Los regalos-del-nino-jesus-llegan-por-caminos-extranos
Un encargo accidentado
1.
2. Me acuerdo cuando mi madre me mandó a comprar huevos a la tienda de
Tito “el mejicano”. Para llegar a ella, debía subir una empinada escalera de piedra
que ascendía desde la calle en que vivíamos a otra que se encontraba en paralelo
a un nivel superior. En esta calle comercial en que todo era ruido y trasiego, me
dirigía acompañado por mi fantástico ensimismamiento a la tienda. Ver a Tito allí,
despachando sin prisas las urgencias de las vecinas mientras entonaba sus
canciones mariachis, me despertaba. Una enorme boca risueña que a lo mucho un
diente tenía, una portentosa lengua vacuna, un bolígrafo machucado en su oreja y
una descamisada panza que se bamboleaba al compás del trajín completaban su
estampa. Yo esperaba siempre mi turno entre la fascinación y la impaciencia que
aquel personaje me inspiraban. Él era mi salida a la realidad de la calle. Solo hoy,
que supe de su muerte, comprendí la necesidad de mi encuentro con aquel
personaje parido por las entrañas del pueblo, surgido de un mundo opuesto al
mío, y que aparecía para rescatarme de una lánguida educación acomodada.
“Aquí tienes los ocho huevos” y me los alargó en una bolsa transparente de
plástico. Aquella venta no mereció la suma pertinente en el trozo de cartón de una
caja de tabaco (suma, cifra sobre cifra, que me aproximaba a Tito, puesto que en
ella reconocía el mismo viejo procedimiento empleado en la rutina escolar).
En mis manos viajaba la bolsa con su delicada mercancía. Y mis manos
viajaban gobernadas por mi alucinada mente infantil, llena de superhéroes y naves
espaciales en lucha. Descendí por la empinada escalera de vuelta a casa,
extrañamente, sin caerme. Toqué en la puerta. Recuerdo que al mirar hacia arriba,
buscando el complaciente rostro de mi madre que se asomaría por la ventana y
me vería cumplir con mi precoz encargo, reconocí un cielo azul, diáfano, como si el
mundo acabará de nacer. Y recuerdo también primero las palabras que me
arrancaron de mi letargo fantástico: “¡Serás idiota!”; después el rostro buscado, sí,
pero desencajado; luego mi mano atenuando el incesante e inconsciente
movimiento que había hecho girar cual molinillo la bolsa durante el camino de
vuelta; y finalmente, la visión de ésta con los huevos completamente aniquilados
en su interior.
Confieso que nunca he conseguido zafarme del recuerdo de este hecho, ni
del absoluto ensimismamiento que le dio vida.
David Galán Parro
25 de octubre de 2021