El documento habla sobre la vocación cristiana. Discute cómo la llamada de Dios implica el cuerpo y el alma, y requiere una entrega total. También explica que nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, por lo que debemos cuidarlos y usarlos para amar a Dios y a los demás. Finalmente, reflexiona sobre el primer encuentro de los discípulos con Jesús y cómo esta experiencia los cambió para siempre.
1. Él nos ama y nos llama
2º domingo Tiempo Ordinario – B
Las lecturas de hoy giran en torno a un tema crucial: la vocación. Todo cristiano esta
bautizado. Pero a menudo hemos sido integrados en la Iglesia como parte de nuestra
educación y nuestra cultura. Muchos seguimos fieles por tradición y fidelidad familiar,
pero ¿cuántos nos hemos sentido llamados, tocados, interpelados por Jesús? ¿Cuántos
somos cristianos, no porque seguimos algo que se nos ha impuesto, sino como
respuesta a una llamada? ¿Cuántos somos cristianos por enamoramiento, con pasión?
La primera lectura nos habla de la vocación de Samuel. Samuel recibe por tres veces
una llamada de Dios, que lo llama dos veces por su nombre: ¡Samuel, Samuel! Explican
los rabinos que llamar dos veces a una persona es un acto especial. La llamada apela al
cuerpo ―la vida terrestre― y a alma ―la parte de la persona que no muere, y que
está conectada de modo invisible a Dios, al cielo―. Por tanto, la vocación implica
cuerpo y alma, implica vida física, material, y vida espiritual. La vocación abarca todos
los aspectos de la persona: lo natural y lo sobrenatural. Por eso una persona llamada
no puede serlo a medias. Tampoco los cristianos podemos serlo a medio gas, no
podemos ser cristianos de domingo, en misa, entre las cuatro paredes de la parroquia,
y cuando salimos a la calle ya dejamos nuestra “devoción” para ser como todo el
mundo. Eso no es vocación. Somos cristianos, es decir, amigos de Cristo, que
queremos vivir su vida en nosotros, hasta las últimas consecuencias: en casa, en el
trabajo, en nuestro ocio; comiendo, descansando, hablando, divirtiéndonos, sufriendo
y amando. Todo cuanto hacemos debería impregnarse del estilo de Cristo.
Esto es lo que san Pablo quiere decirnos en su exhortación de la segunda lectura,
cuando habla del cuerpo. Quisiera resaltar tres cosas. Primero, nos dice que nuestro
cuerpo es para Dios. El cuerpo en la cultura hebrea significa toda la vida, todas
nuestras fuerzas físicas y mentales. Entregar a Dios nuestro cuerpo significa consagrar
a él toda nuestra vida. Pero Dios no nos arrebata nada, ¿quién sino él nos dio el cuerpo
y la vida? Y más aún, Dios se nos da a nosotros. Pablo añade que «el Señor es para
nuestro cuerpo». Casi siempre olvidamos esta parte: nos debemos a Dios, ¡pero él se
nos ha entregado antes! Nos da a su Hijo, su Hijo se nos da como pan, como alimento
no sólo espiritual, sino material. Con la eucaristía, toda la materia del mundo queda
santificada. ¡Ni el cuerpo ni la materia son malos! Son creación y son instrumento de
santidad, siempre que los ofrezcamos con amor. Dios no sólo nos da una vida terrena,
finita y mortal, sino una vida eterna, porque lo que hizo con Jesús lo hará con nosotros:
resucitará nuestro cuerpo mortal para invitarnos a una vida que no podemos imaginar.
«Vuestros cuerpos son miembros de Cristo»: quiere decir que estamos unidos a él,
como las ramas al árbol. Recordemos la imagen de la vid y los sarmientos. Sentirnos
parte de Cristo cambia nuestra vida: no estamos solos, somos parte de algo mucho
2. mayor, un cuerpo inmenso y resucitado, que vive y ama para siempre. ¡Estamos
llamados a algo muy alto!
La consecuencia de esto es que no podemos vivir de cualquier manera. Si somos parte
de Dios, miembro de su cuerpo, toda nuestra vida es sagrada, y también nuestro
cuerpo físico. No podemos tratarlo de cualquier manera. Pablo habla de la fornicación
como ofensa al cuerpo, porque es un uso del cuerpo para algo que no es amor, sino lo
contrario. Pero podemos extender su exhortación a muchos aspectos de nuestra vida.
Si nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, ¿cómo debemos cuidarlo?
¿Cómo cuidar un templo, un santuario, una casa? Lo mantenemos limpio, hermoso,
bien decorado. Evitamos que se acumule la suciedad, procuramos comportarnos con
respeto y delicadeza. Lo mantenemos y hacemos las reparaciones necesarias. No lo
acumulamos trastos ni basura… Pues lo mismo con nuestro cuerpo. Hay que evitar
llenarnos de malos pensamientos, pero también de toxinas, de mala comida que nos
ensucia la sangre y deteriora nuestras funciones vitales. ¿Cómo vamos a dar gloria a
Dios si estamos enfermos, cansados, adormecidos y con brumas mentales? Cuidar el
cuerpo con descanso, alimento bueno y ejercicio es también dar gloria a Dios. Pero
este cuidado no es porque sí, por pura vanidad o egoísmo, sino porque estando bien,
estando sanos, podemos amar y servir mejor a Dios y a los demás. Hay que estar en
forma para ser buenos cristianos, buenos apóstoles, evangelizadores con el ejemplo de
una vida sana, alegre, santa. Y, sobre todo, no perder el tiempo ni usar nuestro cuerpo
y nuestras energías para nada que no sea amar.
Una nota sobre la lectura del evangelio, que es tan hermosa. Juan, el apóstol, describe
su primer encuentro con Jesús. Apenas cuenta qué pasó, sólo recalca dos cosas. Una,
que lo conoció porque otro se lo indicó. La buena noticia, la vocación, a menudo viene
de mano de otras personas que señalan u orientan, como Juan Bautista: «Ahí tenéis al
Cordero de Dios». Y los dos discípulos van a él. Estos dos avisan a sus hermanos.
Cuando un encuentro te cambia la vida, ¡no puedes dejar de comunicarlo! Quieres
compartir esa alegría. Así, Juan y Andrés llaman a Pedro y Santiago. ¡Venid! Pero…
¿qué les dijo Jesús a estos primeros? ¿De qué hablaron? El evangelista no lo revela,
pero da un detalle: eran las cuatro de la tarde. Los momentos inolvidables de la vida se
recuerdan así. No se nos olvida jamás ni el día ni la hora. Andrés y Juan andaban
buscando, y Jesús tan sólo se limita a invitarles al lugar donde vive: «Venid y lo veréis».
En este primer encuentro no los llama, ni los convence, ni quiere persuadirlos de nada.
Simplemente les muestra su casa… les muestra un atisbo de su corazón. ¡Cómo
debieron ser aquellas horas, para que Andrés corriera a buscar a su hermano Pedro y
dijera: «hemos encontrado al Mesías»! Y cómo debió comunicarlo, para que el tozudo
Pedro fuera de inmediato a verlo. En realidad, Andrés «Lo llevó», dice el evangelio.
Esta lectura debería hacernos pensar… ¿Hemos tenido una experiencia de Cristo
inolvidable, como la de Juan y Andrés? ¿Una vivencia de la que recordamos el día y la
hora? Quien ha sido llamado, como Samuel, como Pablo, como Juan y Pedro, lo
recuerda siempre… ¿Y lo comunicamos? ¿Explicamos a las personas que nos importan
lo que verdaderamente nos importa y nos cambia la vida? ¿Las llevamos a Cristo?