Distingamos claramente lo que es una reclamación técnicamente justa de los que es una reivindicación social en busca de nuevas conquistas monetarias. Esto último tiene un nombre: subvención. Lamentablemente en una crisis de inflación importada o exógena no hay que más remedio que asumir pérdidas de renta o de patrimonio.
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EN BUSCA DE LA ECONOMIA PERDIDA.
Manfred Nolte
Es humano y legitimo el sentimiento de dolor o frustración ante una pérdida de
la índole que sea. La reacción lógica al duelo es la búsqueda de la compensación
de la cosa arrancada o huida. Hay quebrantos irreparables ante las que no cabe
sino la resignación o a la sublimación del acontecimiento. En algunas
circunstancias, no obstante, el evento adverso es de naturaleza arbitraria o injusta
y admite la réplica, la reivindicación o la protesta. Así sucede con la recuperación
de determinados menoscabos económicos. Pero no siempre con la misma
oportunidad.
Situémonos en la estela de una gran crisis económica. Amplios colectivos sufren
lesiones en su vida personal como trabajadores, empresarios o jubilados, en su
renta, en su patrimonio o en ambos. ¿Cabe acudir ante alguna instancia humana
o sobrenatural para que resarza a los afectados de sus perjuicios? Malamente.
¿Quién puede indemnizarnos de siniestros sin culpable aprehensible, como la
desaparición de nuestro empleo o el recorte del precio de nuestra vivienda o de
nuestro ahorro financiero precaucional? Nadie. El tiempo pasará, hasta que al
cabo de una reasignación de factores y canales productivos se alcance como
sociedad un nuevo equilibrio distinto al de la situación previa causante de los
grandes males que nos han afectado. Males irreparables, tras los que los
individuos hallarán un nuevo encaje.
Dos casos -entre otros más- destacan, sin embargo, como ejemplos de
reivindicación, que gozan de un amplio consenso social e incluso doctrinal sobre
su legitimidad entre afectados y extraños, pero que precisan de una matizada
puntualización. Se trata de la demanda de una mejora en las prestaciones de las
pensiones contributivas, de una parte, y de la elevación salarial consiguiente a
una inflación reptante, de otra. Ambas posturas ejercen -a menudo de forma
vehemente- el derecho democrático a la reclamación, pero ninguna de los dos en
base a los argumentos que invocan.
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Empecemos con las pensiones. Que el sistema español de pensiones está en
bancarrota no es discutible. Un sistema contributivo de reparto en base a cuotas
o aportaciones, en el que no hay saldo suficiente para los perceptores de las
pensiones es insostenible. La sostenibilidad significaría que el pago corriente y
las hipotéticas subidas de las pensiones deberían poder realizarse con los recursos
propios de las aportaciones. Pero es público y notorio que no lo son. La prueba de
la insuficiencia del modelo es la recurrente tutela del estado que tiene que realizar
dotaciones periódicas al fondo con cargo al presupuesto para poder atender los
pagos mensuales. En 2022, el déficit podría estar por encima de los 25.000
millones de euros. En 2023, la Seguridad Social recibirá unas transferencias del
Estado de casi 39.000 millones de euros, que suponen algo más del 25% de los
152.000 millones de las cotizaciones sociales. Estas circunstancias atenazan la
viabilidad de las pensiones corrientes y amenazan cualquier elevación futura de
las misma. En consecuencia, no hay fundamento contable ni económico alguno
en la reivindicación de unas mayores pensiones, ni siquiera la debida al deterioro
sufrido con la escalada del IPC. Cualquier pretensión en esa línea solo tiene
cabida como petición de subvención. Subvención, por lo tanto, y no automatismo
del sistema o acceso a un derecho adquirido.
Hablemos a continuación del resarcimiento de la erosión adquisitiva de los
salarios debida a la inflación y a la pretensión de que se corrija dicha merma con
una subida de los referidos salarios en porcentaje igual al índice de depreciación
salarial, esto es, del IPC. Los salarios, en estricta contabilidad económica, no
puede definirse o ajustarse según la evolución de la inflación sino en función
exclusiva de la productividad marginal del trabajo. Romper esa regla amenaza la
viabilidad de la empresa. Presionar a las empresas a subir los salarios en la
cuantía del alza del IPC significa expulsar el mercado a todas las que no puedan
compensar con alzas de productividad la corrección al alza de los salarios. Solo
una parte podrán hacerlo. Que los sindicatos o el Gobierno conminen a las
empresas a hacerlo es obligarlas a subvencionar una externalidad negativa que
no les compete a ellas y que entra de lleno en las competencias presupuestarias,
si a ello hubiese lugar. Nuevamente se cargaría a las empresas con un impuesto
larvado: una subvención.
En resumen, distingamos claramente lo que es una reclamación técnicamente
justa de los que es una reivindicación social en busca de nuevas conquistas
monetarias. Esto último tiene un nombre: subvención. Pedir o luchar por una
subvención. Lamentablemente en una crisis de inflación importada o exógena no
hay que más remedio que asumir pérdidas de renta o de patrimonio. Los
potenciales beneficiarios de subvenciones forman una lista interminable.