardia que se aferraba a ideas que nunca vio florecer. Yo mismo dudaba, en el fondo, si mi lucha personal de toda la vida era en pro de una verdad realizable, o si sería simplemente una utopía. Mi experiencia en la Unión Soviética había sido decepcionante. Todo aquello era un gran circo montado para engañar al mundo que miraba atentamente el experimento social. Pero también era una escenografía montada para autoengañarse. Para autoengañarnos. Yo lo vi, yo lo viví. Pero me convencí de que, con esfuerzo, llegaría el día en que los ideales socialistas serían instaurados como se debe, sin necesidad de aparentar, y que el mundo comprendería, y se daría cuenta de su efectividad, de los beneficios que traería a la humanidad. Solo había que hacerlo con cuidado, y aplicar correctamente el sistema.
  • 50. El mundo es un pañuelo 50 Por eso continué ahí, pegado a los jóvenes, para transmitirles esa verdad que solo yo veía. Pero no me dejaron hacer mucho. Así que, debí confiar en que los muchachos de izquierda que ya estaban insertados en el movimiento, hicieran bien su trabajo. Si aquel movimiento estudiantil no escalaba más alto, por lo menos debía lograr la cancelación de los Juegos Olímpicos, que estaban cerca de ser inaugurados en México. Había que desacreditar al gobierno ante los ojos del mundo. Había que darles donde les doliera. Pero luego, vino aquella tarde trágica de octubre. La plaza estaba llena de gente, y no solo de estudiantes, sino también de ciudadanos muy diversos, incluidos niños. Los estudiantes dieron sus discursos desde uno de los edificios frente a la explanada. La gente los escuchaba entre aplausos y vítores. Parecía solo una manifestación más. En eso llegó el ejército. Y un general, con magnetófono en mano, comenzó a pedir a la multitud que se dispersara. Entonces, un disparo dio sobre aquel hombre, derribándolo. Y a partir de ahí, el pandemónium. Marx había escrito en la Gaceta Renana, que las clases y las razas que fueran demasiado débiles para adaptarse a las nuevas condiciones del comunismo, deberían ceder a su paso. Y que estas tendrían que perecer en el holocausto revolucionario. Literalmente perecer. Toda mi vida entendí esto como un mal necesario; como un sacrificio que no sería en vano. Si había luchas, si había disparos, si había muertes, todo estaría justificado por el bien que podría traer un fin más elevado. Pero aquella tarde, cuando las balas fueron reales, y no utópicas, alcanzaron no solo a soldados y estudiantes, sino a mujeres, ancianos y niños. ¡Niños, sí! Me sentí aturdido. Aquellas acciones que fueron escalando, entre el enojo de unos y las demandas de otros, entre consignas válidas o inventadas, entre mexicanos de uniforme y mexicanos de la calle, entre indignación real y el oportunismo de algunos, solo la muerte surgió triunfante. Nadie ganó esa batalla: ni el gobierno, ni los estudiantes, ni los políticos infiltrados, ni los oportunistas, ni la sociedad expectante. Todos los que estuvimos ahí, alrededor de lo que sucedió en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, fuimos culpables de aquellas muertes. Cada quien con su propia culpa, en mayor o menor medida, fue empujando poco a poco la matanza. Que si el ejército disparó; que sí los estudiantes también lo hicieron; que si alguien dio la orden; que si fue una manipulación
  • 51. El mundo es un pañuelo 51 de intereses muy distintos, nada de eso puede cambiar el curso que tomaron los acontecimientos. Quizá algunos solo fueron ingenuos; quizá otros solo iban pasando y ahí encontraron su destino. Otros tal vez pedían genuinamente una reivindicación a su causa. Otros habrían visto un peligro en todo aquello. Y otros, no sé quiénes, no sé cuántos, quizá habrían tratado de aprovechar los sucesos para su causa, sin importar el daño colateral. Después de que todo pasó, me di cuenta que no quería que pasara. La gente inocente no debe morir. Mucho menos los niños. Yo no jalé el gatillo. Yo no traje a la gente. Yo no le pedí a nadie accionar un rifle, o una pistola, o una ametralladora. Pero sí tuve mi parte. Yo, aquí en silencio, dentro de mí, asumo mi culpa. Y no sé si los demás lo harán también, pero eso no me importa. Yo asumo la responsabilidad de lo que hice, y me recrimino a mí mismo por lo que a mí me toca, pues en el egoísmo implícito por ver cristalizados mis ideales, también sacrifiqué la humanidad de las víctimas, y la mía propia. Una parte de mí ha muerto con ellos. Yo, secretamente, tuve el deseo de que algo fuerte y estremecedor sucediera, sin pensar en consecuencias. Y sucedió. Y yo, por lo que me toca, jamás podré perdonarme.
  • 52. El mundo es un pañuelo 52 La fórmula definitiva El hombre vestido a la usanza de un monje medieval miró sus manos y sus muñecas, como para comprobar que no estaban atadas. Luego, auscultó su cuerpo, tocándose con insistencia el tórax, el cuello y los brazos. Finalmente, se llevó las manos a la cara, abriendo su boca, como si quisiera perpetuar un momento de aire limpio en una sola bocanada. Y aspiró. –¡Ah, por fin, aire puro y fresco! –Exclamó mientras frotaba sus mejillas, su barbilla y su frente, aún con los ojos cerrados. –Sí, es aire puro, recién filtrado y tratado. –Respondió el hombre de gris que había estado observando al monje. –Pero, ¡qué extraño es todo esto! –dijo el monje alzando la voz mientras miraba a su alrededor, para luego cuestionar con cierto sigilo–. ¿A dónde me habéis traído? ¿Acaso estoy en el Purgatorio de Dante? –Tranquilo. Estás en un lugar seguro –respondió el hombre. Asombrado, el monje miraba a su alrededor. Aquel lugar no era como algo que él hubiera conocido antes. Las paredes eran blancas, pulcras, lisas, de un extraño material desconocido, y de apariencia casi metálica. No había ventanas ni puertas. Solo la boca de un pasillo al fondo. –Sí, parece seguro. Extrañamente seguro, diría yo… –articuló el monje –Pero dado que me he encontrado en peores situaciones, creo que esto no puede ser tan grave. –Lo comprendo muy bien, Giordano Bruno –dijo el hombre, mientras el otro lo miraba intrigado–. –¡Sabe mi nombre! –exclamó el monje–. ¿Qué más sabe de mí? –Muchas cosas, Giordano. Pero no se alarme, ya le he dicho que está a salvo. –¡Claro que estoy a salvo! Al menos estoy a salvo de las llamas, por el momento. ¡El dolor era insoportable! –exclamó angustiado–. Pero, ¿cómo he podido salir de la hoguera? Recuerdo que el calor me quemaba las entrañas. Yo me sentía desfallecer… –Y desfalleciste, Giordano. Nadie puede soportar algo así. Ni tú –dijo el hombre. Giordano Bruno quedó inmóvil, atisbando a la nada, conmocionado, como intentando recordar y a la vez olvidar.
  • 53. El mundo es un pañuelo 53 –Recuerdo las llamas quemando mis ropas, el calor tan abrazador, el humo asfixiando mis pulmones que ardían por dentro. ¡La desesperación, la agonía, la impotencia! –gritaba. El hombre seguía mirando al monje, casi imperturbable, observando cada movimiento suyo. Pero lo dejaba hablar. –Esto es muy extraño. No he podido sobrevivir; nadie podría. ¡Ni yo mismo! –dijo el monje. –Es cierto –añadió el hombre con voz calmada–. Nadie podría. Era un proceso a muerte segura. –Entonces, ¿cómo es posible…? –quiso saber el monje. –Fue posible. Hoy es posible eso y mucho más. –¿Hoy? –El monje se quedó boquiabierto. No lograba entender. La imagen angustiante de estar atado al poste, rodeado de leña encendida, humo y un insoportable calor ya no dolía, pero seguía aterrándolo–. Fueron malos conmigo. ¡Terriblemente malos! –dijo el monje, doliéndose de sus palabras. –Así es, Giordano. Fueron malos. Espero que ya no vuelva a ocurrir nunca más. El monje volteó rápidamente para mirar al hombre. –¿Existe esa posibilidad? –Sí, existe –dijo el hombre de gris. –Entonces, si existe la posibilidad de no ocurrir, también existe la posibilidad de que vuelva a ocurrir. –Me temo que así es, Giordano Bruno. Puede volver a ocurrir, pero trataremos de que no sea así. –¿Estoy preso? ¿Eres tú mi carcelero? –preguntó Giordano–. ¿Qué tipo de cárcel es esta? –No estás preso. Has sido recuperado, y estás a salvo –respondió el hombre. –¿Recuperado? ¡Qué cosas tan extrañas dices, hombre de gris! Y, por cierto… ¿quién eres tú? –No es importante saber quién soy. Has dicho bien, sólo soy un hombre de gris. No hay nada más que saber de mí –dijo el hombre. –Pues, si esto es una mazmorra, es realmente extraña –dijo Giordano–. No recuerdo nada parecido, ni en mis sueños más osados. ¡Y vaya que he conocido las
  • 54. El mundo es un pañuelo 54 peores! ¿O es que acaso mi mente me ha llevado a uno de esos mundos que imaginé? ¿Me está jugando una mala pasada? –Háblame de esos mundos, Giordano. Giordano se estremece, retrocede y evade la mirada del hombre de gris, negando varias veces con la cabeza. –No temas Giordano. Aquí estás a salvo y puedes hablar de ello. –¡No lo creo! Me ha ido mal por eso. Aunque no me retracto. Nadie me ha hecho renegar de mis ideas, por más sufrimiento que me hayan infligido. Pero debo saber en dónde estoy, quién me escucha, y quién juzgará mis palabras. –Giordano miró al hombre, quien permanecía imperturbable, casi apacible–. Los hombres se tornan violentos con las ideas. No los hombres comunes, sino los hombres poderosos, los que dominan a los demás. No les gustan las ideas. –¿Son peligrosas tus ideas, Giordano? –preguntó el hombre de gris. –¡Por supuesto que no! No hay nada más bello que las ideas. Ellas abren la mente, inspiran, son el germen de la creación, de la imaginación, de la invención; nos transportan a parajes ignotos y escenarios nuevos. Las ideas cultivan el espíritu y nos infunden valores. Las ideas son bellas. –¿Son tan bellas que te han ocasionado problemas, Giordano? –Mis ideas no son el problema –dijo Giordano sin titubear–, sino los hombres que temen verlas crecer y diseminarse; temen que les hagan perder su poder. El hombre común no teme a las ideas, pero teme a los poderosos que no las aceptan, porque rompen con las suyas. Las ideas pueden romper el mundo de los poderosos. –Háblame más de ello, Giordano. Yo no temo a tus ideas –insistió el hombre de gris. –Las ideas son vida, son la vida misma –dijo Giordano, aún con cierto recelo–. Cada hombre tiene las suyas propias, sin importar qué tan simple o complejo sea, qué tan poderoso o humilde, qué tan joven o viejo, qué tan culto o iletrado. Las ideas germinan en la mente como las semillas en la tierra. Tarde o temprano, por yermo que sea el terreno, una idea se abre paso, echa raíces y alza su tallo al sol, para más adelante convertirse en una planta que da frutos. Tal es el poder de las ideas del hombre–. Giordano miraba de reojo al hombre de gris.