Este documento analiza la relación entre mito y símbolo. Examina cómo el símbolo funciona como puente entre la trascendencia del significado y el mundo concreto de los signos mediante ejemplos literarios. También discute diferentes enfoques hermenéuticos del símbolo, incluyendo aquellos que lo reducen a un epifenómeno versus los que amplifican su poder integrador.
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MITO Y SÍMBOLO
José Manuel Losada
Philologia, Universitas, Vita. Trabajos en honor de Tomás González Rolán,
J.M. Baños Baños, Mª F. del Barrio Vega, Mª.T. Callejas Berdonés y
A. López Fonseca (eds.), Madrid: Escolar y Mayo Editores, 2014, pp. 525-532.
(ISBN: 978-84-16020-27-0).
En este breve artículo querría estudiar la función simbólica del mito.
Gilbert Durand observa:
La utilización sistemática del simbolismo mítico […], según el autor del Banquete y del Timeo, basta para
convencernos de que el gran problema platónico era realmente el de la reconducción de los objetos
sensibles del mundo de las ideas, el de la reminiscencia que, lejos de ser una vulgar memoria, es por el
contrario una imaginación epifánica1.
¿La función simbólica sería medianera entre la trascendencia del significado y el mundo de los
signos concretos que, merced a ella, se convierten en símbolos? Para dar una respuesta, pondré a
continuación un caso en que interaccionan mito y símbolo.
En la novela Nadja de Breton, el narrador nos cuenta el pasatiempo que la joven epónima
encuentra en la pintura. Un día pinta una flor que representa a los dos amantes, otro día diseña el
retrato de su amante con los pelos de punta… El dibujo que ahora nos concierne lleva fecha –18 de
noviembre de 1926– y es bien preciso:
…comporta un retrato simbólico de ella y de mí: la sirena, bajo cuya forma ella se veía siempre de
espaldas y bajo ese ángulo, sostiene en la mano un rollo de papel; el monstruo de ojos fulgurantes surge
de una especie de tiesto con cabeza de águila, lleno de plumas que representan las ideas2.
La Sirena es un animal mitológico plenamente integrado en nuestra cultura. En el dibujo en
cuestión aparece de espaldas, con una larga cabellera y la cola enroscada. Atributos tradicionales. El
relato es breve, someramente descriptivo. El monstruo es también mitológico. Sus “ojos fulgurantes”
bastan para caracterizarlo, las precisiones de su aparición le confieren su esencia mítica. “Sale de una
especie de tiesto con cabeza de águila, lleno de plumas que representan las ideas”: arbitraria y
esperpéntica visión explicitada. Ambas figuras representan a los amantes, según Breton son su
“retrato simbólico”. Y, desde luego, el signo del trazado, el dibujo, no reenvía a los dos amantes en
concreto, y menos aún a dos animales míticos, un monstruo y una Sirena, sino que pretende significar,
caracterizándolos míticamente, a esos dos amantes. La significación misma entre sentido primario y
secundario es compleja, no se establece por simple deducción y está fuertemente cargada de
reminiscencias culturales y afectivas.
1 L’utilisation systématique du symbolisme mythique […], chez l’auteur du Banquet et du Timée, suffit à nous convaincre
que le grand problème platonicien était bien celui de la reconduction des objets sensibles au monde des idées, celui de la
réminiscence qui, loin d’être une vulgaire mémoire, est au contraire une imagination épiphanique (Durand, 2008, p. 24).
2 …comporte un portrait symbolique d’elle et de moi: la sirène, sous la forme de laquelle elle se voyait toujours de dos
et sous cet angle, tient à la main un rouleau de papier; le monstre aux yeux fulgurants surgit d’une sorte de vase à tête d’aigle,
rempli de plumes qui figurent les idées (Breton, 2007, p. 95).
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El símbolo es un concepto maleable y maleado. No es fácil definirlo. Pero se puede estudiar
de muy diversas maneras: bien como resultado de un proceso preconsciente, bien como
procedimiento técnico de la expresión poemática, bien como signo cuya relación con el referente es
convencional o no, y también como representación existencial del imaginario, es decir, como
representación de una experiencia psicológica con implicaciones ontológicas y éticas. No conviene
olvidar, fijándonos en estas últimas, su función didáctica, persuasiva, parenética, patente en la
explicitación y aplicación de su filosofía secreta (Pérez de Moya).
Así pues, por el ejemplo de Nadja, se comprueba cómo el símbolo recurre tanto a modos de
representación como a modos de significación. De la confrontación de ambos modos con el símbolo
podremos entender su naturaleza y relación con el mito.
Conviene tener en mente que esta relación entre mito y símbolo no es clara: el enigma del
símbolo exige una exégesis. Ahora bien, no hay exégesis sin contestación, y el desciframiento de los
enigmas que plantean los símbolos no es una ciencia en el sentido moderno de la palabra.
La imagen y el signo simbólico
Entre los modos de representación se encuentran las imágenes plásticas y los sonidos. Son
propios de la mímesis, modos de designación imitativos. (Dejamos de lado los sonidos).
Hay varios estadios de transformación y comunicación por la imagen plástica o icono,
reproducción o figuración de un objeto. Para nosotros, su examen es lo de menos. Nos interesa ante
todo el tránsito de la imagen icónica a la imagen simbólica. Lo que lleva a considerar el significado
encerrado en toda imagen, o sea, su funcionalidad contextual.
Entre los modos de significación se encuentran las palabras, los ideogramas y los signos
convenidos, que proceden de modalidades de designación, arbitrarias o no. Son propios de la semiosis
o producción de sentidos. (Estos signos son denominados símbolos por la lingüística de Peirce. No
son los que aquí nos interesan).
Sería un error pensar que una de las principales diferencias del signo simbólico respecto al
signo lingüístico radica en el criterio de la arbitrariedad: toda simbología remite a un código arbitrario
y el orden de los signos se distingue del orden de lo real (Dubois, 2005, p. 337). A la ilusión especular
de la imagen corresponde la ilusión semiológica del signo, que consiste en confundir los signos con
lo que designan.
El símbolo no es moneda de cambio para todos los gustos. Dado su carácter polisémico,
enigmático y emotivo, no extraña su incompatibilidad con determinados acercamientos
epistemológicos ni su cercanía con otros. Veámoslo de la mano de Durand (L’Imagination symbolique).
En primer lugar, una serie de escuelas desconfían del valor hermenéutico del símbolo. Para
Descartes, el mundo físico (res extensa) es solo figura y movimiento, es decir, reducible a geometría y
álgebra. Incluso este reduccionismo matemático es aplicable a la sustancia pensante (res cogitans).
Spinoza se ocupa de aplicarlo al Ser absoluto. La imaginación, ámbito por antonomasia del símbolo,
es rechazada –junto con la sensación– por los cartesianos, para quienes el símbolo debe ceder el paso
al signo y la simbología a la semiología. En esta misma línea, los positivismos de los siglos XIX y XX
anatematizan la imaginación simbólica. A grandes rasgos, puede apreciarse este rechazo de la imagen
a través del estatuto asignado a la pintura o a la escultura hasta el siglo XX. Su papel cultural sufre en
un mundo que apenas le concede un valor ilustrativo y decorativo: el artista y su imaginación no
deben iluminar, evocar ni, mucho menos, sugerir.
En respuesta al racionalismo de las ciencias de la naturaleza, Freud resucita la creencia en la
eficacia del psiquismo humano. Sin embargo, se le puede achacar cierto reduccionismo. Valga un
ejemplo. Comúnmente se acepta que Minerva saliendo del cráneo de Júpiter simboliza el origen
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divino de la sabiduría; para el psicoanalista, por el contrario, esta imagen representa el nacimiento por
la vulva y, en última instancia, el pansexualismo lo explica todo.
La sociología y la antropología cuestionan este reduccionismo. Para explicar las costumbres
sociales, sobrecargadas de símbolos, ambas toman por modelo a la lingüística. Dumézil busca las
semejanzas lingüísticas que permitan inferir semejanzas sociológicas. Así, en la antigua Roma
coexisten tres capas sociales cuyo simbolismo religioso se corresponde con tres dioses latinos: Júpiter,
Marte y Quirino. Esta tripartición coincide con una explicación funcional: Júpiter, su ritual y sus
mitos, es el dios de los sacerdotes, Marte el de los caballeros guerreros y Quirino el de los agricultores,
artesanos y comerciantes.
Pero de un reduccionismo sexual expresado en términos de biografía individual (Freud),
hemos caído en un reduccionismo antropológico propuesto en términos de semántica (Dumézil).
La hermenéutica de Lévi-Strauss se basa sobre la infraestructura inconsciente de los
fenómenos calcada sobre la lingüística; su mitología estructural toma por objeto las unidades
significativas de la frase mítica, esto es, el mitema. Es conocido su estudio del mito de Edipo. El
análisis pormenorizado de las afinidades entre los mitemas que lo componen evidencia la estructura
y el sentido de este mito: se trata de un útil lógico encaminado a fines sociológicos, en concreto, a la
resolución de la contradicción existencial entre el origen llamado “autóctono” del hombre y su
filiación resultante de la unión de un hombre y una mujer. Estas explicaciones también tienen sus
detractores. Una parte de la crítica les reprocha que no deshagan el nudo gordiano de la
transcendencia del símbolo, reduciéndolo al signo.
En segundo lugar, una serie de escuelas confían más en el valor hermenéutico del símbolo.
Una de las principales aportaciones de Jung ha sido la definición del arquetipo como estructura
organizadora de las imágenes. Según él, la función simbólica conjuga dos elementos contrarios: la
conciencia clara y el inconsciente colectivo. El símbolo adquiere en Jung un carácter benéfico: es
constitutivo de la personalidad mediante el proceso de individuación. (Queda por recordar, a modo
de reparo a Jung, cierta confusión entre la conciencia simbólica creadora del arte o de la religión y la
conciencia simbólica creadora de simples fantasmas del delirio, el sueño y la aberración mental).
Bachelard orienta su investigación fenomenológica tanto hacia la producción poética como
hacia la ensoñación. Su cosmología de los cuatro elementos (agua, tierra, fuego, aire) no se reduce al
conceptualismo aristotélico, sino que procede por progresivas ampliaciones, desde lo percibido por
los sentidos (caliente, frío, seco, húmedo) hasta llegar al microcosmos humano y a su morada (la
piedra, las vigas, el hogar, el pozo, la bodega…). Además, confiere un papel predominante a la
infancia, arquetipo de la felicidad sencilla que nada tiene que ver con la perversidad polimorfa
propugnada por Freud. Una nota curiosa: Bachelard afirma que el significante del arquetipo de la
infancia es el olor. Pueden recordarse a este efecto el gusto de la magdalena y el perfume de la infusión
de té en la obra de Proust. Hay como una epifanía que actúa simbólicamente como fuente de
reminiscencia, en las flores secas, en el olor de los viejos armarios.
Gilbert Durand instaura una teoría general del imaginario eminentemente integradora. Según
él, no existe conciencia racional por un lado y fenómeno psíquico por otro: el imaginario constituye
la totalidad del psiquismo. Durand distingue una serie de factores psicosociológicos (fuerzas de
cohesión o regímenes –diurno, nocturno–) y psicofisiológicos (tres esquemas de acción –distinguir,
ligar, confundir–, tres grupos de estructuras –esquizomorfas o heroicas, sintéticas o dramáticas,
místicas o antifrásticas–, tres reflejos dominantes –postural, digestivo, copulativo–) que le permiten
establecer una especie de mapa general de las principales categorías simbólicas. Durand sostiene la
existencia de un vasto sistema de patrones antagónicos que permiten clasificar las civilizaciones en
dos grandes grupos irreductibles: culturas de la idea y culturas de la visión, apolíneas y dionisíacas
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(por utilizar la nomenclatura de Nietzsche), discernibles en régimen diurno y en régimen nocturno.
Todos los símbolos pueden ser clasificados en grupos isotópicos polarizados según este mismo
sistema de patrones o de pertenencia.
Hay, por lo tanto, dos tipos de hermenéuticas: las que reducen el símbolo al epifenómeno, al
efecto, a la superestructura o al síntoma, y las que lo amplifican y se dejan llevar por su fuerza
integradora. Ricœur denomina a las primeras “arqueológicas” (se zambullen en el pasado biográfico
y sociológico) y a las segundas “escatológicas”. En las primeras, desmitificadoras, el filósofo incluye
a Freud, Lévi-Strauss, Nietzsche, Marx… En las segundas, remitificadoras, a Heidegger, Eliade,
Bachelard… Por supuesto, la lectura que ambas hermenéuticas hacen de los mitos es diametralmente
opuesta. Ricœur lo demuestra recurriendo al mito de Edipo. La postura desmitificadora lo interpreta
como el drama del incesto: movido por las pulsiones de su infancia, Edipo mata a su padre y se casa
con su madre. La postura remitificadora lo interpreta como el drama de la verdad: movido por el
descubrimiento de la verdad, Edipo busca al asesino de su padre. A la esfinge que representaba el
enigma freudiano del nacimiento se opone Tiresias, el vate ciego que simboliza la verdad. La
diferencia es notoria. Para Freud la ceguera de Edipo era un síntoma de un autocastigo, de una
autocastración, mientras que para Ricœur la ceguera del héroe le convierte en un nuevo Tiresias,
permitiéndole acceder al conocimiento.
Ahora estamos en condiciones de retomar el hilo de las relaciones entre mito, relato y símbolo.
Cuando decimos que el mito es un relato simbólico indicamos sencillamente que, al incluir
símbolos vehicula un significado de tipo lógico-simbólico cargado de afectividad.
En todo mito la simbolización está articulada con el relato: abarca personajes, lugares, tiempos,
acciones y la dimensión sobrenatural, maravillosa, propia de todo referente trascendente. Ella se
verifica tanto en la sucesión como en la recurrencia de temas y nexos lógicos que obran a favor de la
coherencia de la que estamos hablando. Por un lado, la sucesión se verifica en la diacronía del relato,
por otro, el despliegue temático y la recurrencia de los nexos es de orden paradigmático. Y tanto es
así que confiere al relato una legibilidad de la que carecían los temas considerados aisladamente. De
ahí la importancia de contextualizar los temas y no de aislarlos como mitemas.
Dicho de otra manera: todo mito lleva una carga simbólica susceptible de formar parte de una
nomenclatura, pero, a causa de que el símbolo significa más de lo que se encierra en su signo –a
diferencia de otros signos unívocos como el arquetipo o la alegoría–, se puede poner en tela de juicio,
por ejemplo –que nos perdone la feliz memoria de Gilbert Durand–, el que la rueda no tenga más
significación imaginaria que el signo arquetípico del ciclo. Contextualizada, la serpiente, símbolo del
ciclo, sin lugar a dudas, es polisémica y puede simbolizar tanto la transformación temporal, como la
fecundidad, la perennidad ancestral (Durand, 1969, p. 363)…
Pondré el ejemplo del ángel caído, con especial énfasis en el periodo romántico. A lo largo de
la historia los escritores han adaptado temas y textos a sus cosmovisiones. Surgen así una serie de
relatos sobre un ser espiritual que infringe las reglas del ser soberano, es castigado por su
desobediencia y pierde parte de sus atributos. Un arquetipo (el ángel), unos temas (la caída, el castigo)
se conjugan en relatos cuyo protagonista simbólico (Lucifer) cobra una dimensión mítica en la
literatura cristiana: el ángel caído.
Es mito eximio por reunir todas las condiciones exigidas: carácter pretextual, cristalización
textual mínima o sencilla, singularización espaciotemporal, significación de un acontecimiento,
dimensión trascendente, respuesta a una pregunta sobre el origen, presente o futuro del hombre
individual o colectivo.
Históricamente, este mito se enriquece con un nuevo tema (la ascensión) y conforma un nuevo
mito que entraña connotaciones simbólicas también nuevas en una época determinada de la literatura
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y el arte. Se trata de un caso particular: el ángel caído romántico, símbolo de la humanidad caída y
redimida. El mito, sin dejar de serlo, se adecua como símbolo a una cultura determinada.
Este carácter expansivo del mito angélico se desprende de su componente simbólica. Como
Camus ha expresado, “un símbolo desborda siempre a quien lo utiliza y le hace decir en realidad más
de lo que tiene conciencia de expresar” (Camus, 1942, p. 171). Lo ejemplifica Camus en su ensayo,
lo ejemplifica Giraudoux en su teatro.
El proceso de simbolización de este ángel no ha sido inmediato ni espontáneo: requirió una
intelectualización de su imagen, primero en los autores románticos, después en sus lectores. Supuso
un movimiento conceptual que invirtió la caída en ascensión. Este proceso fue cultural, puede que
sea antropológico.
En efecto, si en los relatos de la antigüedad el ángel caído podía hacer referencia directa al
renegado por antonomasia, a medida que transcurren los siglos (sobre todo con Orígenes y Plotino)
el renegado asume de modo predominante una referencia metafórica al hombre y la sociedad. Esta
traslación, latente en algunos escritos de la teosofía de los siglos XVII y XVIII, se torna patente en el
siglo XIX, cuando las convulsiones sociales desestabilizan el Antiguo Régimen y anuncian una nueva
primavera de la humanidad. En la época romántica, las promesas de progreso abundan. Son
numerosos los pensadores y políticos que propagan ideologías liberalizadoras de la humanidad
angustiada; la obsesión exitosa del mito de Prometeo (encadenado y desencadenado) es una buena
muestra de esta situación.
No extraña que el anuncio del progreso humano, especialmente de las clases deprimidas,
encuentre un eco fiel en las nuevas promesas de la remisión angélica: la rehabilitación del ángel caído
significa la rehabilitación del hombre caído.
Puede observarse aquí una concomitancia entre el plan salvífico divino y el plan salvífico
humano. Según la tradición judeocristiana, el hombre histórico está, por así decirlo, arraigado en su
prehistoria teológica revelada. El Génesis ya había anunciado tanto la caída del hombre como su
redención. Según la tradición romántica, la humanidad, a pesar de su degeneración en el decurso
histórico, está llamada a una ascensión futura y definitiva.
La prehistoria teológica se da como revelada, es decir, absolutamente indeducible del análisis
de la experiencia histórica del hombre. Sin embargo, existe una singular concordancia entre la
revelación y la experiencia en orden al fundamento constitutivo de la existencia humana. En el
pensamiento judeocristiano, hay una continuidad entre el estado originario (o de naturaleza íntegra),
el estado histórico (o de naturaleza caída) y el estado eterno (estado de naturaleza gloriosa del que
gozarán los justos al final de los tiempos).
Los poetas, impregnados de las ideas de progreso material y espiritual, no dudan en recurrir a
la poesía, al teatro o a la epopeya para expresar de modo metafórico su convencimiento de la
redención humanitaria, que habitualmente circunscriben al ámbito puramente social. Ahora bien,
tales desarrollos románticos ya no concuerdan ni con los textos ni con la tradición de los que parten.
La caída y la redención del ángel se distancian de su canon escriturístico y de su reflexión tanto
rabínica como eclesiástica: ningún texto sagrado, ninguna escuela judía, ninguna definición cristiana
expone la rehabilitación de los ángeles caídos. Aquí, como en otros aspectos, el romanticismo es
ecléctico, tiende a conciliar tendencias opuestas: los textos sagrados con los apócrifos, la teología
cristiana con los movimientos teosóficos y el pensamiento oriental.
Conclusión
La imagen gráfica, la transcripción plástica, puede servir para duplicar –lo vimos en el ejemplo
de Nadja– la imagen mental transcrita por el discurso. Pero no añade nada. A decir verdad, funciona
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como una ilusión especular, y traduce el deseo inquieto de que la imagen sea copia fiel de los modelos.
Por el contrario, la imagen simbólica rompe todos los lazos con un modelo. Es imagen de un más
allá.
A pesar, pues, de lo que afirma Breton, su retrato de los dos amantes no es nada simbólico, es
más bien alegórico. De ahí nuestra primera conclusión: distinguir entre imagen viva e imagen muerta
si se pretende discutir sobre el simbolismo mítico.
Ahora bien, ¿cómo distinguir entre imagen viva e imagen muerta? Será nuestra segunda
conclusión. A partir de dos criterios de funcionalidad: la contextualización de la imagen simbólica
dentro del relato y la consecuente dinamización que confiere a este su coherencia. A resultas de este
proceso, una mitocrítica fecunda la narratología.
Bibliografía
A. Breton (2007), Nadja, ed. D. Carlat y A. Jaubert, París.
A. Camus (1942), Le Mythe de Sisyphe. Essai sur l’absurde, París, 1942.
C.-G. Dubois (2005), “Symbole et mythe”, Questions de mythocritique. Dictionnaire, dir. D. Chauvin, A. Siganos y
P. Walter, París, p. 331-348.
G. Durand (1969), Les Structures anthropologiques de l’imaginaire, París.
– (2008: 1964), L’Imagination symbolique, París.
P. Ricœur (1960), Philosophie de la volonté: II. Finitude et culpabilité, pref. J. Greisch, París.
– (1969), Le Conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, París.