3. EDITORIAL.................................................... Pág. 2
SECCIÓN MONOGRÁFICA
1. «Entonces dijo: “¡Basta!, es demasiado
tu sufrimiento”»......................................... Pág. 5
Marta GARCÍA FERNÁNDEZ
2. «Te miraré favorablemente;
eternamente una vida».............................. Pág. 15
José Antonio CASTRO LODEIRO
3. ¿Resignación o terapia?: la respuesta
al sufrimiento en el poema babilónico
Ludlul bēl nēmeqi......................................... Pág. 25
Roberto LÓPEZ MONTERO
4. «Ten misericordia de la carta
que te deposito» ......................................... Pág. 35
Jesús GARCÍA RECIO
5. La ciudad, mater dolorosa .......................... Pág. 47
Nuria CALDUCH-BENAGES
SECCIÓN ABIERTA
1. Del sufrimiento a la paz.
Reflexión comunitaria en torno
al sufrimiento y al consuelo................... Pág. 57
Francisco Julián ROMERO GALVÁN
SECCIÓN DIDÁCTICA
1. «Si alguno cae enfermo...»....................... Pág. 60
Juan Carlos GARCÍA DOMENE
SECCIÓN INFORMATIVA
1. Boletín bibliográfico bíblico................... Pág. 68
2. Noticias................................................... Pág. 68
INVIERNO
Nº 68
EL SUFRIMIENTO Y LA CONSOLACIÓN
EN MESOPOTAMIA
Coordinadora: Dr. Marta García Fernández
4. 2
E
ste volumen de Reseña Bíblica está dedicado a la cuestión del sufrimiento y la
consolación en el ambiente bíblico. Nos limitamos a la religión mesopotámi-
ca, considerada la religión más antigua, pues queremos remontarnos al origen
de la problemática. Además, esta opción está doblemente motivada: primero, por
la imposibilidad de abarcar períodos de tiempo tan extensos y variados como los
que recorren la literatura vetero y neotestamentaria; y segundo, por la decisión ex-
plícita de acotar el tema en este entorno del que es especialmente deudora la antro-
pología bíblica.
Consolación y sufrimiento son dos claros exponentes de la antropología
religiosa. El ser humano busca el consuelo, cuyo germen primordial reconoce en un
principio benévolo: Dios. En esta pesquisa existencial, tarde o temprano, el
individuo topa con el dolor y la aflicción. Entonces el hombre se pregunta por el
origen del mal y su sentido, siempre enigmático, inexplicable y, sobre todo,
inaceptable.
Consolación y sufrimiento se presentan como un binomio inseparable, al
mismo tiempo que irreconciliable. Pues aun cuando el sujeto religioso halle otro
principio de mal paritario a las divinidades, el desconsuelo mina como una termita
la confianza del creyente en aquellos de quienes depende su felicidad y en cuyas
manos está puesta la posibilidad de realizarla.
La dialéctica sobre el origen del mal y sobre Dios como origen de la consolación
no siempre se resuelve. La tensión atraviesa implícitamente los textos religiosos y el
mundo simbólico de Mesopotamia. Por ello, la organización del número se ordena
en torno a este eje transversal y se estructura de la manera que a continuación
describimos.
El primer artículo –«Entonces dijo: “¡Basta!, es demasiado tu sufrimiento”»–
tiene como finalidad adentrar en el ambiente cultural de Medio Oriente antiguo,
así como proporcionar las coordenadas fundamentales de la temática. Se hace
hincapié, por tanto, en los relatos mesopotámicos sobre los orígenes en los que, a
través de una «teodicea narrativa», se ofrece un primer intento de explicación
mitológica del problema del sufrimiento y del mal.
EDITORIAL
5. 3
Los dos artículos siguientes –«Te miraré favorablemente; eternamente una vida»
y «¿Resignación o terapia?: la respuesta al sufrimiento en el poema babilónico
Ludlul bēl nēmeqi»– abandonan los relatos míticos para dar la palabra al creyente,
quien directamente alza su voz a la divinidad en busca de consuelo. Los textos
escogidos –Diálogo del hombre con su dios, Un hombre y su dios, Ludlul bēl nēmeqi–
abarcan períodos distintos de la cultura mesopotámica, y con ello pretenden
ofrecer una visión panorámica y global de la misma. A diferencia de los relatos
mitológicos, estos textos no reflexionan en abstracto sobre el origen del mal, sino
que retratan con plasticidad la angustia vital del individuo concreto aquejado por
una enfermedad y que desahoga su alma ante la divinidad. Especialmente en el
Diálogo del hombre con su dios y el Ludlul bēl nēmeqi, los estudiosos han visto la
prefiguración de una figura bíblica paradigma del dolor; nos referimos al personaje
de Job. Una tipología que hunde sus raíces en el «Job babilónico».
Las dos últimas contribuciones –«Ten misericordia de la carta que te deposito» y
«La ciudad, mater dolorosa»– versan sobre dos antiquísimos «géneros literarios»
acuñados en Mesopotamia y que más tarde encontrarán eco en la literatura bíblica.
El primero, las cartas dirigidas a Dios, es un género epistolar que custodia y
testimonia la relación mantenida con Dios en el pasado. El soporte escrito
garantizaba la continua presencia de la súplica ante Dios. El itinerario espiritual de
estas cartas supone un descentramiento del creyente, ya que se trata de la dura
ascesis de abrir el sufrimiento a la consolación divina. El segundo, las
lamentaciones por la ciudad destruida, eran lamentaciones protagonizadas
generalmente por las diosas femeninas consortes de los dioses patronos de la
ciudad que lloraban la pérdida de sus hijos. La personificación de la ciudad como
mujer era una tradición difundida en el Medio Oriente antiguo, un motivo
recurrente en la tradición bíblica, en la que Jerusalén aparece como madre y esposa
(Is 54). A la Sión que como una mater dolorosa llora inconsolable en el exilio la
muerte y la destrucción de su prole (Jr 31,15) se le promete llegar a ser la mater
consolationis, pues de sus pechos manará el consuelo y la vida para Israel y para
todos los pueblos (Is 66,11).
Marta García
7. «ENTONCES DIJO:
“¡BASTA!,
ES DEMASIADO
TU SUFRIMIENTO”»
Marta García Fernández
5
La actualidad del tema del sufri-
miento y la consolación se debe a
la perennidad de la cuestión, que
radica en la misma condición hu-
mana. La antropología religiosa de
Mesopotamia es la primera que
afronta el reto que, como legado y
desafío, recoge la tradición bíblica.
El artículo –de carácter introducto-
rio– ofrece una visión panorámica
de la «lucha» que nuestros antepa-
sados sostuvieron por mantener la
convicción sobre la naturaleza con-
soladora de los dioses, empañada
por la existencia del mal y del su-
frimiento. De este modo, la presen-
te contribución prepara el camino a
las siguientes, que versan sobre
otro género de textos religiosos.
8. 6
L
a búsqueda de la auténtica consolación y el sentido
del sufrimiento son dos grandes cuestiones antro-
pológicas estrechamente relacionadas. Desde su ori-
gen hasta su fin, sufrimiento y consuelo atraviesan de la
mano la historia de la humanidad, hiriendo la médula es-
piritual de todo individuo. Con palabras del gran filósofo
Maurice Blondel: «El problema es inevitable y el hombre
lo resuelve inevitablemente».
La filosofía helenista despliega todo su potencial
racional. Con el oficio de «consolar», el filósofo –como un
vademécum viviente– ofrece respuestas manufacturadas
para paliar las llagas abiertas dejadas por la muerte y el
horror. Actualmente son los psicólogos los que –con sus
consultas llenas– asisten con impotencia al incremento de
suicidios, mientras una sociedad opulenta y diletante se
deprime saciada.
Siendo una cuestión antropológica, el problema del
mal atañe a todo individuo, sin embargo escuece
especialmente en su núcleo religioso. El «¿por qué me has
abandonado?» sigue rasgando los cielos y sobresaltando a
los habitantes celestiales. La Sagrada Escritura da voz al
crudo interrogante de sus antepasados mesopotámicos.
¿Hasta cuándo permanecerán callados los dioses
azorados por los gritos de la humanidad doliente?
Ladrillo de fundación plano-convexo de Eanatum, príncipe de Lagás, ca. 2450 a. C.
9. La inseparable unión entre sufrimiento humano y
Dios llega en la alborada de la salvación, cuando aquel
Crucificado tatúa en su piel con clavos el bramido
quebrado de sus prójimos. La bellísima expresión de
Unamuno –«¡Y tú, el Hombre a su Dios enarbolado!»–
pinta de un solo trazo esta misteriosa simbiosis; como
aquel Ulises sujeto a su mástil, Cristo «enarbolado» a la
cruz escapa del canto engañoso de la pseudo-felicidad y
atraviesa el abismo de la muerte, único
modo para que el hombre alcance la
verdadera consolación. No obstante, la
hondura del reto, puesto desde la
aurora del género humano, sigue
desafiante, provocando al individuo.
El título de este artículo, tomado
del poema Ludlul bēl nēmeqi, encierra
esta tensión dialéctica: «Entonces
dijo: “¡Basta!, es demasiado tu
sufrimiento”». En el sentimiento del
hombre religioso subyace la idea de
que Dios no quiere la muerte y
proclama su «basta ya de sufrir». Sin
embargo –y contradictoriamente–, el ser humano, al
mismo tiempo que reconoce en Dios el origen de la
bondad y del consuelo, se desespera en la aflicción y se
queja a las divinidades, que permanecen impasibles
guardando silencio.
Es más, el sujeto religioso se plantea radicalmente la
cuestión sobre el porqué del mal y, paradójicamente,
llega a la extraña y antagónica conclusión de que los
dioses tienen en ello parte de responsabilidad. El
lamento resquebraja entonces los pilares de la religión,
que se tambalea por el interrogante y queda
menoscabada por la desconfianza. Y aun así, y pese a la
evidencia, el ser humano no se resigna, y con todas sus
fuerzas busca que Dios manifieste su rostro consolador:
«A la súplica de mis manos alzadas volved vuestros
rostros; cansado, agotado, he mirado tu rostro […] ante
ti he traído mi vida».
1. Señor, acerca tu rostro a la casa
de la humanidad
D
esde el inicio, un latido palpita en la religión me-
sopotámica. Se trata del deseo de ver el rostro de
Dios. Una faz deseada, entre otras cosas, porque
la cara de Dios desprende belleza y amabilidad. Su mise-
ricordia y bondad irradian luz y consuelo a los ojos can-
sados de los hombres. Tras el atrevi-
miento de pensar a «Dios como un
hermano» se esconde y, al mismo tiem-
po, madura la idea de que existe una es-
trecha relación entre las personas y la
divinidad. De este modo se rubrica la
legítima aspiración humana de felicidad
y consuelo. El sufrimiento es un cuerpo
extraño que se introduce y molesta a la
antropología religiosa. El hombre está
hecho constitutivamente para gozar
contemplando el rostro de Dios.
A) EL ORIGEN BENÉVOLO DEL SER HUMANO
El Poema de la creación recoge la hondura de la
antropogonía mesopotámica. El hombre es una obra
divina, una criatura gestada primero por el pensamiento
de los dioses, después por su corazón y sus palabras, y,
finalmente, por sus manos. En consecuencia, la persona
es una manufactura divina muy apreciada y acabada. El
complejo origen y naturaleza del ser humano se refleja
en su mismo nombre: awēlum, que recuerda la
inmolación de un dios en su favor (Wê + ilum). El
individuo surge, pues, de esta extraña aleación del barro
con el espíritu del dios sacrificado: «[que] en su carne y
en su sangre Nintu mezcle arcilla, de modo que el dios y
el hombre se mezclen juntamente en la arcilla».
Este principio benévolo de la humanidad, que responde
al carácter magnánimo y caritativo de los dioses, se
7
El sufrimiento es un cuerpo
extraño que se introduce
y molesta a la antropología
religiosa. El hombre está
hecho constitutivamente
para gozar contemplando
el rostro de Dios.
11. de su arbitrio, sufre perplejo la inmotivada cólera divina
y la sinrazón de la cuita y desventura producida por su
carácter iracundo.
Mientras que en la Sagrada Escritura el origen del
mal y del sufrimiento se debe
claramente al pecado del hombre, en
la religión mesopotámica no se
explicita de una forma tan nítida.
Aun cuando el hombre se reconoce
pecador ante las divinidades, y por eso
implora la reconciliación, también es
cierto que el comportamiento de los
dioses, en cuanto constituye un calco
o proyección del humano, no es
siempre ejemplar; es más, dista mucho
de serlo.
C) EN BUSCA DE UNA NUEVA
EXPLICACIÓN
Esta explicación arcaica del mal, conectada con los
orígenes del mundo, resultaba insuficiente. Se recurre
entonces a unos seres nocivos, malvados, antro-
pomorfos o zoomorfos, incluso en forma de fuerzas
funestas que personificaban su causa (fiebre, perjurio,
náusea…): una especie de demonios crueles. Aunque
algunos testimonios escritos concuerdan en que estos
«diablillos» actúan malévolamente de forma gratuita,
en otros textos, en cambio, son los ejecutores de la
voluntad de los dioses para castigar a un ser humano
por una falta.
De este modo se salvaguarda el rostro benévolo y
misericordioso de los dioses, a los que no se les imputan
directamente los males que aquejan al hombre. No
obstante, el problema sigue abierto, pues de esta agresión
producida por los espíritus maléficos las divinidades
mayores son los últimos responsables. En el hombre de
antaño, como en el de hoy, surge un sentimiento
contradictorio traducido en actitudes y compor-
tamientos discordantes.
Se entabla así una lucha –no cuerpo a cuerpo, pero sí
verbal– entre el orante y los dioses. El orante, a través
del lamento, increpa a la divinidad,
amonestándola por su conducta. La
larga serie de preguntas recriminatorias
dan fe de cuanto decimos: «¿Hasta
cuándo, dios mío, hasta cuándo me
destruirás de esta manera?»; «¿hasta
cuándo, señora, durará esta enfer-
medad?»; «siempre estoy angustiado,
mi dios, ¿dónde estás?»; «he llegado a
las puertas de la muerte, Nabu, ¿por
qué me has abandonado?»; «Šamaš,
¿qué es esto que me ha sucedido?».
La oración mesopotámica se
convierte, por tanto, en ese lugar
contradictorio donde se reprocha a los
dioses su comportamiento, al mismo
tiempo que se les intenta persuadir
para que muestren su rostro misericordioso y dejen de
estar airados. Tal es el objetivo de los sacrificios y
también de los exorcismos del mal. Un despliegue de
técnicas y oraciones –siempre más sofisticadas– que
pretenden arrancar a los dioses una palabra que
erradique la insoportable aflicción.
Junto a la osadía humana, que se encara abiertamente
con los dioses desde que el género humano existe, se
escucha también en la tierra un rumor lastimero que
recoge las migajas que caen de los banquetes celestes. El
hombre, como un mendigo, implora a la divinidad una y
otra vez la misma jaculatoria milenaria en busca de
consuelo.
Robar o suplicar, arrebatar o comprar, increpar o
persuadir, exigir o mendigar, polarizan la tensión interna
del creyente, ya que el sufrimiento desequilibra el núcleo
del sistema religioso. Lo reconozca o no, el dolor produce
en el hombre un sentimiento de humillación, culpabilidad
9
La oración mesopotámica
se convierte en ese lugar
contradictorio donde se
reprocha a los dioses
su comportamiento, al
mismo tiempo que se les
intenta persuadir para
que muestren su rostro
misericordioso y dejen
de estar airados.
12. 10
y agravio contra los dioses, que, ocupados en su
bienestar, se despreocupan de la tierra. El sufrimiento es
inexplicable e inaceptable, y la gratuidad del dolor lo
convierte en algo arbitrario y, por tanto, en un
escándalo.
2. No te suelto hasta que no me hayas
bendecido
E
l ser humano no se resigna a su triste suerte y se
aferra a las divinidades como a un bastión. Nacen
así los «Prometeos» o «Jacob» mesopotámicos, que
luchan abiertamente contra los dioses hasta arrancarles
una bendición o robarles su fuego. Vamos a detenernos
en dos figuras conocidas: Gilgamés y Utanapištim
A) LA EPOPEYA DE GILGAMÉS
El poema de Gilgamés es una obra
literaria realizada en el período
paleobabilonio. Esto es, hacia el siglo
XVIII a. C. El héroe de la gesta,
Gilgamés, es el soberano de Uruk, y
por ello el rey más grande y potente de
toda Mesopotamia. En el desesperado
intento de salvar de la muerte a Enkidu
–su mejor amigo– protagoniza grandes
hazañas enmarcadas en el contexto del
loco viaje en busca de la planta de la
inmortalidad.
Gilgamés, que «buscaba a alguno
que fuera similar a él y que
comprendiera y amase sus obras
excelsas», encuentra entonces a
Enkidu. Rocambolescamente descrito por sus
costumbres animalescas, Enkidu representa en la obra el
papel de la humanidad primordial. Entre ambos surge
una estrecha amistad, que los convertirá en dos
inseparables compañeros. Sin embargo, un día Enkidu le
confía su preocupación: «El hombre tiene los días
contados y está aterrorizado por la muerte». La
caducidad y la muerte paralizan al ser humano,
«impidiéndole escalar el cielo». Gilgamés quiere liberar a
su amigo «de este miedo que no tiene sentido», pues su
dolor procede de la fuente del mal, y le promete:
«Nosotros dos juntos venceremos el mal».
Así pues, se ponen en camino, seguros de que, en la
batalla que combatirán, «Enkidu puede destruir el mal,
porque alguno le estará cerca». Pero la cercanía de
nuestro héroe no impide que su amigo sucumba en la
lucha. Es más, Gilgamés tiene que asistir impotente a la
muerte de su compañero, el cual, antes de morir, le
confiesa: «Mi llama se apaga. Hermano mío, me eres tan
querido y, sin embargo, te tengo que dejar». Y aun
cuando nuestro protagonista está tocando con sus
propias manos la muerte, no se resigna: «Tú estás vivo,
lo sé, sólo duermes en un letargo sin
sueños. El nuevo alba nos encontrará de
nuevo juntos en el seno de las estrellas
[…] pero cuánta, cuánta ternura
encontrarías cerca de mí si supieras
cuánto te amo y qué doloroso será para
mí el silencio».
Comienza aquí un viaje no exento
de aventuras y peripecias, todo por
encontrar la planta de la inmortalidad.
Un viaje que culmina con el encuentro
de Utanapištim, el héroe del diluvio y el
único hombre que ha conseguido
vencer a la muerte. Éste relata a
Gilgamés el episodio del aguacero
catastrófico decretado por el consejo
divino con el fin de aniquilar a la
rumorosa humanidad. Utanapištim, el predilecto de Ea,
es salvado gracias a la sabiduría de la diosa, que le ordena
construir un arca. La narración concluye con la solicitud
Gilgamés se consagra
como el paladín de la
humanidad que se rebela
ante su inexorable destino.
Se yergue como un adalid en
defensa de una humanidad
siempre perdedora frente
al delirio de omnipotencia
de unos dioses celosos
y temerosos.
13. del dios de la sabiduría, aceptada por Enlil, de elevar a
Utanapištim y a su mujer al rango de los dioses y, por
tanto, de la inmortalidad.
El poema salda así la deuda de las divinidades con la
humanidad y abre, de este modo, la puerta entre estos
dos mundos completamente separados; al menos un par
de seres humanos han accedido al rango de dioses y
gozan de la vida eterna. Sin embargo, esto no es
suficiente para Gilgamés, que, insatisfecho con la
narración, sigue indagando sobre cómo obtener la
inmortalidad. El héroe del diluvio le habla de una planta
que se encuentra en el fondo del mar. Sin pensarlo,
nuestro protagonista se lanza en su busca y como un
Prometeo roba a Apzu la planta.
Victorioso por su hazaña, de regreso a Uruk, el
campeón descansa para tomar agua. Entonces una
serpiente le arrebata la planta y la engulle: «Aquel día
Gilgamés se sentó y lloró. Las lágrimas corrían por sus
mejillas». Apenado, regresa a su ciudad y, al ver sus
murallas, siente el consuelo de que al menos algo
permanecerá después de su muerte. Al final del poema, y
todavía sin resignarse a que el final del hombre sea
morir, Gilgamés expresa su esperanza: «Me llamarás.
Sabrás que, eterno, yo quiero reír de nuevo junto a ti.
Bajo el monte de piedra permanece en secreto la
sabiduría. Iremos todavía a buscarla».
Con este relato, Gilgamés se consagra como el paladín
de la humanidad que se rebela ante su inexorable
destino. Nuestro protagonista se yergue como un adalid
en defensa de una humanidad siempre perdedora frente
al delirio de omnipotencia de unos dioses celosos y
temerosos. La muerte supone una ruptura infranqueable
y, en este sentido, aquello que produce profunda
desazón y desconsuelo. Sin embargo, la esperanza del
hombre es más grande que la muerte. El ser humano
aspira a la vida eterna y, con ello, manifiesta que
estructuralmente está llamado a la fuente inagotable de
la consolación.
11
14. 12
B) DE UTANAPIŠTIM A NOÉ
Otro adalid mesopotámico en referencia al problema
del sufrimiento y el consuelo es Utanapištim, ya
mencionado en la epopeya de Gilgamés. Mientras la
tradición bíblica ha conservado únicamente el nombre
de Noé como héroe del diluvio, en la tradición
mesopotámica encontramos varios homólogos:
Utanapištim, Ziusudra y Atram-ḫasīs. Común a todas
las tradiciones es la presentación del protagonista como
un hombre piadoso y, en algunos casos, con rasgos
sacerdotales y reales. Sin embargo, queremos destacar su
faceta de intercesor por la humanidad, que está presente
en ambas tradiciones.
Aunque existen diferencias en los relatos, las
narraciones coinciden en señalar el comportamiento
humano como el detonante que pone en crisis la
creación. En los textos mesopotámicos se habla de una
humanidad rumorosa (ḫubūrum),
pecadora (ḫi††um), que desprecia
(šī†ūtum) y no honra a Dios (zikram
šaḫātum). Tales conductas desenca-
denan las iras divinas que, reunidas en
consejo, decretan el diluvio.
De la historia de liberación de
Utanapištim ya hemos hecho mención
en el apartado anterior; ahora nos
interesa detenernos en su faceta
intercesora, que se pone de manifiesto
tanto en la recensión paleobabilonia
como en la neoasiria. En las dos se hace
mención de la oración de Atram-ḫasīs.
Antes del diluvio, Atram-ḫasīs tiene
que mediar por la remisión de las
plagas sustitutorias de la catástrofe
(enfermedad, peste, hambre, sequía, dolor de cabeza,
etc.). También en la epopeya de Gilgamés se hace
alusión a un intento de mediación antes del diluvio.
Pues, al revelarle Ea la decisión divina, Utanapištim no
piensa sólo en salvar su vida, sino en salvar a los demás
hombres y mujeres de la ciudad.
La solidaridad con la humanidad sufriente, propia del
intercesor, se pone de relieve en ambas recensiones al
presentar el desasosiego que atrapa a Atram-ḫasīs en el
momento del diluvio: «Entraba y salía, ni se sentaba ni
se agachaba. Su corazón estaba roto» (recensión
paleobabilonia); «observaba el cielo [ ] lloraba donde él
(se encontraba) [ ] cubrió su rostro (…) de noche
andaba apenado» (recensión neoasiria). También el
poema de Gilgamés pone de manifiesto el sentimiento
de dolor de Utanapištim al terminar el diluvio: «Abrí
entonces la trampilla y un rayo de luz cayó en mi
mejilla. Me incliné, me arrodillé y lloré. Por mis mejillas
corrían dos ríos de lágrimas». Y tanto Atram-ḫasīs como
Utanapištim al desembarcar preparan un sacrificio a las
divinidades cuya fragancia es agradable para los dioses.
Aunque existen muchas coincidencias con el relato bí-
blico, nos interesa resaltar el hecho de
que la primera vez que aparece la raíz
hebrea n -
ah
.am («consolar») es precisa-
mente en Gn 5,29, donde se dice que
Lamec pone a Noé ese nombre porque
él les «consolará [n-
ah
.am] del penoso tra-
bajo de la tierra que Dios maldijo». Sin
embargo, el nombre de Noé viene de la
raíz nûh, que significa «dejar, depositar,
reposar o dar reposo, pacificar, cal-
mar». Luego Noé-nûh se llama así por-
que n-
ah
.am (consolará).
En el relato bíblico de Noé (Gn 6–9)
existe un juego entre la raíz nûh-
depositar y n -
ah
.am-consolar que puede
interesarnos. La primera vez que
aparece nûh-depositar es en Gn 2,15:
Dios «deposita» (nûh) al hombre y a la mujer en el Edén
para que labren y cuiden la tierra. En Gn 8,4, tras el
diluvio, el arca se «asienta» (nûh) sobre la tierra seca y, a
continuación, Noé realiza una ofrenda cuyo olor
La primera vez que aparece
la raíz hebrea n-
ah
.am
(«consolar») es precisamente
en Gn 5,29, donde se dice
que Lamec pone a Noé ese
nombre porque él les
«consolará [n-
ah
.am] del
penoso trabajo de la tierra
que Dios maldijo».
15. resulta «grato, apaciguador» (nûh: Gn 8,21). Después de
Gn 5,29, la raíz n -
ah
.am-consolar vuelve a aparecer dos
veces en Gn 6,6-7 con el sentido de «arrepentirse»: Dios
se «arrepiente» de haber creado al hombre sobre la
tierra y decide destruirlo con el diluvio.
En el relato del Génesis, Noé recibe diversos títulos:
hombre «justo» (Gn 6,9; 7,1), «íntegro» (Gn 6,9), que
«caminaba en compañía del Señor» (Gn 6,9), el «hombre
de la tierra» (Gn 9,20). Sin embargo, el título de
«consolador» (Gn 5,29) está estrechamente asociado a la
vocación humana de labrar la tierra (Gn 2,15). Ahora
bien, se trata de una tierra que, según Gn 5,29, «Dios
maldijo», evocando cuanto aconteció tras la transgresión
(Gn 3,17-19) y la historia de pecado que culmina con el
«arrepentimiento» (n -
ah
.am) de Dios y la decisión divina
de eliminar al hombre (Gn 6,6-7). Noé, superviviente del
diluvio y consolador del trabajo penoso (Gn 5,29), nada
más bajar del arca (Gn 8,16-20) ofrece un holocausto
grato (nûh) a Yahvé, arrancando así una bendición de
Dios (Gn 8,21) y de la tierra (Gn 9,20-21). Noé, el
consolador, se presenta de este modo como el prototipo
de una humanidad nueva.
13
Representaciones del arca de Noé y del diluvio.
16. 14
C) BAJO EL MONTE DE PIEDRA PERMANECE EN SECRETO
LA SABIDURÍA
Adapa, otro héroe mesopotámico, está también en la
frontera que separa el misterio de la muerte y de la
vida. Pues a éste se le ofrece comer el «pan de la vida» y
beber el «agua de vida», que sin embargo él rehúsa,
perdiendo con ello la ocasión de hacerse inmortal.
Adapa, Gilgamés, Utanapištim, Ziusudra o Atram-ḫasīs
son tan sólo unos de los muchos paladines que a lo largo
de la historia abanderan el coraje humano de luchar
contra los dioses para obtener el don de
una vida para siempre. La muerte y el
sufrimiento abandonan al hombre en
la extraña encrucijada de sus propios
sentimientos, ya que el dolor contiene
un componente de humillación. Men-
digar o intentar robar a la divinidad una
bendición no es sino una de las caras de
una misma moneda.
El imperativo paulino –«dejaos
reconciliar por Dios» (2 Cor 5,20)–
expresa el antagonismo con el que el
hombre vive su condición mortal. Un
antagonismo que, según Pablo, puede
llegar hasta el rechazo de la misma
oferta de reconciliación o de
consolación. Pues la forma sintáctica
utilizada por el apóstol, y aquí con sujeto humano,
constituye algo inédito en toda la literatura griega. Ya
que en el mundo heleno eran los dioses quienes, estando
airados, se tenían que dejar reconciliar con el pecador
por medio de los sacrificios. Invirtiendo el sujeto, Pablo
indica que el hombre se siente agraviado y, de este
modo, se ha colocado en el puesto de Dios. Es, por
tanto, el mismo Dios quien tiene que hacer un sacrificio
–«hacerse pecado» (2 Cor 5,21)– para persuadirlo. Sólo
así la humanidad puede dejarse reconciliar definiti-
vamente con Dios o, lo que es lo mismo, dejarse consolar
por él.
Gilgamés prometía a Enkidu ir junto a él allí donde le
daba miedo entrar, la muerte. Y ésta era una imagen
bellísima: la de Dios acompañando al hombre al lugar al
que le asusta asomarse. El hombre neotestamentario, en
cambio, sube a aquel monte del Calvario, entra en la
muerte no acompañado por Dios, sino con la certeza de
que Dios está ya allí, de que le ha precedido en el miedo
y en el dolor. Existe un elemento sapiencial que no es
elocuencia ni retórica filosófica, sino
realidad, y que se hace creíble porque
testimonia un amor hasta el extremo.
Éste permite al hombre encontrar en la
muerte no una explicación, pero sí un
sentido, y con ello un elemento
consolatorio.
Se trata de la misteriosa sabiduría
de la cruz (1 Cor 1,25-27) o tal vez de
aquellas heridas que producen la
salvación (Is 53,5). La muerte y el dolor
dejarán de ser ese lugar en el que el
hombre combate solo; Dios ha entrado
en él y lo ha vencido. Jesucristo, por
tanto, recoge y lleva a cumplimiento el
deseo formulado hace cinco mil años
por Gilgamés: «Bajo el monte de piedra
permanece en secreto la sabiduría. Iremos todavía a
buscarla». El siervo sufriente, como un Dios hermano,
baja allí donde el desconsuelo y el agravio han dejado
recluido al ser humano para ir precisamente con la
humanidad doliente y herida en busca de ese consuelo
escondido bajo un monte impensable: el Calvario. Es la
locura completa de Dios, «escándalo para los judíos,
necedad para los gentiles, mas, para los llamados, fuerza
de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24). I
Gilgamés prometía
a Enkidu ir junto a él allí
donde le daba miedo
entrar, la muerte. Y ésta
era una imagen bellísima:
la de Dios acompañando
al hombre al lugar al que
le asusta asomarse.
17. 15
«TE MIRARÉ
FAVORABLEMENTE;
ETERNAMENTE
UNA VIDA»
José Antonio Castro Lodeiro
El contraste experimentado por
todo ser humano entre sufrimiento
y consolación se trasluce especial-
mente en la experiencia religiosa.
En el presente artículo se analizan
dos textos que ponen de manifiesto
esta dinámica. El primero, Diálogo
del hombre con Dios –escrito en
acadio y datado en el siglo XVII
a. C.–, es un lamento de un hombre
ante Dios provocado por su inmen-
so mal. Tras reconocer su culpa y
su pecado, recibe del mismo Dios
un mensaje de consuelo. El
segundo, El hombre y su Dios
–en lengua sumeria y datado a co-
mienzos del segundo milenio–, es
una reflexión de carácter sapien-
cial sobre la actitud necesaria
ante el sufrimiento.
18. 16
T
oda persona experimenta la vida como una
continua dinámica de contraste entre alegría y
sufrimiento. Y es sobre todo este último el que
pone a prueba nuestra madurez humana y espiritual.
Esta problemática es vivida y tratada de forma compleja
y profunda por nuestros antepasados del Oriente
bíblico. En el Antiguo Testamento encontramos un
acontecimiento que supuso para Israel la cima de su
sufrimiento personal y colectivo: la caída de Jerusalén y
el exilio en Babilonia (587-586 a. C.). Sin independencia
política, sin territorio, sin templo, todo Israel se sintió
golpeado, herido y al borde de la muerte.
Una respuesta buscó el origen de este mal en el hombre.
Apoyándose en la doctrina de la retribución –«Tú pagas a
cada uno según sus obras» (Sal 62,13b)– se encontró la
causa de este sufrimiento en el pecado del pueblo, que
había abandonado la alianza con Dios. Confesar la propia
culpa era el primer paso para que Israel pudiera superar
esta fase negativa de su historia. Este principio ya estaba
presente en Mesopotamia, como lo muestran las sinceras
palabras de un orante a Marduk: «¿Quién no ha pecado,
quién no ha cometido una ofensa?».
Pero, al igual que nosotros, también ellos expe-
rimentaron que el sufrimiento no se adapta ni resiste
Izquierda:
Mari, templo de Istar (Siria).
Yeso, lapislázuli y concha.
Derecha:
Estatua del mayordomo Ebih.
Período de las dinastías
arcaicas, ca. 2400 a. C.
19. un discurso estrictamente lógico; sobre todo en el caso
de aquel que sufre injustamente. ¿Por qué la
generación del exilio ha tenido que cargar con las
consecuencias del pecado de sus padres? El sufrimiento
no puede ser siempre consecuencia de
una culpa. Se reconocía su carácter
oculto, indescifrable y, a veces, sin una
causa evidente. Era un enigma in-
comprensible que la inteligencia hu-
mana no abarcaba.
Y así, una segunda respuesta
afirmaba la limitación del hombre, el
cual no podía ofrecer una explicación
plenamente satisfactoria: «¿Quién de
ellos ha asistido al consejo del Señor?
¿Quién lo ha visto y ha oído su
palabra? ¿Quién ha estado atento y ha
escuchado su palabra?» (Jr 23,18). Esta
posición era compartida con Meso-
potamia: «¿Quién, pues, podrá conocer
la voluntad de los dioses del cielo o los
designios de las divinidades de las
regiones infernales? Sí, ¿cómo los
mortales comprenderían el plan de los dioses?» (Ludlul
bēl nēmeqi). Pero aun sin entender sus raíces profundas,
Israel no quedó abandonado a su suerte. El profetismo
pedirá que todo el pueblo crea y se abra al anuncio
maravilloso y admirable del consuelo de Dios, consuelo
que superará todo sufrimiento: «Yo cambiaré su duelo
en algazara, los consolaré, transformaré en alegría su
dolor» (Jr 31,13b).
En este contexto, algunas oraciones de la cálida
tierra de Oriente testimonian cómo el creyente
encuentra un bálsamo vivificador a través de su
experiencia religiosa. En una situación de desgracia
personal, el orante se aproxima a la divinidad tanto en
un sentido físico como religioso. Su relación con Dios
desde el sufrimiento se trasluce en los dos textos que
trataremos a continuación. El primero de ellos está
escrito en acadio –es decir, de ambiente semita– y el
segundo en sumerio, las dos lenguas que conforman el
pensamiento mesopotámico. Hoy día tenemos claro
que esta experiencia ha cruzado las riberas del Éufrates
para alimentar a los autores bíblicos, y
también a nosotros (aunque a menu-
do no tengamos plena conciencia de
ello).
1. Diálogo del hombre
con su Dios
L
a composición aparece en una
única tablilla adquirida por el
Museo del Louvre y publicada en
1952 por J. Nougayrol. Este mismo
autor, partiendo de las peculiaridades
de algunos signos cuneiformes, y
comparándola con otras tablillas de la
misma procedencia, consiguió datarla
en torno a la época del rey Ammidi-
tana (siglo XVII a. C.). Así pues, nos
encontramos en el período paleobabilonio.
Desgraciadamente, como suele suceder en muchos
otros casos, la tablilla ha sufrido los desperfectos típicos
del paso del tiempo y sus 69 líneas no se han conservado
íntegramente. La lectura es más fluida al comienzo y al
final, siendo la parte central del texto la más dañada.
Este dato es importante, ya que hace que los autores
disientan sobre el género literario de la obra. En un
primer momento se la consideró como la versión acadia
del Job bíblico: se trataría de un hombre que, por
mediación de un amigo, se queja ante Dios por sufrir
injustamente. Sin embargo, las lecturas más recientes
consideran la obra como el lamento de un hombre ante
Dios provocado por su inmenso mal. Tras reconocer su
culpa y su pecado, recibe del mismo Dios un mensaje de
consuelo y esperanza.
17
Algunas oraciones
de la cálida tierra
de Oriente testimonian
cómo el creyente encuentra
un bálsamo vivificador
a través de su experiencia
religiosa. En una situación
de desgracia personal,
el orante se aproxima
a la divinidad tanto
en un sentido físico
como religioso.
20. 18
Dejando a un lado las cuestiones críticas y las posibles
reconstrucciones del texto, nos centraremos en la parte
inicial, que presenta el estado anímico del devoto, y en la
final, que contiene la respuesta de lo alto.
A) EL SUFRIMIENTO
Un joven gritando llora ante su Dios; suplica y le reza
constantemente. Su corazón está abrasado; su carga es penosa. Su
hígado está continuamente inquieto en suspiros. Se tambaleó, se
arrodilló y se postró. Se le hizo demasiado pesada su carga; se le
acercó llorando. Él bala como un cordero separado de su oveja.
Bramó ante Dios, su superior. Como un toro era su discurso; su
grito, el de dos plañideros. Sus labios llevan un lamento a su
Señor. Le contó a su Señor la carga que llevaba. El joven relata los
suspiros que exhaló.
Las diez primeras líneas presentan en forma narrativa
la situación en la que se encuentra el orante. Se trata de
un joven (e†lum). El sustantivo que emplea el texto
acadio tiene el sentido de un hombre en su etapa
madura, opuesto al anciano. Y esto hará más trágica su
situación, porque el sufrimiento que deberá soportar no
es por el razonable discurrir del tiempo o los achaques de
la edad. En el momento de plena vitalidad es justamente
cuando se encuentra más abatido. En esta circunstancia
extrema decide acercarse a Dios, es decir, presentarse
ante su imagen en el templo.
Llama la atención el amplio abanico de verbos que
intentan expresar su calvario: suplica, se lamenta,
suspira, reza, llora, brama. Los tres primeros expresan la
petición humilde de socorro. Rezar, en un contexto de
aflicción –como el nuestro–, es la forma de pedir el
bienestar y la salud. Por su parte, llorar y bramar
muestran el carácter escandaloso y violento de la
tribulación. De aquí la metáfora que compara al orante
con un cordero separado de su madre o un toro que bufa
atronadoramente. Ante un padecimiento extremo como
el de nuestro joven, el grito es la expresión innata que
busca llamar la atención. Es mediación para el encuentro
con Dios.
Las palabras se refuerzan con tres acciones gestuales:
el hombre se tambalea, se arrodilla y se postra. Éstos son
verbos que se utilizan especialmente en un contexto
cultual de plegaria.
Todos los términos quieren expresar cómo se
encuentra nuestro protagonista en su interior. El
corazón y el hígado son órganos que en Oriente
representan los sentimientos, el pensamiento, el
espíritu. Mientras que las palabras y los gestos
exteriorizan la situación del orante, su ánimo inquieto y
sombrío nos lleva a sus adentros. En tres ocasiones se
habla de la carga que debe soportar, una carga dolorosa y
pesada. Pero ¿cuál es la causa concreta de tanto
lamento? Por el momento no se especifica, pero el uso
de algunos términos, como «abrasado» o «penoso»,
apuntan a la enfermedad.
Esta situación no es puntual, sino constante y
continua, como se señala al comienzo de la oración. El
El hombre y su Dios (anverso y reverso).
París, Museo del Louvre.
21. mal está dilatado en el tiempo. Abarca la dimensión
visible, pero también la invisible de la persona. Le afecta
en lo más profundo, en su psique. Y allí sólo Dios podrá
aliviarle.
B) LA SÚPLICA
A continuación se oye la misma voz del joven. Aunque
esta sección está muy mal conservada, queremos destacar
brevemente algunos aspectos. Comienza afirmando: «Mi
señor, he reflexionado en mi interior».
El porqué del mal es una de las
preguntas más universales, y por su
importancia exige ser meditada. En un
primer momento llega a la conclusión
de que «la falta que cometió, él no lo
sabe».
Cuando el texto vuelve a ser
inteligible, parece recordar su historia
pasada, su juventud, marcada por la
bendición: «Desde que era joven hasta
que crecí se hicieron largos los días».
Fue el tiempo de la bondad de Dios,
pero también de su pecado: «Todo
cuanto bien me has hecho, por todo
cuanto yo me burlé de ti, no me he
olvidado».
Y acaba reconociendo que Dios es el
responsable de su situación: «Tú
mostraste el mal»; «mi mal se hizo
grande»; «una boca llena hiciste muy amarga»;
«enturbiaste las aguas». La boca amarga y las aguas turbias
son dos topos de la literatura como signo de aflicción.
El joven no pretende culpar a Dios, sino todo lo
contrario. A lo largo de su vida le ha mostrado su favor.
Ahora quiere reconocer la soberanía de Aquel que
concede la muerte y la vida, con la esperanza de que
vuelva a manifestar su benignidad.
C) LA SANACIÓN
A las palabras y gestos del suplicante les correspon-
den los gestos y las palabras de Dios. Se describen en
forma narrativa todos los cuidados de los que el hombre
es objeto:
[ ] Lo levantó del suelo. [ ] Lo untó con aceite de médico.
[ ] alimentó y lo cubrió con su vestido. Hizo resplandecer su
corazón cuando se presentó ante él. Le habló de la tranquilidad
del bien de su carne.
La acción de Dios se centra primero
en el cuerpo del sufriente. Alza del
suelo a quien se encontraba arrodillado,
postrado, soportando una enorme
carga. A continuación unge su cuerpo
con aceite para restablecer su salud con
los remedios típicos de un médico y,
después, le hace reponer fuerzas con el
alimento y el vestido.
Todos estos cuidados muestran la
paternidad de Dios, que levanta del
polvo al desvalido (Sal 113,7), alimenta a
los que desfallecen y escucha el clamor
de sus fieles (Sal 145,14-19). ¡Cómo no
acordarnos de aquel padre que, tras la
petición de perdón de su hijo, dice a sus
criados: «Traed enseguida el mejor
vestido y ponédselo; ponedle también un
anillo en la mano y sandalias en los
pies. Tomad el ternero cebado, matadlo
y celebremos un banquete de fiesta» (Lc 15,22-23)!
Toda esta solicitud divina provoca un cambio radical:
el corazón, antes abrasado, ahora resplandece; es decir,
recobra la alegría. Y junto con la felicidad recibe la buena
noticia del «bien de su carne», expresión que se refiere al
bienestar físico, a la sanación.
La oración podría haber finalizado una vez que el
lamento ha sido escuchado. Así sucede en los salmos de
19
Rezar, en un contexto
de aflicción –como el
nuestro–, es la forma de
pedir el bienestar y la salud.
Por su parte, llorar y
bramar muestran el carácter
escandaloso y violento de
la tribulación. De aquí la
metáfora que compara al
orante con un cordero
separado de su madre o un
toro que bufa atronador.
22. 20
súplica dentro del Salterio. Sin embargo, nuestro texto
recoge la voz de Dios, que se dirige a quien lo ha buscado
en la desesperación para hablarle de la tapšuḫtum o
tranquilidad, una cualidad que se aplicaba casi
exclusivamente a toda la comunidad divina. Había sido
la razón última de la queja de los Igigu ante Enlil en los
textos de creación. Ahora el reposo es anunciado y
pronunciado por Dios sobre el sufriente.
D) LA LLAMADA A LA VIDA
Ciñe tu cinturón; [que] tu corazón no se enfade. Se
completaron los años; los días que llené con la carga. Si tú no
fueras llamado a vivir, ¿cómo pudiste arrastrar en su totalidad
un fuerte dolor de cabeza? Viste la angustia,
[ ] está retenida. Llevaste a término su
peso; soportaste lo pesado. Ensanché tu
puerta; el camino está abierto ante ti. La
senda es recta ante ti; y establecida para ti
la misericordia. En los días venideros no
olvidarás a tu Dios, tu creador; ¡así te irá
bien! Yo soy tu Dios, tu creador, tu ayuda.
Mis guardias te protegen y te fortalecen. Un
campo te abrirá su refugio. Te miraré
favorablemente; eternamente una vida. Y tú
no palidezcas; unge lo seco. Da de comer al
hambriento y da de beber agua al sediento.
[ ] Vea tu alimento, abandone, [ ]. Está
abierto para ti el portón de la paz y de la
vida. [ ] Entra en su interior; sal; quédate
en paz.
Las primeras palabras de Dios
parecen difíciles de interpretar. Ceñirse
el cinturón es un giro extraño en
acadio, pero frecuente en el mundo bíblico. Aunque se
aplica en contextos muy variados, suele indicar la
disposición para la lucha, tanto en sentido literal como
metafórico. Por consiguiente, Dios solicitaría una
actitud de valentía, de fuerza y de confianza al enfermo.
Le pediría la firmeza y la paz en su corazón después de
haber experimentado la fragilidad de la vida. Ambas
serían una fórmula de ánimo y de consuelo.
Dios explica y fundamenta su petición: «¡Ya ha
pasado el tiempo de la angustia!». Cierto, es el hombre
quien ha debido ver, llevar y soportar la enfermedad. Los
verbos del inicio de la súplica mostraban un dolor
extendido en el tiempo. Aquí Dios recalca el suplicio por
el que ha tenido que atravesar su devoto durante todos
estos años. Pero el padecimiento no era la meta, sino tan
sólo una parte del camino. El hecho de haber soportado
la enfermedad significa que su «suerte», su «destino»,
querido y previsto por Dios, era la vida.
Superado el pasado, se mira hacia el futuro invitando
a la esperanza. Se presenta toda una serie de motivos
que buscan explicar las acciones
desplegadas por Dios. El camino abierto
y la senda recta son imágenes que
representan el itinerario del hombre por
la historia. Este lenguaje es una forma
en acadio de indicar que la vida estará
marcada por la salud, la prosperidad,
la felicidad y el éxito. Junto a esto le
queda concedida la misericordia. El
fiel no conocerá ya el rechazo ni el
abandono de su Dios.
Aún más, Dios mismo establece una
relación personal cuando afirma que él
es su Dios, su creador, su ayuda. Por
iniciativa y gratuidad divina se
establece entre ambos una relación de
alianza. Los guardianes divinos le
ofrecerán asistencia y acompañamiento.
En este contexto, la frase «un campo te
abrirá su refugio» resulta oscura; sin embargo, parece
ahondar en la idea de protección y de amparo.
La actitud de Dios se puede resumir con la promesa:
«Te miraré favorablemente; eternamente una vida». El
verbo empleado, palāsum, de marcado carácter teológico
y lleno de riquísimos matices, ofrece una síntesis
Dios recalca el suplicio por
el que ha tenido que
atravesar su devoto durante
todos estos años. Pero
el padecimiento no era la
meta, sino tan sólo una
parte del camino. El hecho
de haber soportado la
enfermedad significa que
su «suerte», su «destino»,
querido y previsto por Dios,
era la vida.
23. perfecta de todo lo dicho hasta el momento. Mirar
favorablemente equivale a conceder una larga vida al
mortalmente enfermo; es hacer revivir. Indica también
que Dios ha revelado su perdón, su misericordia. Que
está próximo; que es causa de alegría y que ofrece
abundancia de bienes.
Por su parte, el hombre debe responder a este
consuelo en dos direcciones. En primer lugar recibe el
imperativo de no olvidar a su Dios. No se trata tanto de
perder la memoria cuanto de no descuidar el culto. Los
ritos y las ofrendas tenían el objetivo fundamental de
mantener a la divinidad; de garantizar a las imágenes
–que aseguraban su presencia real– el alimento
necesario. Se invita al enfermo ya recuperado a visitar y
dar gracias a Aquel que lo ha hecho revivir.
En segundo lugar debe mirar hacia el prójimo. Él, que
fue curado con aceite de médico, deberá preocuparse de
ungir lo que está seco (referencia a la piel de un hombre
que exterioriza alguna dolencia). Él, que ha recibido
misericordia, deberá ocuparse del hambriento y del
sediento.
Las últimas palabras de Dios son una invitación a
cruzar ritualmente la puerta del templo o de la ciudad
con la confianza de estar completamente sanado. Si
anteriormente había entrado con lloros y gritos, ahora
puede volverse corporal y espiritualmente en paz.
Llegamos al final de la oración en la que, bajo forma
narrativa, se pide que ésta sea acogida por Dios:
«Endereza su camino, abre su senda. La súplica de tu
siervo descienda hasta tu corazón».
2. Un hombre y su Dios
Esta composición se dio a conocer a mediados del
siglo pasado por el famoso sumerólogo Samuel N.
Kramer. El texto fue rehecho a partir de varias tablillas
encontradas durante una excavación en la ciudad de
Nippur, al sur de la actual Bagdad. Con respecto a su
redacción, tanto Kramer como los autores posteriores la
sitúan al menos en el período paleobabilonio, pero no se
descarta una posible fecha en torno a comienzos del
segundo milenio.
El texto en sumerio ha sido revisado y mejorado a lo
largo de estos últimos años. A pesar de todo –y como
cabía esperar–, no se pueden reconstruir en su totalidad
sus más de 140 líneas. Pero esto no ha impedido que ya
desde el comienzo fuera considerado como el primer gran
ensayo que reflexiona sobre el sufrimiento humano.
En líneas generales, la temática del sufrimiento se
trata de forma semejante a la oración en acadio que
acabamos de presentar. El hombre, herido por el dolor,
decide glorificar a Dios. Tras exponerle sus grandes
penas y presentarle su súplica, adopta una postura
penitencial. Dios, siempre dispuesto a escuchar, acoge su
oración.
A grandes rasgos, no parece haber diferencias
destacables entre ambos textos. Seguramente el lector
podrá relacionarlos a medida que vaya acompañando al
orante sumerio. Pero descubrirá que, en este caso, el
asunto se desarrolla con una mayor amplitud literaria.
También aquí encontramos un desacuerdo sobre el
género de la composición: para unos se trata de un
ensayo poético, mientras que otros la consideran un
salmo de acción de gracias o un salmo penitencial. Sin
entrar en esta discusión, la obra tiene un claro carácter
sapiencial. Empleando fórmulas y motivos típicos de
otros géneros, los autores crean un conjunto que
reflexiona sobre la actitud necesaria ante el sufrimiento.
A) INVITACIÓN PARA ACLAMAR A DIOS
Que el hombre proclame fielmente la grandeza de su Dios.
Que el joven celebre santamente la palabra de su Dios. Que el
pueblo que habita en el país fiel la desenrede como un hilo. Que el
cantante con el arpa calme el alma del vecino y de su amigo. [ ]
Que su boca, que contiene la queja, apacigüe el corazón de su
Dios. El hombre sin su Dios no puede obtener alimento.
21
24. 22
Este preámbulo es una solemne exhortación que
llama a la alabanza. También aquí se trata de un joven
(guruš) que se queja. En esta situación, el hombre no
tiene que rechazar a Dios; al contrario, sabiamente se le
invita a presentarse ante él. La última afirmación, de
tono proverbial, declara con una imagen pragmática que
el hombre recibe todo de Dios. Por este motivo, aun en
medio de la angustia, no se debe renegar de la
experiencia religiosa.
B) LA SITUACIÓN DEL ORANTE
El joven, que no ha empleado su fuerza violentamente en hacer
el mal, pasa el día entre lamentos, enfermedad y amargo
sufrimiento. [ ] El muchacho, ante su Dios –el joven–, por
encontrarse oprimido, llora amargamente. Él tiene temor y –como
debe ser– se postra. Verbaliza su sufrimiento. El corazón está
lleno de cansancio. Rompe a llorar.
Primero se nos presenta la gravedad en la que se
encuentra la persona. Los días están llenos de lamentos
(a-nir, «alzar las lágrimas»), de enfermedad (á-sàg,
«dispersar el vigor») y de sufrimiento (du-lum). En medio
de esto, el joven se presenta ante su Señor con gestos
–llora y se postra– y con palabras. Adopta una actitud
básica y fundamental: el temor de Dios. Y esto parece
anunciar una esperanza de salvación, ya que el temor del
Señor es fuente de vida para escapar de los lazos de la
muerte (Prov 15,27).
C) LA ORACIÓN
Esta parte constituye casi todo el cuerpo del relato y,
por su amplitud, es necesario proceder por partes.
• Sus males
Yo, un joven; yo, que sé; lo que yo sé no puedo llevarlo a cabo.
La verdad que digo se transforma en mentira. El mentiroso me
cubre como el viento del sur. Debo postrarme ante él. Mi brazo
inconsciente me ha avergonzado ante ti. Me has concedido como
regalo un sufrimiento que se renueva constantemente. Cuando
entro en casa pierdo la esperanza. Yo, el joven, cuando salgo a la
calle, se me aflige el corazón.
Mi pastor fiel se ha enfadado conmigo, el muchacho. Me ha
mirado con hostilidad. Aunque yo no soy su enemigo, mi pastor ha
enviado contra mí fuerzas malvadas. Mi compañero no me dice
ninguna palabra firme. Mi amigo me tergiversa con mentira la
palabra veraz que yo dije. El mentiroso me ha insultado; pero tú, mi
Dios, no le has respondido. [ ] El malvado me ha insultado. Me
enfadé. Pero se alzó como un torbellino y ha provocado la aflicción.
Yo, siendo sabio, ¿por qué debo estar atado a muchachos
ignorantes? Yo, siendo ilustrado, ¿por qué debo estar atado a
hombres ignorantes? Hay pan por todas partes, pero mi pan es el
hambre. Cuando se repartió la herencia a los numerosos pueblos,
la herencia que recibí fue sufrimiento.
Ante Dios expone en primera persona cómo el mal
está afectando a la totalidad de su tiempo, de su espacio
y de sus relaciones. A la totalidad del tiempo, porque el
sufrimiento le inunda día tras día. A la totalidad de su
espacio, porque afecta al ámbito familiar y público. El
primero está representado por la casa, que, en vez de ser
un lugar de refugio, se ha convertido en lugar de
desesperanza donde «el alma muere» (ur5 úš). El segundo
se simboliza por la calle, donde el joven se aflige, es
decir, «se tambalea el corazón» (šà sàg).
Más aún. Aquellos que deberían estar próximos a él y
consolarle se vuelven adversarios. El pastor, símbolo del
rey, le mira con animadversión. Lo considera su
enemigo. Por su parte, el amigo transforma sus palabras
honestas, pervierte su discurso. Abandonado por los
conocidos, se convierte en el centro de los ataques del
malvado y del mentiroso. Él, que era sabio, pasa ahora
por ignorante. Como después expresará el salmista: «Me
devolvían mal por bien y me dejaban desamparado.
Cuando yo caigo, ellos se alegran y se unen contra mí;
me golpean a traición, me desgarran sin cesar; me
insultan y se burlan de mí; hacen rechinar con odio sus
dientes contra mí» (Sal 35,11-16).
25. Dios parece estar inactivo ante todas estas
circunstancias. Y, por tanto, ahora es el momento de la
súplica.
• La súplica
Dios mío [ ] ante ti [ ] quiero decírtelo: mis lágrimas son
exceso; mi palabra es una súplica. Quiero contártelo: la amargura
de mi camino quiero desenredarte como un hilo. [ ] ¡Que mi
madre, que me dio a luz, no cese de llorar por mí ante ti! ¡Mi
hermana, una dulce voz con lira, te cuente entre lágrimas lo que
ha provocado mi destrucción! ¡Que mi esposa te revele mi
sufrimiento! ¡Que el cantor, experto en la canción, te desenrede
como un hilo mi amargo destino!
Dios mío, en el país el día brilla; pero para mí el día es oscuro.
En mi corazón hay lágrimas, lamentos, aflicción y desesperanza.
El sufrimiento me cubre como a un niño que llora. En las manos de
Namtar, mi aspecto ha cambiado. Se ha llevado mi aliento. Asag,
el malvado, baña mi cuerpo. En mi camino de maldad y
destrucción no veo un sueño favorable. Diariamente las visiones
adversas no cesan. La aflicción, aunque yo no sea su mujer, se me
abraza al cuello. El gemido, aunque yo no sea su hijo pequeño,
extiende las rodillas. El lamento, como hace el viento del sur, me
barre. Mi hermano me dice: «¡Ay de ti!».
La súplica supera el ámbito individual para dar voz a
la familia –la madre, la hermana, la esposa– y al cantor
litúrgico. Su situación personal envuelve a los que le
rodean, mostrando una solidaridad en el sufrimiento. La
queja unánime de sus allegados debe también informar y
conmover a su Dios. En esta súplica se reconoce que el
destino favorable fijado para él ha tenido que cambiar.
Sólo esto puede explicar que los sueños y visiones no
prevean una mejoría en su futuro. Ese destino,
personificado en Namtar (el heraldo de la muerte), le ha
arrancado su alma, su hálito vital (zi). Y, para colmo,
Asag (responsable de los dolores de cabeza) se ha fijado
en él. Una vez más, la enfermedad es el síntoma visible
de un mal que abarca a toda la persona.
Para indicar la íntima y profunda relación con el
sufrimiento se emplea la metáfora esponsal y paterna: la
aflicción se abraza a él como gesto típico de una esposa
enamorada, mientras que el gemido lo acoge en su
regazo como muestra cariñosa de unos padres. Los
hechos dejan entrever que Dios ya no lo reconoce como
hijo, y su paternidad ha sido asumida por el pade-
cimiento. Lógico, entonces, que hasta su hermano se
compadezca de él.
• Petición y confesión de sus pecados
Dios mío, tú, mi padre, que me has engendrado, alza mi
rostro. ¿Hasta cuándo no te preocuparás por mí y no me
buscarás? Yo quiero erguirme como un toro, pero tú no me dejas
erguirme hacia ti. No me dejas tomar la senda justa.
Los jóvenes sabios afirman un dicho justo y recto: «Nunca una
madre dio a luz un hijo que no tuviera pecado», «desde los tiempos
antiguos no hubo siervo que no tuviera pecado». Dios mío, ya que
has mostrado ante mis ojos mis pecados, quiero declararlos en la
puerta de la ciudad, tanto los olvidados como los visibles. Yo, el
joven, quiero reconocer mis pecados ante ti. En la asamblea se
derramen las lágrimas como llovizna. Que mi madre suplicante
pueda llorar por mí en tu templo. Que tu santo corazón tenga
hacia mí, que soy un muchacho, misericordia y compasión. Que tu
corazón, una ola que inspira temor, se vuelva hacia mí, que soy
joven.
En la conclusión de la súplica, el orante afirma la
paternidad originaria de Dios y expresa su sentimiento
de pertenencia. Él es su padre (a-a). No han sido el
gemido ni el lamento los que lo han engendrado. En las
oraciones de súplica, el orante suele recordar su relación
pasada con la divinidad, marcada casi siempre por los
favores. Pero aquí nos remontamos a los orígenes. Se
apela al momento inicial, al de la concepción. Aunque
no se mencione explícitamente, su Dios es tal desde el
vientre de su madre (Sal 22,10-11).
Esta fe fundamenta la petición de socorro. Se recogen
cuatro acciones que deberían mostrar a Dios como
Padre: tiene que «preocuparse» por su hijo, que se siente
abandonado y sin esperanza; debe salir a «buscarlo»,
porque los presagios y adivinaciones nefastos
evidenciaban la ausencia paterna. Debe «alzar» al que
estaba postrado ante los enemigos. Y, finalmente, debe
23
26. 24
apartarlo del camino de maldad y destrucción para
«reconducirlo» por la senda justa.
Por su parte, el joven reconoce que la razón última de
esta situación no está en la indolencia de Dios. Las dos
frases proverbiales asumen el principio básico de que
ningún hombre está libre de pecado. Y Dios en persona le
ha revelado todas sus faltas, para que, reconociéndolas,
pueda verse libre de ellas y así darse el reencuentro tan
esperado. La práctica penitencial tiene tanto una
dimensión privada, ante Dios, como pública, en la puerta
de la ciudad. Esta confesión sincera es el último recurso
para que el corazón de Dios se vuelva hacia él (fórmula
clásica que concluía el género de las lamentaciones).
D) DIOS ACOGE LA SÚPLICA
El Dios del hombre escuchó su llanto de lágrimas amargas.
Cuando el lamento y la súplica que oprimían al muchacho
calmaron el corazón de su Dios, su Dios acogió las palabras
justas y santas que aquél había dicho. La oración que el joven
había dado a conocer, la plegaria santa, fue como aceite fino en la
carne de su Dios.
Su Dios apartó su mano de las palabras malvadas. Esparció
al viento tanto la opresión, que aun no siendo su mujer lo tenía
abrazado por el cuello, como el gemido, que había extendido hacia
él los brazos. El lamento, que lo había barrido como el viento del
sur, quedó devastado. A Namtar, que estaba en su carne,
erradicó. En el joven convirtió su sufrimiento en alegría. Puso de
inspector a un ser benévolo que hacía guardia en la boca. Le
concedió dioses protectores que le miran con bondad.
Como respuesta a la amplia plegaria del hombre
encontramos la reacción de Dios, que escucha y acepta
todos los lamentos. Esta actitud de Dios debe hacernos
reflexionar sobre la necesidad de expresar el sufrimiento.
Cuando uno atraviesa una situación de dolor, su queja
ante Dios no es imperfecta espiritualmente. Al
contrario, ella mantiene la dialéctica entre el sufrimiento
y la petición para que él intervenga. Esta petición para
que Dios no se esconda y muestre su benevolencia se
contrapone con el comportamiento del malvado, que ni
se queja ni se interroga porque piensa que Dios no va a
pedir cuentas (Sal 10,1-4).
Un segundo aspecto muy destacable, a nuestro
entender, es el valor que se le concede en la oración a la
palabra (inim). La liturgia en Mesopotamia desarrollaba
un complejo sistema cultual que unía las ofrendas y
sacrificios con toda una serie de oraciones recitadas y
cantadas. Todas estas celebraciones, reunidas en los
Rituales, variaban según el lugar, los templos y la
tradición.
Pero, si nos fijamos en nuestro texto, aquello que calma
el corazón de Dios no es un sacrificio expiatorio por los
pecados, sino más bien la palabra del orante, que es
considerado justo (zid), santo (kùg), que presentó una
a-ra-zu, es decir, una oración que «da a conocer el
desbordamiento de las lágrimas». De esta forma, la oración
se concibe como ese espacio abierto al don de Dios.
Al eliminar la opresión, el gemido y la enfermedad
que le acuciaban, Dios reafirma su paternidad. Desde
este momento el fiel estará bajo la atenta mirada de los
dioses protectores.
E) GLORIFICACIÓN DE DIOS
El joven proclama fielmente la grandeza de su Dios. Como en la
salida del sol, sobre ti he puesto mis ojos. Tú me has hecho tener una
gran fuerza. Dios mío, me has mirado desde lejos con tu justa mirada
de vida. Yo quiero revelar bondadosamente tu santa fortaleza. Que
tú absuelvas mi pecado. Que tu corazón descanse en mí.
Escuchamos de nuevo las palabras del joven, que
responde a Dios con una acción de gracias. Se retoma a
modo de inclusión el tema de su grandeza, que había
aparecido al inicio.
En plena sintonía con la oración en acadio, también
aquí se habla de la mirada de Dios como remedio del
sufrimiento. Cuando él «abre los ojos» (igi-du8), el efecto
es la vida (nam-til-la) en el hombre. La confianza en el
corazón de Dios se convierte en fuente de paz que libera
de la angustia del mal. I
27. ¿RESIGNACIÓN
O TERAPIA?:
LA RESPUESTA
AL SUFRIMIENTO EN
EL POEMA BABILÓNICO
«LUDLUL BEL NEMEQI»
Roberto López Montero
El poema Ludlul bēl nēmeqi es la
obra de índole sapiencial más fa-
mosa de la literatura mesopotámi-
ca y la que quizá más ha influido
en los libros sapienciales de la Bi-
blia. Su lectura atenta nos desvela
que el consuelo del justo sufriente,
inexplicablemente probado a pesar
de su fidelidad a la divinidad, se
encuentra en una resignación
ante la inescrutable voluntad de los
dioses. La puerta a otras terapias,
sin embargo, queda abierta.
25
- -
28. 26
1. Introducción
E
l estudio que nos ocupa se centra sobre todo en la
respuesta que el poema Ludlul bēl nēmeqi quiere
ofrecer al misterio del sufrimiento en el hombre
justo. Los argumentos que ensalzan el sinsentido del
justo sufriente encuentran un reflejo muy elocuente en
los textos bíblicos y animan a estudiar ambas
tradiciones sapienciales –la mesopotámica y la bíblica–
en común. Se hace necesario, sin embargo, delinear la
identidad del texto que tenemos entre manos, aun
corriendo el riesgo de ser repetitivos en algunos aspectos,
toda vez que ha sido ya estudiado por asiriólogos de
diversa índole.
El poema Ludlul bēl nēmeqi («Quisiera invocar al Señor
de la sabiduría») es la obra más famosa de la literatura
sapiencial mesopotámica. Nos hallamos, por tanto, ante
un monumento literario que recoge los elementos de la
tradición anterior y que influye en las obras venideras de
este género. Toma su nombre de las tres primeras
palabras del himno que le daba comienzo. El término
ludlul es un precativo del verbo dala
-lu(m), cuyo sentido
principal es el de «rezar», es decir, «dirigirse a la
divinidad». Con la partícula lū, el acadio expresa una
acción que se desea. Luego, «quisiera invocar (o
dirigirme) al Señor». Estaba estructurado originalmente
en cuatro tablillas, de las que no conservamos ni el
principio ni el final de la primera. La segunda tablilla
está completa, casi completa la tercera y parte de la
cuarta ha sido recompuesta a partir de algunos
fragmentos de Assur y de Sultantepe. Suman en total
casi 500 versos, por lo que el poema es la obra más larga
Estatuilla de orante.
Período de Uruk reciente, ca. 3300 a. C.
Alabastro.
Placa de conjuro contra el demonio
femenino Lamashtu, llamada
«Placa de los infiernos». Época
neoasiria, 934-612 a. C.
Iraq o Siria. Bronce, cera perdida.
Orante con una vasija.
Período de Uruk reciente, ca. 3300 a. C.
Alabastro.
30. 28
2. Las causas del sufrimiento en el poema
E
l incipit, desde nuestro punto de vista, contiene los
elementos sobre los que se construye la trama. En
primer lugar, la forma verbal ludlul, que es
primera persona del singular, manifiesta al protagonista,
que desvela los sentimientos de su
subjetividad; el precativo, como hemos
señalado, marca el deseo de invocar a
los dioses. El segundo término, que
junto con nēmeqi revela el título que
Marduk recibe en este caso, no hace
sino marcar el absoluto señorío de este
dios sobre la sabiduría. A esta temática
se recurre constantemente a lo largo
del poema.
El vocablo nēmequ(m), en genitivo,
está asociado a Marduk, en quien va a
recaer la solución final del misterio
sapiencial. También nos ofrece el
objeto mismo de la obra, la sabiduría, categoría que
puede abordarse desde diversos puntos de vista, pero que
en último término queda referido a algo de lo que el
hombre carece y que se encuentra en la esfera divina.
La tablilla I puede dividirse en tres partes más o menos
diferenciadas. La primera de ellas es una descripción del
corazón misericordioso de Marduk (I, 1-41). A modo de
captatio benevolentiae, al sufriente le gusta repetir que
Marduk perdona siempre (2, 8, 18, 33) y que, por muy
duro que sea el castigo, inmediatamente lo suprime (17).
Lejos de ser lisonjeras, estas palabras encuentran una clara
correspondencia con el desarrollo de la trama posterior. A
fin de cuentas es la divinidad la que encierra la sabiduría
del sufrimiento y la que puede quitarlo. Esta introducción
es también muestra de una de las características
fundamentales de la religión mesopotámica. En efecto,
ésta no considera a la divinidad como amiga, sino que la
presenta como provocadora de miedo y paralizante. Estas
primeras palabras de la tablilla I buscan quizá atenuar el
deseo de invocar a Marduk para exponerle la situación
vital del sufriente. Conectan, además, con las palabras
que se pronuncian al final de la tablilla IV, donde
Marduk es presentado como el que libera de la fosa (IV, 5:
[i-na h
. aš-t]i e-kim-an-ni) y el que devuelve la vida (IV, 29:
i-mu-ru-ma <mār> bābili
ki
/ ki-i ú-bal-la-t
.u [
d
marduk]).
A continuación, el sufriente expone
el motivo de su queja. ¿Qué es lo que le
hace sufrir? Evidentemente, los
problemas no son cualesquiera, sino
que apuntan, entre otros, a uno de los
grandes dramas que aparece siempre en
la vida del ser humano: la soledad. Se
trata de una soledad doble. El justo
sufriente de nuestro poema se siente
alejado de su dios y se siente alejado de
los hombres. He aquí, pues, la angustia
del orante, que justifica su deseo de
invocar a Marduk:
I, 43-44
id-dan-ni DINGIR-i14 / šá-da-šu i-[mid]
ip-par-ku
d
iš-tar-i14 / i-bé-[eš. . .]
«Me ha rechazado mi dios, ha desaparecido,
ha dejado de actuar mi Ištar, se ha distanciado».
I, 83-85.98-99
tu-šá-ma nak-ra-ti / na-an-du-ur-tú ma-a-ti
a-na a-h
.i-i / a-h
.i i-tu-ra
a-na lem-ni u gal-le-e / i-tu-ra ib-ri
ul ar-ši a-lik i-di / ga-me-lu ul a-mur
a-na s
.i-in-di u bir-ti / zu-’ú!-zu mim-ma-a-a
«Incluso enemigo y salvaje es mi país,
contra los hermanos mi hermano se ha tornado,
en maldad y demonio se ha tornado mi amigo.
No he conseguido quien vaya a mi lado,
quien ayude no encuentro,
en ordinarios y esclavos se han convertido los míos».
Una vez que se ve rechazado por los dioses y
abandonado de todos, manifiesta que su vida no es más
que dolor y llanto (I, 105-118). La sucesión de
¿Qué es lo que le hace
sufrir? Evidentemente,
los problemas no son
cualesquiera, sino que
apuntan, entre otros, a uno
de los grandes dramas que
aparece siempre en la vida
del ser humano: la soledad.
31. sustantivos expresa las consecuencias de este
sufrimiento. Su día es suspiro (šutanuh
. u); la noche,
lamento (girrani); sus años no son más que miseria
(idirtu): no hace más que gemir como una paloma (I,
107: [ki-m]a su-um-me a-dam-mu-ma / gimir u4-me-i[a] =
«como una paloma gimo la totalidad de mis días»).
La tablilla II supone una ampliación del tema que se
ha esbozado en los versos anteriores. En la primera
parte (II, 1-48), el autor de Ludlul se quiere centrar en la
cuestión que está desgarrando su vida: las desdichas
que le asolan acaecen sin motivo alguno. Es más, él ha
llevado un comportamiento intachable con la
divinidad, ¿cómo es posible, entonces, que Marduk no
le muestre su rostro? La intensidad dramática de la
tablilla II es demoledora. El justo sufriente puede
entender que un hombre que no ofrece ofrendas a su
dios (II, 12), o que no lo invoca (II, 13), o que no se
preocupa de las fiestas santas (II, 16), sea un
desgraciado. La cruel realidad es constatar que él mismo
es tratado como uno de ésos: II, 22: a-na-ku am-šal =
«yo soy igual». Por eso, en los versos siguientes (II, 23-
32) hace alarde de lo que, hasta el momento, él creía
que le iba a posibilitar una vida placentera, alejada de la
tristeza en la que ahora está inmerso. Se trata de una
enumeración con un fin más o menos claro. El orante
no se queja de vicio, sino que tiene razones de peso para
ser escuchado por la divinidad y, sobre todo, para alejar
de sí la desgracia:
29
32. 30
II, 23-25
ah
.-su-us-ma ra-man / su-up-pu-ú tés-li-ti
tés-li-ti ta-ši-mat / ni-qu-u sak-ku-ú-a
u4-mu pa-la-ah
. DINGIR.MEŠ / t
.u-ub lìb-bi-ia
«He cuidado yo mismo de la súplica, de la oración;
mi oración era discernimiento; el sacrificio, mis cultos,
los días de celebrar a los dioses eran la alegría de mi corazón».
Hay que tener en cuenta que el sacrificio en
Mesopotamia es algo sobre todo positivo. El niqû(m)
acadio –igual que el sumerio siskur– era un don o una
ofrenda que se presentaba a la divinidad, pero para su
beneficio y provecho. Esta idea justifica aún más la
queja del sufriente, que no ha dejado de mantener a los
dioses mediante sus sacrificios.
En este contexto, el sufriente ofrece una primera
respuesta a esta gran aporía. De este modo puede
considerarse como el primer fruto del esfuerzo
intelectivo. Lo que el hombre piensa que es bueno para
la divinidad –ya lo dijimos antes– puede ser un sacrilegio
(II, 35). De modo que ante el sufrimiento del justo sólo
cabe hacerse preguntas que quedan sin respuesta. Lo
más sensato es reconocer humildemente la incapacidad
del ser humano en las decisiones de los dioses o, con
otras palabras, resignarse a su voluntad:
II, 36-38
a-a-ú t
.è-em DINGIR.MEŠ / qí-rib šamê i-lam-mad
mi-lik šá
d
za-nun-ze-e / i-h
.a-ak-kim man-nu
e-ka-a-ma il-ma-da / a-lak-ti ili a-pa-a-ti
«¿Quién la decisión de los dioses del cielo conoce?;
el designio del dios de las profundidades
¿quién lo comprende?,
¿dónde ha aprendido los caminos de dios la humanidad?».
El comportamiento de los dioses es, de este modo,
ininteligible. Los versos que siguen a esta primera
conquista intelectual son desgarradores, pues muestran el
estado en que queda el justo sufriente ante la obtención
de su respuesta. Aunque nos ocuparemos más adelante de
ello, en Ludlul encontramos las mismas torturas que
aparecerán en el Salmo 22. Son torturas que afectan
incluso al cuerpo, a la carne (šīru): parálisis (mangu),
debilidad (lu’tu), sequedad de garganta (urudu).
3. Posibilidades de consuelo en Ludlul
E
l justo sufriente pone en boca de sus contem-
poráneos la injusticia con que es tratado (II, 116).
Incluso comprueba que sus enemigos se alegran
por el mal que sufre (II, 117-118). Ahora bien, ante esta
desolación, ¿qué puede hacer el justo? Los tres sueños
que aparecen bien enumerados en la tablilla III son,
desde nuestro punto de vista, intentos para alcanzar el
consuelo. El primero de ellos, muy mutilado en su
transmisión, parece una invitación a la perseverancia,
toda vez que quien se aparece es un joven que destaca
por su gran corpulencia. Esta perseverancia no sería sino
aceptar con conformidad el contexto anímico
establecido.
El segundo sueño (III, 21-28) es la aparición de un
enviado de Laluralimma, habitante de Nippur, portador
de un tamarisco purificador (
giš
binu mullilu). El envío
tiene carácter purificatorio: a-na ub-bu-bi-ka iš-pu-ra-an-
[ni] (= «para purificarte me ha enviado»). En efecto, en
III, 27 se describe muy bien cómo el agua es rociada
sobre el enfermo. Así pues, nos hallamos ante un
conjuro donde se pueden delimitar tres elementos: rociar
el agua con el tamarisco, pronunciar el conjuro de vida
(šipat balat
.i) y frotar su cuerpo. Algunos autores han
visto aquí todo lo necesario para afirmar que estamos
ante un exorcismo. Constituiría, así, una novedad clara
que aporta Ludlul: el exorcismo es un medio para
liberarse del mal. El justo que sufre puede recurrir a
exorcistas para recibir el consuelo ante tanto dolor. Se
trata de un texto en el que vemos que la resignación no
es lo único que se puede hacer ante el sufrimiento, sino
que se abre una posibilidad al consuelo a través de la
terapia humana.
33. El tercer sueño remite directamente a Marduk (III, 29-
60). En él encontramos elementos que apuntan a una
solución en clara consonancia con las preguntas sin
respuesta que habían aparecido anteriormente. En el sueño
aparece Urnindinlugga, sacerdote exorcista (MAŠ.MAŠ) que
viene de parte de Marduk. Gracias a esta intercesión, la
enfermedad desaparece (III, 49: mur-s
.i ár-h
.i-iš ig-[g]a-mir =
«mi enfermedad rápidamente se acabó»). Las líneas finales
de las tablillas son muy interesantes, ya que incluyen
rasgos que aluden a lo impenetrable de la voluntad de los
dioses:
III, 50-52.58-60
ul-tu šá be-lí-iá / lìb-ba-šú i-[nu-h
.u]
šá
d
marduk rim-ni-i / ka-bat-ta-[šú] ip-p
[a-áš-h
.u]
[il-q]u-ú un-nin-ni-ia / [.] x x [.....]
[x x]x in-nit-ta […………..]
[x x] šèr-ti x […………….]
e-ga-ti-ia ú-šá-bil šāra
«Una vez que el corazón de mi señor se
calmó,
que el ánimo del misericordioso Marduk
descansó,
que aceptó mis súplicas, [...]
[x x] falta [...]
[x x] mi ofensa x [...]
mis negligencias hizo que se las llevara el
viento».
En el fondo, al que sufre no le queda otra solución
que esperar a que la divinidad cambie de conducta.
Todo apunta a que la curación depende de la voluntad
de Marduk, aunque parece que ésta puede cambiar si el
justo le dirige sus oraciones y, sobre todo, si reconoce
sus culpas anteriores. En estos versos se esboza, aunque
muy tenuemente, que las faltas y ofensas de la vida
anterior justifican la actitud de la divinidad con el
sufriente. El consuelo, en este tercer sueño, va unido a
un reconocimiento de las negligencias cometidas en la
vida pasada.
El poema, aunque duro por la inescrutabilidad de la
voluntad de los dioses, ofrece soluciones ante el
problema del dolor. Son cauces, además, prácticos, que
recuerdan, aunque en un nivel totalmente distinto, a los
Remedia amoris que muchos siglos después escribiera
Ovidio. La tablilla III de Ludlul no deja el consuelo
inalcanzable, sino que propone vías para llegar a él.
Aunque se parta del muro infranqueable del
pensamiento divino, el hombre no está abandonado a
una condena eterna. La enfermedad causada por tanto
dolor puede desaparecer. Es verdad que
la liberación se debe sólo al poder de
Marduk, pero se puede llegar a ella.
La tablilla IV es un desarrollo de esta
idea. El autor del poema reconoce que el
origen de su sufrimiento se halla,
incomprensiblemente, en la divinidad,
pero también que la curación se debe por
igual a él (IV, 9-10 [ša] im-h
. a-s
.a-an-ni
[
d
mard]uk ú-šá-qi ri-ši = «el que me ha
golpeado, Marduk, me ha restaurado»).
Recuerda a las muy aludidas palabras
de Job 1,21, que apuntan a Dios como
el que da y el que quita: «Desnudo salí
del vientre de mi madre y desnudo
tornaré allá. Dios lo dio, Dios lo
quitó».
El análisis textual nos ha desvelado
varias claves hermenéuticas muy hondas. Aunque es
difícil profundizar en todas, no nos parece arriesgado
señalar algunas de ellas. El sufriente intenta sobre todo
dar una respuesta a su sufrimiento. El sufrimiento
viene motivado por verse alejado de la divinidad y de
los hombres, y también por verse despojado de sus
bienes. Este dolor se materializa de forma espeluznante
en su propio cuerpo. En el fondo se pregunta por el
porqué de esta situación, toda vez que es cumplidor en
el mantenimiento de los dioses. Ludlul responde. La
solución está en la divinidad, cuya voluntad es
31
El justo que sufre puede
recurrir a exorcistas para
recibir el consuelo ante
tanto dolor. Se trata de un
texto en el que vemos que
la resignación no es lo
único que se puede hacer
ante el sufrimiento, sino
que se abre una posibilidad
al consuelo a través
de la terapia humana.
34. inescrutable. No sabemos cómo acertar. Sólo cabe, por
tanto, resignarse, perseverar. Las oraciones y el
reconocimiento de las propias culpas –que ponen en
entredicho la justicia sempiterna del sufriente– pueden
convencer a Marduk para que lo libere del dolor. Ahora
bien, Ludlul abre otro camino de curación. Aunque la
resignación ante la divinidad es la respuesta que más
pesa, cabe acudir a los exorcismos de los sacerdotes. El
sufriente encuentra así una terapia en los hombres para
librarse de su mal.
4. Más sobre Ludlul be
-l ne
-meqi
y la Biblia
D
esde época muy temprana se ha llamado «Job
babilónico» al poema Ludlul bēl nēmeqi. La
práctica totalidad de los comentaristas del libro
de Job señalan los paralelos existentes entre ambas
composiciones, defendiendo o criticando la dependencia
del libro de Job con respecto al poema babilónico.
Evidentemente, no nos podemos detener aquí en
analizar los pros y los contras de esa dependencia
literaria. Son claras las diferencias, pero
también las semejanzas. Igual que, desde
nuestro punto de vista, son también
claras las semejanzas que se pueden
establecer con los salmos. Creemos
interesante, aunque sea sólo como
botón de muestra, entresacar aquí
algunas imágenes que el justo
sufriente utiliza en el poema y que,
de manera asombrosa, aparecen en
los libros bíblicos de índole sapiencial.
No tienen más intención que la de
poner en relación las dos tradiciones.
Parece claro que los autores bíblicos
elaboran su teología conforme a la fe
mosaica, pero no por ello hemos de
32
35. cerrar los ojos a un depósito sapiencial que, de un modo
elocuente, afecta a la literatura bíblica.
Es interesante entresacar, en primer lugar, las imágenes
sobre el comportamiento de las personas que se dan cuenta
de que el justo está sufriendo. El justo percibe la alegría de
los que le envidian, cómo su rostro y su corazón se
iluminan ante sus propios males:
II, 117-118
iš-me-e-ma h
.a-du-ú-a / im-me-ru pa-nu-šú
h
.a-di-ti ú-ba-as-si-ru / ka-bat-ta-šú ip-pir-du
«Cuando lo escucha, se alegra; brilla su rostro,
se alegra la que envidia, su ánimo se ilumina».
Encontramos múltiples imágenes de este tipo en los
salmos. Así, el Salmo 35 repite en dos ocasiones esta
insana alegría que surge en quienes se fijan en los males
del salmista. En el v. 15 se habla de la alegría que existe
cuando ven su penuria («y en mi caída se alegraron y se
reunieron»), y un poco más adelante, en el v. 26, se desea
la vergüenza y la confusión a los que se alegran de sus
males («que se avergüencen y se confundan por igual los
que se alegran de mi mal»).
La imagen del alejamiento de la familia y del amigo
está bien presente en Ludlul. Como hemos tenido ocasión
de ver, se considera un extraño en su país (II, 83). Incluso
sus amigos han dejado de serlo (II, 84). La pérdida de su
amigo íntimo destroza su vida:
II, 88
ru-ù’-a t
.a-a-bi / ú-kar-r[i]? na-piš-ti
«Mi mejor amigo hace peligrar mi vida».
Pues bien, en muchas ocasiones el salmista hace
referencia al dolor que le causa perder a sus amigos, y
más especialmente a aquellos que gozan de cierta
intimidad. En el v. 9 del Salmo 41 ese amigo es
llamado «hombre de mi paz» (ymiAlv. vyai), expresión que
recuerda al acadio ru-ù’-a t
.a-a-bi, que literalmente
podemos traducir como «amigo de mi bien». El
salmista que aparece en el Salmo 55 puede soportar la
afrenta de un enemigo, pero no así el comprobar que
estas afrentas provienen de su amigo bien conocido
(«pero [fuiste] tú, hombre, mi estimado, mi amigo, el
que yo conocía»).
Un segundo grupo de imágenes es el que se refiere al
estado anímico del justo, es decir, a la descripción de su
enfermedad. El justo gime como una paloma (I, 107:
[ki-m]a su-um-me a-dam-mu-ma) y sus ojos están
irritados a fuerza de llorar (I, 109: [i-na bi]tak-ke-e /
šu-ub-ra-a īnā-a-a), igual que gime como paloma
Ezequías en Is 38,14 y sus ojos languidecen hacia lo alto
en el mismo versículo.
Los versos de la última parte de la tablilla II describen
también con mucho detalle este estado del justo. Nos
presentan una somatización del sufrimiento de modo
muy plástico. En esta descripción encontramos
numerosos paralelismos, a los que, por su gran número,
nos es imposible referirnos en su totalidad. Es elocuente,
sin embargo, la coincidencia de imágenes que existe en
los vv. II, 87-114 de Ludlul y en los vv. 14-18 del Salmo
22. En apenas unas líneas podemos encontrar reunidos
cuatro motivos con temática muy afín:
II, 87.93.101.114
[á]r-kat bu-bu-te / ka-tim ur-ú-[d]i
e-s
.e-et-tum us-su-qat6 / a-ri-ma-at maš-[ki]
pa-ru-uš-šú ú-sah
.-h
.i-la-an-ni / zi-qa-ta dan-nat
pi-ti kimah
.h
.u / er-su-ú šu-ka-nu-u-a
«Se prolonga mi hambre, taponada está mi garganta.
Los huesos se han dislocado, cubren (sólo) mi piel.
Un aguijón me taladra, su punta es fuerte.
Abierta está la tumba. Preparados mis aderezos fúnebres».
Sal 22,14-18
«Me derramo como agua; todos mis huesos están dislocados
[...]
Seco está como una teja mi vigor, mi lengua pegada a las fauces
[...]
Me rodean como perros [...] me han taladrado mis manos y
mis pies.
33
36. 34
Puedo contar todos mis huesos. Ellos me miran y me
observan.
Se reparten mis vestidos y sobre mi manto echan suertes».
No queremos dejar de aludir a otro grupo de imágenes
en las que se constata el cumplimiento
del justo con los dioses y la situación
dolorosa en la que, inexplicablemente,
se halla éste. En II, 23-25 hemos
comprobado que el orante ha sido fiel a
la súplica, a la oración, al culto y a las
fiestas religiosas. Esa actitud, que de
alguna manera no hace sino reprochar
a la divinidad el sinsentido de la
situación, aparece también en los
salmos, sobre todo en Sal 44,17-18.20:
«Todo esto ha venido sin haberte
olvidado ni haber roto tu alianza. No
se ha vuelto atrás nuestro corazón ni se
salieron de tu camino nuestros pasos.
Si hubiéramos olvidado el nombre de
nuestro Dios, si hubiéramos tendido nuestras palmas a
dioses extraños, ¿no habría de saberlo Dios?». La
pregunta que aparece en el v. 23 («¿por qué duermes?»)
recoge muy bien la situación vital en que se halla el
salmista y coincide también con las aristas vitales del
orante babilónico.
5. A modo de síntesis
P
ara atisbar la reelaboración bíblica sobre una vertiente
como por ejemplo la sapiencial, es necesario analizar con
cierto rigor los monumentos literarios que han influido
en esa reelaboración. A nuestro entender, está desfasada la idea
de querer ver en las obras mesopotámicas fuentes directas de
las bíblicas. Esto no obsta, sin embargo, para que se
observen elementos comunes, como ocurre en el caso que
nos ocupa. Creemos no errar al afirmar que el trasfondo
sapiencial babilónico está bien presente en el bíblico. El
tema del justo que sufre, su comportamiento ante la
divinidad, la enfermedad psíquica que se somatiza, el
dolor que surge por verse alejado de sus contemporáneos,
etc., son hitos que desvelan una sensibilidad literaria
común. Hemos querido adjuntar un
breve análisis comparativo que, a modo
de ejemplo, ilumine esta idea. Las
imágenes de una tradición y otra hablan
por sí mismas.
El presente estudio ha pretendido
mostrar las ideas básicas del poema
Ludlul. El temor a la divinidad, a Marduk,
justifica las composiciones que abren y
cierran el poema (tablillas I y IV). En
realidad, en la obra se pueden distinguir
dos bloques temáticos muy bien
diferenciados. El primero trata de
introducir al lector en las causas del
sufrimiento, que no son sino las penurias
que surgen del verse solo: solo de Dios y
solo de los hombres. En el segundo se quiere responder a
este problema. ¿Cómo se puede atajar la situación vital de
un hombre que ha cumplido su vocación divina, la de
servir a los dioses, y que, en cambio, no hace más que
gemir como una paloma todos los días de su vida?
El poema Ludlul se convierte así en un intento de
respuesta. El v. II, 36 (a-a-ú t
.è-em DINGIR.MEŠ / qí-rib šamê
i-lam-mad = «¿quién conoce la decisión de los dioses del
cielo?») es –ya lo hemos dicho– la respuesta de base. Se
trata de la resignación del justo sufriente, que no puede
llegar a comprender que la divinidad lo trate así. Ahora
bien, casi con temor se puede añadir otra vía de consuelo
que, aunque está íntimamente relacionada con lo divino,
parece que se podría convertir en alternativa: la terapia a
través del exorcismo, es decir, el recurrir al hombre para
que lo libre de su enfermedad. Ésta es la síntesis de Ludlul
que el biblista ha de considerar cuando se pregunte por los
insondables caminos de Dios. I
El orante ha sido fiel a la
súplica, a la oración,
al culto y a las fiestas
religiosas. Esa actitud,
que de alguna manera
no hace sino reprochar
a la divinidad el sinsentido
de la situación, aparece
también en los salmos
37. «TEN
MISERICORDIA
DE LA CARTA
QUE TE
DEPOSITO»
Jesús García Recio
Las cartas dirigidas a Dios constitu-
yen un género epistolar y literario de
origen mesopotámico y todavía hoy vi-
gente. Son un patrimonio para la hu-
manidad y un precioso legado que cus-
todia la relación mantenida con Dios
en el pasado. Nacen de la necesidad
de asegurar una comunicación perma-
nente con Dios, algo que sólo podía
proporcionar el soporte escrito. Me-
diante su copia o dictado en las escue-
las se buscaba introducir a los alum-
nos en el trato interpersonal con Dios,
así como en las grandes cuestiones que
forjan al hombre en relación con él. De
este modo se educaba a los escolares a
reconocer a Dios en su tradición reli-
giosa y a situarlo en el centro de sus
vidas. Algo que requiere un descentra-
miento de sí y que pasa por la dura
ascesis de abrir la menesterosidad del
sufrimiento a la consolación divina.
35
38. 36
E
l manojo de un centenar largo de cartas remitidas a
Dios por las gentes de Mesopotamia es un precioso
legado para conocer la relación epistolar que los
hombres mantuvieron con él en el pasado, que se
encuentra recogida en páginas del Antiguo Testamento
y sigue vigente en los escritos que niños y adultos
encabezan como «cartas a Dios».
La lectura inmediata de una de ellas será suficiente
para hacerse cargo del tenor de las restantes. Se trata
del escrito que el enfermo rey Sin-iddinam de Larsa
(1849-1843 a. C.) le presentó a su diosa Nin-isina en el
templo de la ciudad.
Encabezamiento
Di a Nin-isina, amada del excelso An, gran y excelsa
señora.
A la portatronos de la tierra del sol naciente, consejera del
mundo subterráneo,
amada esposa del héroe Pabilsag, esposa principal de Kiur,
archivera jefe de An y Enlil, la más noble de las Señoras,
que perfecciona los atributos de Duranki en Nippur,
que se muestra excelsa en el Egalmah, su templo señorial,
que ha fundado el Enigingar en Larak como su trono…
Gran médico que, recitando el conjuro, sana al hombre
enfermo con su encantamiento.
Madre de los pueblos, misericordiosa, amante de las
oraciones
y de las súplicas. Señora mía. Dile: así quiere decirte Sin-
iddinam, rey de Larsa, tu siervo:
Inocencia
Desde el día en que fui engendrado, cuando te dirigiste al
dios Utu,
me concedió el pastoreo de su país.
No he sido negligente con mis obligaciones.
No me he echado a dormir y he trabajado por la vida.
Busco a los dioses con mi oración, sacrificios y ofrendas
alimentarias.
No me he reservado nada […]
Enfermedad
Una noche, en el sueño, pasó junto a mí un hombre,
se puso a mi cabecera, me miró con su terrible rostro,
llevando en la mano un remo y golpeando con su malévolo
conjuro.
Desde aquel día mi salud se descompuso, y me cogió su
mano.
El miedo no me deja salir de ella, una penosa enfermedad
me ha cogido.
Mi enfermedad es como niebla obscura, que no da paso a la
luz, invisible al ojo humano.
El médico no puede verla, el vendaje no la puede aplacar.
El exorcista no puede expulsarla […]
Mi enfermedad no tiene diagnóstico […]
Para mi enfermedad no ha despuntado hierba alguna en la
estepa o en la montaña, no tiene a nadie.
Orante sumerio (siglo XXI a. C.).
Instituto Bíblico y Oriental (León).
40. 38
soy el señor del país. Que se envíe urgentemente a la
ciudad de Sippar un trono para mi excelsa morada y la
hija que te he pedido”».
Y otro canal comunicativo fue la carta. Una diosa le
escribía en estos términos al rey de Esnuna: «Rey
Ibalpiel, así dice la diosa Kititum: […] “se te ha
concedido el país para gobernarlo […] Tu economía no
mermará […] Yo, Kititum, he afianzado el cimiento de
tu trono y te he puesto un guardián protector”».
Parece que la escritura era un medio de relación
acorde con el genio de Mesopotamia, donde la palabra se
hizo por vez primera signo con ayuda de la arcilla de su
tierra y el cálamo del marjal. Desde que esto ocurriera,
en los albores del año 3.500 a. C., hasta el primer
intercambio de cartas entre Dios y los hombres en los
siglos XIX-XVIII a. C. mediaron los años necesarios para
madurar lo que convenía decirse.
Primero fue la ejecución limpia de un texto escrito en
el formato reducido de la tablilla, que la tradición
atribuyó al rey Enmerkar de Uruk: «El señor de Kullab
(Uruk) hizo una incisión sobre barro y
escribió la palabra como en una
tablilla. Hasta aquel día no había
habido palabra puesta por escrito en
arcilla».
Luego vino el convencimiento de
que el soporte escrito aseguraba una
comunicación permanente, que la voz,
por su misma naturaleza, es incapaz
de mantener. Los mandatos y consejos
de Dios por sus pregoneros, los pro-
fetas, caían en el olvido. Y los ruegos,
súplicas o peticiones formuladas por
los hombres en la oración vocal
vibraban ante Dios el tiempo de la
audición de sus sonidos. Las mujeres consagradas al
servicio del culto y de la oración intercesora, las
naditatum, oraban «noche y día», «diariamente»,
«continuamente», «siempre». Pero ni siquiera ellas podían
lograr la vela continua ante Dios en favor de las
necesidades de su familia, del rey o de su pueblo, ni
sostener su voz perpetuamente orante.
De modo que parecía lógico recurrir a la palabra
escrita en el soporte permanente de la arcilla cocida.
Dios así lo hizo, redactando en sumerio y acadio una
decena de cartas. Y sus hijos de Mesopotamia se
afanaron en el mismo ejercicio de escritura, hasta
sobrepasar la centena.
Se entiende bien que el piadoso príncipe Gudea de
Lagás tuviera que ocuparse del buen gobierno de su reino
y no pudiera recogerse en el templo para estar con su
dios boca a boca, por lo que buscó el remedio a sus
deseos. Lo primero fue hacerse una estatua que le
representase permanentemente ante la imagen de su
dios, y lo segundo, redactar un texto que estuviera a la
vista de su estatua y pudiera repetírselo verbalmente a
su dios Ningirsu: «Gudea le dio la palabra a la estatua:
“Estatua, dile a mi señor […]”».
Lo mismo hizo Nammahani, el último de sus
sucesores en la línea dinástica de Lagás.
Su imagen le rezaba a la diosa Baba la
oración escrita en la tablilla que tenía
ante los ojos: «[Que] esta estatua se
vuelva a mi señora y le diga mi oración
al oído». Y un rey de Larsa hizo lo
propio, años después, poniendo otro
escrito en boca de su imagen: «El
príncipe Sin-iddinam dirigió un mensaje
a su estatua y se lo puso en la boca».
En el templo, en cuanto lugar de
encuentro del hombre con Dios, se
exponía a la vista de todos la corres-
pondencia intercambiada. Los letrados
podían leer y comunicar a los demás los
mensajes de lo alto. Y ante Dios quedaban depositadas las
súplicas escritas por sus fieles.
Los canales comunicativos de la relación interpersonal
del hombre con Dios en Mesopotamia son los que se
Parece que la escritura
era un medio de relación
acorde con el genio de
Mesopotamia, donde la
palabra se hizo por vez
primera signo con ayuda
de la arcilla de su tierra
y el cálamo del marjal.