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El enemigo
Buenos Aires 2013
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Carmen Úbeda
El enemigo
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“Hay que escribir el odio sobre el
hielo y esperar a que salga el sol.”
Gabriel García Márquez
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Agradecimiento a Mariela Gaspoz
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A Arturo Úbeda, mi padre y a Marta Rodríguez, mi
hermana del alma, que para mí entendieron, como nadie,
la oscuridad de la palabra enemigo y seguirán aclarándola.
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Antes del libro. El escritor y su crítica asistente.
— ¿Qué hace con la puerta sin llave? ¿¡Estuvo toda la noche
así o para usted también la inseguridad es una sensación!?..., lo
podrían haber eviscerado como hacía Jack con las prostitutas.
Y con esa novela que está pensando ¿usted se me está prostitu-
yendo como esos autores consagrados que escriben lo que les
manda su editor?... y si nadie le ordena nada. Cierre con llave,
mire si le arrancaban las vísceras ¿qué parte de tripita hubiera
dejado para mí, no me merezco ninguna? Pero acá algo pasó.
¡Qué mugre, qué desorden! ¿Estuvo revoleando los libros o le
gustan como alfombra? ¿No me va a contestar? Lo que faltaba:
ahora se agarra a las trompadas con los libros… ¿se vio la cabe-
za?... parece la veleta de los cuatro vientos, tiene un pelo para
cada punto cardinal y la nariz como una frutilla fermentada.
¿Usted estuvo tomando?, ya mismo se va a dar una ducha y se
abriga ehh… busque unas medias sanas, porque parece que al
dedo gordo siempre lo tiene que estar ventilando. Quizás el
agua le limpie las ideas que se le deben estar pudriendo, como
el olor que viene de la cocina. Yo le acomodo los soldados de
papel en los cuarteles de la biblioteca, ya les hizo demasiado
daño.
— Bueno, pibita, ponele fin a tu perorata y, por favor, de
aquí en adelante no me hablés más de soldados y de cuarteles.
Yo sé lo que hago y vos también sabés que los libros tienen los
mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los
roedores, el tiempo y su propio contenido ¿o no te acordás de
Valery? ¿Qué querés?, ¡si se me pusieron todos en contra!
— Y cómo no se le van a poner en contra si sigue delirando
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con hipótesis imposibles. Me pregunto quién le quemó el ce-
rebro, si no lee libros de caballería. Deje de hacerse el Quijote
y váyase a bañar.
— ¿Me mandás a bañar o a la mierda, ché?... Sos tan fría,
tan cruel, no se te ocurrió preguntarme qué me pasó durante
las mil horas que llevo sin dormir. Noo…, vos me metés la es-
pada en el costado y me mojás la boca con vinagre. Ni siquiera
le hacés honor a tu nombre, ché.
— Ah…, ahora se me volvió evangélico y con cuál de los
cuatro estuvo, creo que con Mateo. ¡A vinagre es el olor que
me entra por la nariz! ¿Qué le pasa, estaba jugando al catador?
No queda una gota en las botellas, mírese la panza… si qui-
siera ofenderlo le diría que está hinchado como un sapo, pero
me doy cuenta de que usó su aparato digestivo para añejar los
licores. ¿¡Se va a ir a bañar de una vez!?
— Sí, me voy a ir a bañar porque se me antoja, no porque
vos me estés mandando, invasora, engreída… y me voy a per-
fumar para tu exigente naricita de nena bien.
Alma, con una sonrisa entre pícara y piadosa, lo empujó
con extremada ternura hacia el baño y se dispuso a alinear la
maraña de un desbarajuste que desdibujaba completamente
el espacio: papeles abollados, libros abiertos y descocidos, co-
pas volcadas sobre cuadernos, cenizas de cigarro sobre mesas
y sillones, una sartén con huevo pegado estampada sobre un
estante. Mientras lo hacía y escuchaba el sonido ininterrum-
pido de la ducha, cavilaba sobre cada idea que este hombre,
Damián Amador, le había lanzado durante meses con una
conjetura tan descabellada como admirable. También se decía
que tenía el deber de ayudarlo a acomodar esa hojarasca otoñal
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de sus paradojales ilusiones. La unía a él años de complicidad
literaria, pero, justamente, debía preservar su prestigio ganado
como un original aunque sensato escritor. En este caso par-
ticular, a ella misma, no la asistía una claridad que pudiera
convencerlo. El amor filial por ese hombre le impedía contra-
decirlo en, tal vez, uno de sus últimos escritos, pero también
la obligaba a protegerlo de ese delirio mayúsculo y contradic-
torio que se había propuesto.
Mientras, seguía observando cómo había despedazado esos
libros que tanto amaba, algunos incunables y únicos, otros,
de sus autores preferidos. Los más destrozados, prácticamente
irrecuperables, eran los de historia, la universal y la de cada na-
ción. Trató de recomponer las hojas más destruidas y se encon-
tró con un sin número de contenidos coincidentes: un Lavalle
arrepentido frente al asesinato de Dorrego, previa justificación
de “Era él o yo”. Tachadas con fibrón negro las líneas donde
Salvador del Carril le aconsejaba que no perdiera la primera
oportunidad de cortar la cabeza de la hidra y resaltadas aque-
llas donde Dorrego pide a sus amigos que no lo desagravien y
a su mujer, que eduque a sus hijas. Un Urquiza compadecido
por la situación de Rosas, que le enviaba al exilio dineros para
su sustento y que expresaba frente a su carta respondida “Ano-
che conocí a Rosas”. Un Sarmiento que, al mismo tiempo que
los odiaba, no podía ocultar la admiración que le provocaban
Peñaloza y Quiroga. Un viejo Saavedra ofuscado y dolido por
el aberrante fusilamiento de Liniers, admirado por sus tropas
y héroe de la Reconquista. También aquí, marcado en fibrón
rojo, una oración referida al apoyo enfervorizado del comer-
ciante Martín de Alzaga para que el único virrey elegido por
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el pueblo fuera asesinado en el Monte de los Papagayos. Y otras
páginas erráticas sobre Roma, la traición y el brutal asesinato de
César por parte de su hijo; un nieto mitológico que trata deno-
dadamente de contradecir al destino, pero termina matando a
su propio abuelo como Perseo y Criseo; una siniestra y bella Ju-
dit que solicita la cabeza de su enemigo en bandeja y pasajes de
David y Goliat y Ulises y el Cíclope y tanta páginas de historia
mezcladas con leyendas y mitos de sentidos contrapuestos. Pero,
de pronto, abandonó su tarea restauradora, porque descubrió en
uno de los rincones de los dos escritorios, tres hileras de libros
apilados con extrema prolijidad que, evidentemente, se habían
salvado de la furia del escritor. Los Evangelios, muchas historias
de Santos, el Zohar, algunos de Gandhi, Kant, Leibniz, Moro,
las obras completas de Santa Teresa, entre otros numerosos de
ese tenor, todos marcados delicadamente en lugares claves. No
podía dar crédito a esas pilas de salvación a las que Damián
parecía haber bendecido. Siempre se manifestó agnóstico, ateo,
incrédulo, materialista… ¿qué significaba esta selección cuidada
y amorosa en un existencialista sartreano? Alma se dijo con te-
mor que Damián debió haber caído en una locura mística, pero
en ese instante la rodeó como un halo el perfume a rosas del re-
cién bañado. Dio vuelta sobre sus talones y allí lo vio despejado,
impecable, como vestido para una fiesta.
— ¿Adónde va, cuántas vuelta de lavarropas se dio? Está
más limpio que las medias de esa publicidad donde hacen la
prueba de la blancura –y señalando las pilas que la asombra-
ban, le dijo- Ya sé adónde va, se va a la locura y me quiere
llevar a mí, por suerte soy implacable, estoy sanita, no se me
escapa un pelo y lo vigilo constantemente.
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— Vos me conocés como nadie, Alma, parece que hubiéra-
mos crecido juntos y sabés que siempre estuve loco.
— Sí, pero me asusta esta locura diferente, me quedo con
el loco normal.
— Mirá que decís estupideces, ché, así que ahora hay locos
normales y locos anormales, dejate de joder.
— Me cambiaron de loco. Es que no entiendo lo que está
buscando. Llevamos meses hablando de este tema, leyendo,
investigando, discutiendo y ya le dije que la historia que se
propone es impracticable, es imposible.
— ¿Y desde cuándo las novelas tienen que ser practicables,
posibles, reales, viables…?
— Ya sé que no, pero usted se está planteando una novela
de tesis y por lo menos tiene que ser verosímil… el antagonis-
mo es condición de la historia, me parece que algunos de estos
santos con los que estuvo anoche lo están haciendo olvidar de
Derridà, ¡por qué no se deja de embromar y escribe un ensayo!
— ¡Pero la puta madre!
— ¿De quién, de Derrida?... porque no creo que se meta
con las mamitas de los santos, ahora que se me ha vuelto
místico.
— ¡Mirá, la puta madre que los parió a todos!... vos llevás
la cuenta de los ensayos que escribí y sabés que ese reventado
género solamente le empasta la cabeza de ideas a la gente y yo
no quiero tener más ideas… quiero sen-tir con el bobo…
— Ah, bue…, ahora no quiere tener más ideas y cae en el
lugar común, medieval y oscurantista de querer sentir con el
bobo cuando es un fanático de la neurociencia. En estos meses
de conversación, de los que ya me estoy casando, lo único que
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escuché fueron ideas. Está empecinado en una novela de ideas
y no quiere tener ideas.
— Está visto que no me entendés, ché, mirame bien ¿cómo
puede ser que después de tanto tiempo no comprendas lo que
quiero?… a esta altura, vos ya deberías tirarme una cuerda
para que yo mismo me de cuenta de lo que estoy buscando.
— Ay Amador, si fuera realmente mala como se lo está mere-
ciendo, le tiraría una cuerda para que se cuelgue del ventilador…
ya me cansó, yo necesitaría unas vacaciones y en el Caribe con
cielos y aguas transparentes, porque no aguanto esta oscuridad.
— Ahh… querés vacaciones en el Mar de las Antillas…
¿qué te agarro, un ataquecito burgués? Claro, pero con retraso,
ché, porque se acabó el “todo por dos pesos”. Vos querés un es-
cape y te hacés la valiente. ¿Qué pasa con la dulce Almita que
hace años se presenta vestidita de blanco (algo que no puedo
explicarme), puntual, sin exigencias tilingas? Pero vas a tener
esas vacaciones. Prendete del globo terráqueo, el de mi viejo, y
poné el dedo a donde quieras ir. No a-ho-ra, ahora no te vas ni
a la esquina, hasta que yo no termine esta novela.
— ¿De qué novela me habla? si tiene un matete, no sabe
para donde disparar. A veces me parece un guanaco que es-
cupe, escupe, escupe, otras, un ñandú que esconde la cabeza
en la tierra y, porque no soy mala, no le digo una rata que se
escurre por los albañales, no, no mejor un topo que se guarda
en la cuevita a su medida.
— Así que no sos mala, sos maligna que es peor. Las malas
son fácilmente reconocibles, las malignas se esconden y tiran.
Por eso te vestís siempre de blanco, para que no se noten las
puntas negras que me metés acá en el alma.
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— Ah, bue… -expresó Alma soltando una soberana carca-
jada- , ahora el viejo ateo, existencialista, hereje, darwinista,
infiel, tiene alma.
— No vuelvas a pronunciar ni siquiera a insinuar esa palabra.
— No dije una sola, ¿cuál es precisamente la que no quiere
que insinúe?
— No te la voy a decir. Te tenés que dar cuenta. Es una
por la que el hombre, ah no, no… el hombre y la mujer, la
humanidad, ché, vos me entendés, se mató durante milenios.
— Otra vez, otra vez con la obsesión de todos los tipos que
se mataron, ya me está haciendo poner ordinaria a mí tam-
bién. Mire, yo no me puedo contagiar de usted, pero me viene
a la boca decirle qué mierda hacemos con los que se mataron
durante pilas de milenios.
— Ah… mirá la modosita, por fin aprendiste a decir mier-
da con erre, como decía el Negro Fontanarrosa. Viste que me
tengo que poner en loco anormal para que vos seas un poquito
más genuina y además, ché, el primer humano que insultó a
su enemigo, en vez de tirarle una piedra, fue el fundador de la
civilización, ahora sos vos la que se olvida de Freud.
— ¡Pero la puta madre!...
— ¿La madre de Freud?
— Y sí, me parece que sí, porque total para la civilización
que tenemos… Insultos hay, a granel, y es cierto que hay me-
nos piedras, hay misiles.
— Sos cortita, ché, ¿no te das cuenta de que se está vinien-
do otra civilización?
— Ahh… ufa, ¡otra civilización ahora, está clarito como las
aguas del Riachuelo! ¿Adónde está la otra civilización que se
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está viniendo: en los nenitos reducidos a servidumbre del Con-
go, en nuestros pobrecitos desnutridos de América, en la trata
de personas, en la descarada corrupción, en el lujo temerario
de los ricos, en el odio que día a día nos demostramos unos a
otros, adónde se está viniendo otra civilización, Amador?
— Si quisiera, podría continuar yo esa lista multiplicada,
pero, justamente, cuando se está viniendo otra civilización,
la que se muere da más asco que nunca. Pensá en la historia,
no en toda, por lo menos quedate con la caída del Imperio
Romano…
— Ahora me hace ir a la historia, cuando en esa peregri-
na tesis que está empacado en demostrar, la ignora. ¡No me
confunda más! Lo único que sé es que usted está como una
brújula rota. Pongámonos serios, ya pasó el recreo, no quie-
ro que escriba un novelón sentimental, lo estoy cuidando, no
puede borrar su enorme prestigio… y se lo voy a decir a su
manera, con una boludez: una trivial novela de un viejo re-
blandecido… que ahora se le dio por la paz, indigestado de
un optimismo ligero basado en ridículos deseos y personajes
esteriotipados con los que nadie se podría identificar. Usted
nunca usó tipos ni estereotipos… tanto que me decía que los
personajes se le presentaban enteritos con todas las contradic-
ciones humanas… Usted siempre trabajó con caracteres, no
con alegorías.
— Ya te fuiste a la mierda, ché. Así que Thomas More ¿es-
cribió las boludeces de un cerebro reblandecido?... por eso el
mundo lo sigue citando y encomiándolo.
— Ay Damián, el mundo sigue citando y encomiando lo
que en la puta vida va a practicar.
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— Pero, ché, después de tantos años decís puta, mierda,
¿qué te pasó? ¿Te estás poniendo rebelde y guaranga?…acá
el único puteador soy yo. Aparte, sos un manojo de contra-
dicciones, como vas, venís. ¡Mirá la mosquita muerta que se
dedicaba a teclear y a escucharme con una devoción que no
merezco! Toda vestidita de blanco, sigo sin entender… ¿vos
jugás a la maestrita, a la enfermerita o sos un ánima bendita y,
ahora, también, maldita?
— Y, lo que pasa es que estoy necesitando vacaciones, Da-
mián. Además, creo que hace varios años que me quedo quie-
tita y no me meto contra su voluntad, pero, ahora lo hago
porque le cuido su prestigio…
— Dejame de romper con el prestigio… yo no quiero ser
adulado, quiero servir para algo, ché.
— ¿Y le parece que no sirvió para algo? ¡Cuántas cabezas
abrió! Varias generaciones del XX abrevaron en sus aguas tan
turbulentas como trasparentes… Usó la ficción, pero no des-
atendió la historia. No vendió espejitos de colores. Entregó
espejos donde este continente podía mirarse ¿qué hace ahora
rasgando las hojas de los libros y creyéndose que puede anular
la historia?
— Espejos donde mirarse… ¿Fieles o distorsionados como
los de los laberintos de esos parques siniestros, malignamente
llamados de diversión?
— Bueno, usted está como el cangrejo, camina para atrás y
se está desprendiendo de la roca sin darse cuenta.
— Yo creí que me entendías –dijo el escritor soltando una
leve lágrima- ¿Vos podés asegurar que ésta no sea mi última
novela? Y fijate, que quiero aprovecharme de mi prestigio para
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mandar un mensaje que enarbole el bien, no sé si la verdad…
el bien es anterior a la verdad.
— No me llore que me anula. ¿Mensaje? Todos los años
que estuve con usted me dijo que le repugnaba la palabra men-
saje relacionada con una obra de arte literaria. ¿Cuántas veces
me repitió que ésos eran productos de panfletos estalinistas
o burgueses?... y ahora quiere que tenga un mensaje… Y en
cuanto a que es lo último que va a escribir, ¿dónde tiene la
fecha de vencimiento?... no le vi las rayitas ni el impreso, a lo
mejor lo tiene allá, en ese lugar donde yo nunca llegué… ¿mire
si, cuando usted me da las vacaciones en el Caribe, me mastica
un tiburón?, deje de hablar pavadas… o de hacerse el Mesías.
¿No puede encontrar el justo medio?: ni mensaje ni horas se-
ñaladas… ¿por qué no empezamos a escribir y se deja llevar
sin prejuicios? o no sabe que los escrúpulos excesivos pueden
convertirse en tormentos y alejarnos... no sé cómo decírselo,
ahora que está metido con los santos…, alejarnos de Dios o si
quiere del bien o si quiere de la verdad o si quiere de ese forza-
do mensaje que busca dar.
— No es que me hayas convencido, pibita, pero no me que-
da otra, para corregir, hay tiempo. Yo también estoy podrido
de mis escrúpulos y tenés razón, hasta los santones afirman
que exagerados son un tormento inútil.
— Corregir, corregir, lance lo que tenga como un vómito
así se desintoxica de una vez de eso que le angosta el pecho y
le taladra el cerebro.
— Bueno, si no querés que corrija y corrija, tendríamos
que prefigurarla más a la novela antes de empezar a escribir.
Primero, no quiero situarla en este país.
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— ¿Le ganó el miedo? De todos modos, tiene que buscar la
verosimilitud. ¿Tiene miedo a errar en una situación que con-
tradiga las ocurrencias permanentes de la historia, la terrenal,
o quiere escribir la celestial?
— No le tengo miedo a nada, ché, y menos a los historia-
dores…esto de tener que explicártelo todo, claro que me hin-
cha como un sapo. Quiero buscar un lugar imaginario porque
es un dilema que abarca todo el continente y el planeta, pero
por ahora me interesa el continente… Yo la ubicaría en la Re-
pública de “Auka” y en su gran capital “Caiñe” o en la ciudad
de “Chiqni”, pero también podría ser en el país de “Yanasa” y
en la ciudad de “Khuyai” y si no en el país de “Py’aró”.
— ¡Uy!… -expresó Alma frunciendo el ceño y tomándose la
cabeza con las manos-, al final qué es lo que quiere, escribir un
cuentito mitológico, la leyenda de Ipacaraí o una novela de tesis
y ni para la leyendita se pone de acuerdo. Me está usando el que-
chua, el tehuelche, el guaraní… primero me dice el país del ene-
migo y la capital del odio, después se cruza de vereda y nombra al
país del amigo y la ciudad del amor y después el país del desprecio.
Cuanto más demore en comenzar a escribir, más contradictorio se
va a poner, más confuso, más enrevesado, más débil.
— Tus más están demás, yo estoy así… de qué otra manera
podría con una trama desgarradora como ésta. Y sin duda,
el pensamiento débil de Gianni Vattimo es casi el único que
puede asistirme para afirmar mi tesis.
— Pero yo sigo pensando que fuerza una situación de la
que no está convencido, quédese con el relato sencillo y con los
personajes de los que ya hablamos y deje que ellos nos vayan
conduciendo.
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—A vos nadie te tiene que conducir, solamente yo. Prendé
esa puta máquina por la que mueren tantos inocentes y empe-
cemos. Dale, vamos a pasar el Rubicón.
— Ay… ahora el Rubicón del César ¿se da cuenta de que
no puede librarse del lenguaje bélico?
— Es una metáfora del riesgo, pibita. Estoy decidido a
avanzar hacia el mundo de lo incierto y sé que puedo perder.
— Perder, ganar, sigue con las mismas palabras que quiere
enterrar. No va a dar el brazo a torcer… A mí me parece que
más que el Rubicón, me está pidiendo que crucemos el Mar
Rojo, porque usted está buscando, con mucha estupidez, un
milagro.
— Acá el único que cruza lo que puta sea soy yo, si es in-
teligente o estúpido, lo decido yo. Te quiero callada como una
muerta…, pero mové los dedos sobre esas teclas que derra-
man sangre… la sangre de ese ejército de niños sin armas que
condenan a manipular el maldito mineral, el coltán, para que
nosotros, los privilegiados, vivamos en “ciudades inteligentes”.
— No me recuerde eso y si no, volvamos a los estenógrafos
o pídame que escriba en un cuaderno- manifestó compungida
Alma, pero continuó con la urgencia del momento- Me pide
que anule mi cabeza y que mueva los dedos. ¿Así que yo aho-
ra no soy el alma de nada? Me tuvo toda la vida como bola
sin manija y Alma, presente, me pregunta, me pide, me llena
de palabras piojosas, me usa cuando quiere y me tira cuando
quiere. Está bien, pero yo ahora no empiezo, no es el momen-
to. Me voy y no se le ocurra preguntarme cuándo vuelvo.
— Está bien, pibita, te ofendí, me parece que esta vez te
enojaste… No vas a abandonarme ahora…
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— Ojo eh…, no le voy a sacar la daga del pecho, porque
estoy harta de sus contradicciones. Mire que el amigo ofendi-
do es el más encarnizado enemigo. ¡Pal’ Caribe me voy, qué
“chevere”!
— ¡Dejá de alucinar!... y la próxima vení sola. No quiero
ningún testigo de nuestras discusiones.
— El que alucina es usted… yo no traje a nadie… No sé de
qué testigo me habla.
— Ése, el que está mirando y escuchando todo.
— Definitivamente, ha enloquecido… A menos que se crea
que ya hay un lector entre nosotros.
— Claro, boluda, el lector está con el escritor desde la pri-
mera palabra de una novela.
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Borrador de “El enemigo”: novela… ensayo…
drama… no me importa.
Capítulo I. La decisión.
La hora de la decisión había llegado. Su enfermedad avan-
zaba agazapada, pero rápida. A pesar de ser insulino depen-
diente, aún conservaba algo de visión y podía realizar cortas
lecturas, pero para el acto concreto de escribir frente a una
pantalla, se sentía imposibilitado. Muchas horas de insomnio
ocupó en resolver el insuperable obstáculo que le imponía el
velo de sus ojos. No tenía con quién consultarlo aunque con-
vivía con su hermana. Pocos años antes, después de enviudar,
ella se trasladó a la enorme casa materna que habitaba solo.
Rodolfo siempre desconfió de lo que él llamaba, el “pico sin
tregua” de Aída. Tampoco quería apelar a la sugerencia de los
contados íntimos que visitaban la casa. El escrito de sus me-
morias debía ser conservado en secreto hasta que no estampara
la última palabra y lo expusiera a la luz. Un amanecer le trajo la
respuesta: publicaría un aviso para buscar el o la empleada que
pudiera asistirlo. El clasificado consignaría brevemente la de-
manda de un escritor que solicitaba asistente “full time” y un
teléfono móvil (adquirido por la mucama pocas horas después
de su decisión), acompañado de un seudónimo, nada más. Su
lugar habitual era, desde luego, la amplia biblioteca–escritorio
de la casona. Tan solo algunas horas después de la publicación,
comenzó a recibir incontables llamados. “¡Cuánto desempleo
de gente discretamente calificada había en el país!”, se dijo.
Se guió por la voz, la dicción y el manejo idiomático de las
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personas que se ofrecían. Con ese criterio, seleccionó a no más
de cinco a las que citó en su domicilio. Previa comunicación
a Irma sobre que lo buscaría gente preguntando por Carlos
Unsué, se dispuso a esperar en su escritorio. A la mucama, le
sonó muy extraña la situación: dar entrada a gente que busca-
ría al patrón con otro nombre, pero su discreción rayana en la
obsecuencia sólo la hizo expresar un asentimiento reverente y
fijar en él la mirada agradecida, por ser considerada confiable
y elegida por su empleador como cómplice de algo que desco-
nocía. La primera en llegar fue una mujer de mediana edad
cuya adustez y seriedad lo atrajeron aunque, cuando la some-
tió a un estricto interrogatorio, hubo tramos de su vida que
la convirtieron en sospechosa. El segundo fue un muchacho
que había expresado una extraordinaria locuacidad telefónica-
mente, pero cuando se presentó frente a él, inmediatamente
le irritaron sus rastas y sin comenzar ningún diálogo, solicitó
su teléfono y se excusó con que estaba sobre la hora del kine-
siólogo. La tercera fue una jovencita muy agraciada con un
diáfano timbre y la modulada dicción de una estudiante de
locución. Como para sobrellevar el momento, estableció con
ella una corta conversación y también le dijo que recibiría una
respuesta a la brevedad, considerándola descartada porque no
tenía intenciones de tomar una estudiante. Los otros dos no
le convencieron, uno, por el atuendo y la otra, porque no lo
miraba a los ojos y se dedicaba a estudiar todos los detalles del
escritorio cuando estaban manteniendo la entrevista.
Decepcionado, durante días, siguió maquinando sobre
cómo conseguir un asistente: pensó en Teodora, la nieta de
Aída que quedó viviendo con su abuela cuando sus padres se
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separaron y cada uno eligió residir en distintos extremos del
planeta. La jovencita había quedado sola, sin embargo, con-
vivir con Aída les significó un continuo enfrentamiento de
personalidades y creencias. Aída, en el barullo cortesano de
la apariencia, el chisme y el rumor y Teodora, empecinada en
el ejercicio de una libertad que, paradójicamente, respetaba a
ultranza las libertades de los demás. Esas diferencias que las
convertían en enemigas bajo el mismo techo fueron la razón
por la que la nieta de Aída decidió vivir en el oscuro cuarto
de una pensión de artistas y teatreros. En una oportunidad,
la hermana de Rodolfo se hizo acompañar por Irma y visi-
tó aquel lugar. Después de una larga conversación en la que
le explicó a su nieta que, desde que fue a vivir a la casa con
su hermano, ambos “flotaban” en el espacio “sideral” de la
enorme mansión, pudo convencer a Teodora. Había más de
diez ambientes y ella podría elegir el que quisiera, que ya tenía
el consentimiento de su tío-abuelo. Las alfombras persas, los
muebles Chippendale, los espejos, las arañas de Caireles, los
mármoles de Carrara sencillamente le repugnaban a Teodora,
pero aceptó acompañar a su abuela y recorrer el lugar. Fue
entonces cuando encontró un espacio ideal: en el ala izquierda
de la mansión, se escondía un desván con ojos de buey y clara-
boyas. Allí, encontró muebles desvencijados, telas centenarias,
portarretratos del siglo XIX, candelabros herrumbrados que
suscitaron su interés. En su imaginación, convirtió el lugar en
un artístico y delirante espacio de ensueños y eso la decidió a
habitar allí, dejando sentados a los parientes los vaivenes de su
libertad. Rodolfo conocía demasiado a la sobrina-nieta y, a pe-
sar de una especial inteligencia, descartó de inmediato la idea
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de tomarla como su asistente, no por considerarla chismosa
o incapaz de guardar un secreto, sino por su alocada vida de
actriz “underground” que, para él, significaba un abismo de
diferencia con sus valores. Luego, se le cruzó el Padre Eugenio
Levrand, sacerdote jesuita del que recibía la comunión domi-
nical. Pronto lo descartó porque Eugenio no podría brindarle
las horas que él necesitaba, aunque le hubiera complacido mu-
cho escribir sus memorias casi como un secreto de confesión.
Envuelto en estos dilemas, lo sobresaltó el timbre del teléfono.
Era la amiga de una tal familia Moreno, cuyo hijo, Ernesto,
había tenido un accidente en el que murieron sus padres y él
pretendía ese trabajo, pero estaba imposibilitado de comuni-
cación, porque en el mismo siniestro había sufrido un daño,
por lo menos temporario, en su lengua y no podía hablar. La
misma persona que se identifico con nombre, apellido, núme-
ro de documento y dirección le consultó a Rodolfo Agredas
si estaba dispuesto a recibir una carta del muchacho que des-
graciadamente llevaba un largo tiempo desocupado. Agredas
asintió y ofreció el domicilio. Mediodía transcurrió hasta que
escuchó los tres golpes de rigor a la puerta con los que Irma
se identificaba. Cuando la hizo pasar, la mucama le entregó
un sobre con una extensa carta del tal Ernesto Moreno. Todo
parecía creíble, pero Agredas recurrió a un buscador intern-
autico (destreza recientemente adquirida gracias a Teodora) y
en efecto, encontró el accidente de una familia Moreno en el
que el único sobreviviente fue el hijo. “¡Es lo que necesitaba!,
nadie mejor que un mudo”, se dijo alborozado. Inmediata-
mente, llamó al teléfono apuntado en la carta y lo atendió la
mujer con la que previamente se había comunicado, la que le
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agradeció y lo consultó sobre cuándo le venía bien recibir al
muchacho. La ansiedad de Agredas contestó por él: “Cuanto
antes”, le respondió.
Irma entró acompañada de un joven cuarentón impecable-
mente trajeado, muy pálido, pero de mirada inteligente. Esa
presencia que destilaba talento por sus ojos, aunque debilidad
en sus hombros caídos, personificó el elegido para Rodolfo
Agredas: lúcido y débil, al mismo tiempo. Sintió que ese mu-
chacho iba a seguirlo, que no lo rechazaría, que sería muy fácil
de domesticar. Se puso de pie, fijó la miraba en la suya que
no parpadeaba, le extendió la mano y, en el apretón fuerte
y franco, percibió que en ese corazón nunca podría anidarse
un enemigo. Después, tomó la carta enviada por Moreno y
fue formulándole distintas preguntas de acuerdo con el con-
tenido de cada párrafo: sus estudios interrumpidos de analista
de sistema, su estado civil, su domicilio actual, el tiempo que
estimaban sus médicos para recuperar el habla, sus hábitos,
sus lecturas, su filiación política. Ernesto Moreno iba respon-
diendo a cada una con un preciso sistema de gestos: algunos
simplemente significaban un sí, otros indicaban su vida en so-
ledad. También, utilizaba sus dedos especificando números,
los brazos hacia arriba para señalar que leía a los grandes y las
dos manos en tajante movimiento de corte que denotaban su
falta de filiación política. Acto seguido, el empleador le acercó
un papel en el que le solicitó que escribiera con grandes letras
cuándo podrían comenzar. Inmediatamente, el muchacho pá-
lido inscribió con grandes caracteres un único y corto mono-
sílabo: “Ya”. A Rodolfo Agredas no le importó que estaba muy
próximo a recibir el almuerzo, en el mismo papel, con iguales
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trazos plasmó “Está bien”, en un acto de semejanza con el ilu-
minado y pobre mudo. A continuación, le indicó a Irma que
les acercara una comida para dos. A pesar de que la mucama
tenía más que sabido que el almuerzo de Agredas integraba
un bife de chorizo, una fresca ensalada verde y alguna vez una
papa hervida y un vaso de oscuro borgoña, se atrevió a consul-
tarle si los dos platos debían ser iguales, pero Ernesto exageró
su asentimiento inclinando varias veces su cabeza y escribió en
el papel “Es mi preferido”. Antes de retirarse, como lo hacía
siempre con una insinuada reverencia, Irma creyó reconocer
al recién venido. Mientras se alejaba, desatendió esa impresión
escuchando, al mismo tiempo, que su patrón le anticipaba a
Ernesto Moreno la decisión de escribir sus memorias. “¿Qué
memorias?”, se dijo la complaciente mujer y ya, apostada en
la cocina, venían a su mente toda clase de recuerdos. Ella se
sentía una más de esa casa. Había servido a ese hombre y a su
esposa desde pocos años antes de que muriera la señora. Ese
trabajo significaba una gran parte de su vida y, sin embargo,
no había modificado su condición económica. Madre de cinco
hijos, vivió siempre en un barrio periférico, frontera inestable
entre la humildad y la marginalidad. No tenía conciencia de
que su vida constituía una verdadera dualidad. Ella era “la
Irma” entre sus vecinos, con los que compartía chismes y pa-
redes sin revocar, hijos inmanejables, con escasa instrucción y
oficios precarios, a veces, las más, engañados por la droga de
los “dealers” vecinos. Hijas embarazadas prematuramente de
padres desconocidos, todos y todas sostenidos por algún sub-
sidio de misericordia social aventado por democracias menti-
rosas y populistas, como decía su patrón. Pero el respeto de
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Irma ante los punteros guardaba alguna semejanza, bastante
distante y mucho más oportunista, que la que profesaba por
su patrón. No se privaba, sin embargo, de noches de cumbia y
mortadela sonorizadas por un lenguaje procaz y guarango, en-
fundada en remeras que, en cambio de ocultar, destacaban sus
excesos de grasa abdominal. Su propio hábitat representaba
un homenaje al desorden y el lugar predilecto de cucarachas
que resbalaban en la grasa. La otra Irma ponía a blanquear sus
camisas y delantales las mañanas de los domingos con sol y
por la noche, planchaba cuidadosamente el uniforme con el
que se presentaba a su patrón los lunes a las siete en punto. Sin
embargo, con vicios y virtudes, ella era la comadre generosa,
madrina de todos sus vecinos y su casa, el lugar elegido para
reír o llorar, para matar el hambre o abrigarse. Ahora, fren-
te al “entrecot” de ternera, buscaba la incisión justa para una
impecable cocción, cortaba a manos recién lavadas las hojas
verdes, cuando en su barrio, los días de asado, disparaba cu-
chillos apurados sobre la lechuga. En esos quehaceres en los
que conservaba una asepsia de quirófano, su pensamiento se
concentraba en querer comprender, pero mucho más saber, so-
bre qué querría escribir el admirado patrón. Más de una vez,
se le cruzaba la fantasía de que, si el país que habitaba volviera
a ser conducido por hombres como su pulcro y recto patrón,
las cosas serían diferentes, tendría un padre que la orientara y
un soldado que protegiera del mal hasta su propio barrio po-
bre. Entre recuerdos culposos y devaneos, advirtió que estaba
pasada siete minutos en el almuerzo de su señor. Eran las doce
y diez cuando ingresó a la biblioteca portando una enorme
bandeja con el pedido. El nuevo asistente, para ella, mantenía
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sobre Rodolfo Agredas un gesto de admiración. Desconocía el
diálogo previo que lo había suscitado, pero se identificó con
el recién venido. Agredas le ordenó que sirviera primero a su
asistente y luego, a él. “Siempre el huésped primero, Irma, es
un bienvenido, no un extranjero”. Ella, que ya se había apro-
piado de su lenguaje, comprendió la diferencia abismal entre
huésped y extranjero, pero no dejó de percibir instintivamen-
te el gesto incómodo de Ernesto Moreno. En tanto disponía
los platos, escuchaba, como si no lo hiciera, la intención del
patrón en cuanto a las causas y consecuencias por las que de-
bía escribir sus memorias. El cortés asentimiento del asistente
despertaba la percepción animal de Irma. Se dedicó a obser-
varlo tanto que produjo un pequeño derrame excesivo sobre
su copa. Agredas la disculpó con el argumento de que no eran
muchas las oportunidades en que Irma debía servir rápida y
simultáneamente, en ese lugar, a dos personas dedicadas a una
tarea intelectual. Ernesto Moreno le dirigió, entonces, una mi-
rada compasiva que extrañamente la volvió a asociar con la
de alguien conocido que no podía recordar. Haciendo caso
omiso, expresó respetuosamente que ellos siguieran en lo suyo
y entonces escuchó, mientras acomodaba los cubiertos, que
Agredas necesitaba exponer ante el pueblo de la Nación una
verdad que pretendía ocultarse. Moreno le manifestó con ges-
tos que apuraran el almuerzo y que estaba dispuesto a teclear
con rapidez lo que el señor quisiera dictarle, disculpándose,
con párpados caídos, de su imposibilidad de hablar.
Rodolfo Agredas le explicaba a Ernesto las razones de su
objetivo. El nuevo asistente manifestaba una concentradísima
atención y, periódicamente, giraba su cabeza buscando que su
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oído fuera equidistante con la voz de Agredas. Al mismo tiem-
po, anotaba en el papel, con ampulosa imprenta, palabras que
seguramente consideraba claves.
— No se apure, m’hijo, yo le voy a decir cuándo arranca-
mos, le voy a dictar todo lo que considere y voy a destacar lo
que más convenga.
El mudo asintió con un gesto de soldado semejante al que
pudiera significar “lo copio mi señor”, pero le mostró el papel
con las palabras anotadas. A pesar de la mesura en la gesticu-
lación de Agredas, después de leer, abrió sus brazos y sonriente
le expresó de qué modo se sentía comprendido. En el acto, se
puso lentamente de pie y apretó el play del equipo musical. El
espacio, el aire y los oídos de los presentes fueron colmados
con el Área 47 de Bach. Los instrumentos de aire y de cuerdas
se combinaban con el acompañamiento de un coro celestial,
momento sublime al que ninguno de los tres pudo sustraerse.
Cuando Ernesto bajó de esa elevación, se sintió contrariado
porque nunca le había atraído Bach, él era un fanático de Pa-
ganini. Y también, comprendió que estaba frente a un perso-
naje especialmente complejo, difícil y contradictorio. Sin em-
bargo, evitó que se manifestara algún mohín que lo delatara
y se limitó casi a imitar como un calco la mirada y los gestos
de Agredas. Después, desvió involuntariamente su mirada y
lo atrajo una enorme máscara tallada en madera dorada que
representaba aparentemente un demonio.
— Ah, sabía que iba a llamar su atención. Es una talla
japonesa que trajeron mi hermana y el marido hace muchos
años… Habrá visto que es una caricatura demoníaca del mal.
¿Se dio cuenta de que tiene las venas de las sienes hinchadas?
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Ernesto Moreno asintió agrandando sus ojos.
— ¿Sabe lo que simboliza?, simplemente que hasta al de-
monio se le hinchan las venas de las sienes por el esfuerzo que
exige ser malvado. Es una gran verdad, ¿usted qué opina?...
ay, perdón… lo que ocurre es que me parece una persona tan
expresiva que olvido su mutismo.
Ernesto, apelando siempre al lenguaje de las manos y el
rostro, le expresó que se quede tranquilo y que sí opinaba que
era un gran esfuerzo ser malvado. Agredas sintió placer porque
iba contando matemáticamente las coincidencias que se daban
con ese muchacho.
Irma permanecía como un “sommelier” en una esquina
del espacio. Vio cómo el asistente encendía la computadora
y el anciano comenzaba a desgranar, levemente y con largos
silencios, las alternativas de su llegada a esta existencia. Su
exposición aumentaba la curiosidad de Irma por conocer los
secretos de su patrón. Advertido de ello y, más por un gesto
del asistente, Rodolfo Agredas la invitó con cortesía a retirarse.
Ella no pudo resistir su naturaleza y, aparentando que cerra-
ba totalmente la puerta, permaneció algunos minutos con su
oído pegado a la pequeña luz que había dejado.
— Mire, m’hijo, considero que tengo, para algunos, una
vida escabrosa. Yo estoy convencido de que no lo es. Para que
el pueblo sagrado de esta Nación me comprenda me veo obli-
gado, aun con mi disgusto, a justificar mi vida y el accionar del
Ejército de la Nación. Comenzaré por mi primera infancia. Yo
sé que usted no puede contestarme, pero me está escuchando.
Ernesto Moreno exageró su gestualidad para que Agredas
comprendiera que lo entendía y apoyó sus manos sobre el te-
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clado, indicándole que reproduciría sus exactos dichos.
— Tengo la obligación moral frente a este país de descubrir
las raíces de un accionar del que no somos los únicos respon-
sables, el pueblo lo pedía. No estoy evadiendo la obediencia
que acepté por mi misión, pero me repugna –perdóneme el
exabrupto- el modo en que se esconden y siguen actuando los
mismos que nos alentaron.
Irma entendía poco, pero cierto erizamiento de su piel le
indicaba alguna manera de compromiso o de responsabilidad
en su propia espalda, sobre la que el viejo, también, parecía
apuntar. Sin embargo, no identificó precisiones ni nombres
mencionados por Agredas. Decidió cerrar la puerta y condu-
cirse a la cocina, su ámbito natural, y después volver con algún
postre adecuado para diabéticos extremos, en la convicción de
que en ese momento captaría algo más.
— ¿Usted está dispuesto conmigo a guardar este secreto y
a hacerse cargo de estas declaraciones cuando a mí me quedan
sólo días por vivir y a usted, quizás, si el Dios Todopoderoso
lo quiere, le resta la mitad de su vida? ¿Va a guardar el secreto
hasta que yo pronuncie la palabra final? Soy el coronel Rodol-
fo Agredas, Carlos Unsué fue un seudónimo del que me valí
para seleccionar secretamente quién sería mi asistente.
El gesto de Ernesto Moreno, exagerado como debía ser
dada su mudez, fue desmesuradamente afirmativo en cuanto
al compromiso y a guardar el secreto de su nombre y recurrió
nuevamente al papel: “Si duda, puede hacerme controlar”
— Despreocúpese, acá no puede haber error de cálculo.
Yo lo decidiré con mi almohada –se limitó a responderle el
coronel.
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Irma, que había regresado a servir el postre, escuchó las pa-
labras de la conjura y, en el mismo acto, la embargó una pena
insobornable. Días antes, había comentado ligeramente en su
barrio que el patrón se disponía a escribir su último libro. No
tenía noción de lo que estaba diciendo. Para ella, era lo mismo
el libro de Agredas que cualquiera que hubiera caído alguna
vez en sus manos. Su patrón era un escritor, no advirtió que
debía guardarse el secreto. Estos comentarios se extendieron
como un reguero de pólvora por el sólo hecho de la práctica
habitual del rumor y del chisme en su barrio, ajeno al conteni-
do y a la significación de lo que se hecha a rodar.
Mientras Irma abandonaba el corredor hacia la cocina, es-
cuchó la voz de Aída desde la sala contigua (separada del escri-
torio mayor por una biblioteca giratoria).
— Hoy, no me traigas el almuerzo a la salita. Es un hermo-
so mediodía de otoño y quiero comer algo ligero en la galería.
No te preocupes, me traslado sola. Antes voy a hacer un lla-
madito telefónico.
A pesar de la solicitud de Aída, la mucama fue igualmente
a buscarla y empujó su silla de ruedas hasta el jardín de in-
vierno.
— Gracias, Irma, hiciste bien en traerme acá, en este lugar
las plantas están hermosas y en la galería veo nada más que ese
pobre parque abandonado desde que se nos fue Remigio. Creo
que hoy mismo viene mi nieta con alguien que podría reem-
plazarlo, pero claro, necesito la venia de mi hermano. Lástima
que alguno de tus hijos no esté disponible.
— No, no… ellos tienen el subsidio al desempleo, imagíne-
se, si vienen acá, lo dejan de cobrar.
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— Ay, Irma… podrían estar “en negrito” y cobrar las dos
cosas -le replicó Aída en tono de cuchicheo.
— Es que… no saben nada de jardinería y yo no pienso
quedar mal con el señor –le contestó Irma incómoda, por-
que sabía que sus hijos no querían tener obligaciones y ella
los apoyaba pensando que demasiado trabajo había tenido en
su vida… que sus hijos aprovecharan- ¿Y quién es el que va a
venir?
— No sé muy bien, es un hombre de mantenimiento en
la sala donde Teodora ensaya. Dice que es extranjero, que se
vino huyendo de allá, viste, donde se matan todos, creo que es
Oriente o África. Parece que lo que le pagan en ese recoveco,
es muy poco y le vendría muy bien cuidarnos el parque. Ay,
por favor, alcanzame un momentito el inalámbrico que Chi-
chita prometió contarme un secreto.
Irma hizo lo propio y se fue dejando atrás el cotorreo de
Aída, mientras pensaba el esmero inútil de su patrón en tratar
de cambiar a su hermana. Por eso mismo, no le comentó que
el coronel estaba reunido con su nuevo asistente. Luego, regre-
só con el almuerzo que Aída hizo calentar dos veces porque
no dejaba de hablar por teléfono. Después de su ingesta, “la
reina de las chismosas”, como la llamaba Rodolfo, se condujo
hacia el escritorio para anunciarle que su nieta llegaría pronto
con un posible nuevo jardinero, al que estaba descontado que
Rodolfo debía entrevistar. Abrió las dos hojas de la puerta e
irrumpió con su voz chillona nombrando a su hermano.
— Aída, ¿cuántas veces te pedí que golpearas antes de en-
trar y más cuando estoy en una reunión? –dijo en tono bajo,
pero severo y cortante, Rodolfo.
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— Ay, perdón hermanito… ¿qué tal? ¿Quién es este mu-
chacho tan buen mozo? ¿Vos no sos el hijo de…?
—… de nadie… de nadie de tu selecto círculo. Es mi nue-
vo asistente y estamos ocupadísimos, Aída, te ruego que te
retires.
— Ay, bueno, Rodolfo, ¿qué pensará este joven?... somos
hermanos, no enemigos, “mon cheri”.
— Y mirá, a veces lo dudo, ningún amigo como un her-
mano, ningún enemigo como un hermano –le respondió con
una simpática ironía.
— Ay qué papelón, Rodolfito, no me digas esas cosas…
¿Estás por escribir un nuevo libro… sobre cómo educar a un
soldado y todo eso?
— Otra vez es como si no me escucharas, Aída, ya te vas a
enterar cuando el libro esté finalizado –respondió esta vez con
un enojo que le enrojeció las mejillas, el duro coronel- Perdo-
nanos, m’hijito, espero que no ocurra más.
Aída se retiró apretando el control de la silla en mínima
velocidad y farfullando sin parar. Cuando llegó a la puerta,
giró su cabeza y le preguntó, con una cordialidad burlona, si
recibiría o no al nuevo jardinero.
— Mirá, esta vez decidí vos, Aída. Espero que pongas cui-
dado.
A media tarde, Irma dio los tres golpes de rigor en la bi-
blioteca del coronel para anunciarle que su sobrina-nieta había
llegado con un hombre que podría cubrir a Remigio. Rodolfo,
con algo de fastidio, le respondió que ya Aída tenía su orden
para atenderlo ella y que, por favor, trataran de no molestarlo
más.
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Teodora ya corría hacia la salita de su abuela batiendo sus
babuchas floreadas, haciendo tintinear los enormes aros multi-
colores y las pulseras metálicas, mientras en la carrera, revolvía
más su pelo desgreñado.
— Holi, holi abu… te traje al “gardener”… claro, el negati-
vo, porque éste es moreno, pero un divino, divino.
En el recibidor, esperaba un hombre maduro de tez cetrina
y una barba que, aunque rasurada, ensombrecía su cara, de
enormes ojos azulinos que guardaban una tristeza milenaria,
de buen porte, alto, fuerte, pero con un dejo de agobio en
su espalda. Aída se presentó rápidamente y lo atendió en el
mismo lugar. Durante diez minutos, le formuló más de cien
preguntas sin solución de continuidad. Entre otras, de dón-
de era, qué edad tenía, cuándo había llegado, si mantenía sus
creencias, si tenía enemigos, si sabía que las camelias debían
ir debajo de un árbol, si estaba de acuerdo con la guerra de
su gente, si sabía tratar a los agapantos, si entendía bien el
idioma… El hombre iba contestando con respeto y serenidad
cada una de sus preguntas y Aída creyó que sus respuestas
conformarían a Rodolfo. Rafiq Hasan provenía de Irán. Hacía
casi dos décadas que estaba en el país huyendo de lo que, él
manifestó, como el horror de aquellos hombres que se decla-
ran enemigos cuando deberían hermanarse y hacer la paz en
la región, porque provenían de un tronco común. Con una
postura teatral, Teodora interrumpió el diálogo recitando casi
a los alaridos unos dichos de Bertolt Brecht “¡Con la guerra
aumentan las propiedades de los hacendados, la miseria de
los miserables, los discursos de los generales y crece el silencio
de los hombres!”. Aída estampó una mano en la boca de su
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nieta, con la desesperación de una próxima víctima y con el
pánico de que esas ocurrencias, propias de Teodora, llegaran a
los oídos del coronel. Rafiq permanecía con los ojos cerrados
y, cuando pudo volver a hablar, la mujercita chispeante inte-
rrumpió su solemne aire teatral diciendo que se tranquilizaran
los dos porque pronto formarían parte de la misma familia,
que el hombre es un habitante del mundo y que, como tal,
cada uno es hermano del otro. Recompuesta Aída, se sintió or-
gullosa de su interrogatorio, el que le enrostraría a su hermano
para demostrarle que podía ser tan hábil como él y conseguir
su aceptación. En ningún momento se le cruzó la posibilidad
de que el hombre pudiera estar mintiendo. Su ingenuidad, a
veces extrema hasta el ridículo, estaba en las antípodas de la
astucia de Rodolfo. Inmediatamente, le expresó que el traba-
jo era suyo y le propuso que, si tenía problemas de vivienda,
en los fondos del parque se conservaba la antigua casa de los
cuidadores, la cual podría habitar mientras la refaccionaba. El
iraní le respondió sólo con una mirada de profundo agrade-
cimiento, sin pronunciar palabras. Aída, también, le insinuó
si le convenía que el conchabo fuera o no “en negro”. Cuando
durante la cena, Rodolfo escuchó su relato y ella llegó a este
punto, se enardeció: todo personal que trabajara para el coro-
nel Rodolfo Agredas estaría inscripto como manda la ley y la
moral. Aída lloró desconsoladamente y, cuando pudo articular
alguna palabra, le expresó que el hombre, “pobrecito”, le dijo
que se avenía a lo que decidieran. Ernesto Moreno, que había
sido impelido por el coronel a acompañarlo en la cena, consi-
deró que era el momento justo para retirarse. Lo hizo con el
respeto que imponía ese hombre y con su misma cortesía. Ya
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en las calles de la noche, eligió caminar y fue masticando cada
uno de los momentos de ese extenso e intenso día. Con una
apariencia de persona accesible que refrendaba en continuas
expresiones supuestamente auténticas, para Ernesto, Rodolfo
era un cofre con siete llaves. Sus expectativas pasadas no le
hicieron prever que se encontraría con una persona tan miste-
riosa como perturbadora y desconcertante. Entre esas medita-
ciones, se le imponía un nuevo dilema: Agredas lo necesitaba
todo el tiempo, por lo que le había propuesto que durante los
meses de trabajo se hospedara en su residencia. Él habría ex-
presado algún titubeo, aunque el coronel le aseguró que con-
servaría su total independencia en cuanto al espacio y a sus
horas de descanso. Percibió, entonces, que el compromiso ri-
gurosamente acordado y razones útiles para su comodidad, lo
obligaban a aceptar esa propuesta: sería el huésped del coronel.
En tanto, Agredas se encerraba nuevamente en su escri-
torio. Realizó dos o tres llamados destacando el nombre del
iraní traído por Teodora y concluyó que la presencia de ese
hombre en la casa sería sugestivamente interesante. Su men-
te se puso a jugar con las palabras latinas “hostis y hospes”,
mientras lo iba ganando el sopor adormilado de una glucemia
baja. Lo despertó la alta sonoridad de la sonata de Bach que
usaba como timbre de su celular. Rápidamente, identificó esa
voz tan amada: era Teresa, la hermana Agustina, nombre que
ella misma había elegido cuando ingresó al Convento de las
Carmelitas descalzas. Ni bien Agredas adquirió ese teléfono
móvil, lo comunicó a las superioras y ahora, Teresa, su úni-
ca hija, le anunciaba su llegada y el permiso de permanecer
con el padre durante un mes. Gozoso por esa noticia, una
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vez que cortó, se le agolparon los recuerdos de una vida junto
a su esposa y a su hija. Los primeros años de la familia hasta
que, cuando todavía Teresa no había superado su adolescen-
cia, la niña perdió a su madre y, de alguna manera, también a
él, por las largas ausencias a las que lo obligaba su actividad.
Su hija había sido criada por la servidumbre. Llevó una vida
social intensa y alocada, era al extremo coqueta y cortejada
por cuanto joven asistiera a sus reuniones. Ella no despreciaba
a ninguno. Dotada de una seducción atrapante, coqueteaba
con todos, hasta que se enamoró. Y, con el amor, llegó la trai-
ción. Su conducta dio un vuelco extremo: enterada de la doble
vida de su amado, de inmediato decidió tomar los hábitos y,
precisamente, en una orden de clausura. Las similitudes de
sus pesares mundanos con los de la admirada Santa Teresa
de Jesús apuraron esta decisión. Por años, permaneció en un
convento a una distancia accesible para las visitas de su pa-
dre, pero luego, el proceder considerado como ejemplar para
sus superioras, le otorgó el premio que había ansiado desde su
ingreso: ser trasladada al Convento San José de Ávila. A esta
hora, ya había arribado desde España a su antigua casa de las
carmelitas en la ciudad natal y, desde allí, se comunicó con su
padre anunciándole que la mañana próxima estaría junto a él.
Para Rodolfo Agredas, la inefable alegría de tener a su hija se
le mezclaba con la complicación de haberse decidido sólo a es-
cribir durante todas sus horas de vigilia. Necesitaba conversar
con alguien porque no sabía cómo resolver la administración
de sus tiempos. Aída, Irma y Teodora estaban descartadas de
antemano. Pensó en Eugenio e inmediatamente lo llamó. Con
la voz entrecortada, le dijo que la mañana siguiente Teresa lle-
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garía para acompañarlo durante un mes y que esa alternativa
lo desorientaba. El padre Levrand, vivía a pocas cuadras de
allí, en un departamento minúsculo que le alquilaba su comu-
nidad. Más de una vez, el coronel Agredas le había ofrecido
un espacio independiente de la casa para que él lo habitara có-
modamente. El cura se había negado porque lo entendía como
un abuso de su hospitalidad, aunque su espíritu no sufriera
estremecimiento porque lo relacionaran con el militar. Estaba
muy seguro de lo que hacía y de qué manera la gente conocía
sus actitudes cimentadas en el convencimiento y la necesidad
de una reconciliación profunda que no excluyera la justicia de
los hombres frente al delito, pero que también contemplara
la misericordia divina ante el pecado. Pese a que ya habían
pasado las diez de la noche, fue con premura en auxilio del
coronel, contemplando, al mismo tiempo, la posibilidad de
residir en su casa mientras Teresa estuviera allí. Después de
agradecerle, Rodolfo le comunicó que la próxima llegada de su
hija se superponía con la decisión de escribir y publicar las ver-
dades que Eugenio ya conocía por confesiones anteriores. Ante
la inquietud de Agredas, en cuanto a la encrucijada de escribir
y atender a su hija, Eugenio lo reconfortó, primero, con una
frase de San Agustín “La razón y el pensamiento sutiles son
los mayores enemigos del discernimiento”. Luego, con lo que
le dictaba su propia experiencia de cura asistido en el conoci-
miento de la condición humana, siempre alimentado por las
palabras sabias de la Biblia “Hay un tiempo para todo y todo
tiene su tiempo.” Por último, enalteciendo la misma naturale-
za de su interlocutor que, equivocado o no, permanecía en su
verdad, Levrand acompañó este consejo con la voz del mismo
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Jesús “‘La verdad te hará libre’, Rodolfo, tenés que decírsela,
ella te entenderá como nadie, le dedicarás a Teresa un tiempo
que no se mide con el reloj y, aunque no estén continuamente
uno frente al otro, ambos sentirán su presencia. Durante esos
treinta días, yo también me trasladaré aquí para contenerlos,
según lo que Dios me dicte. No tengas miedo, ése es el único
sentimiento que se opone al amor y descubre enemigos donde
no los hay. Que tu enemigo, no sea el tiempo cronológico”,
profirió el jesuita, con la callada confianza de que Dios tam-
bién podía mover ese tiempo, según sus planes.
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Capítulo II. Certeza y obsesión.
Las campanas cercanas de la iglesia próxima llamaban a
misa de seis cuando Teresa hizo su entrada al escritorio donde
su padre la esperaba desde las cinco. Se incorporó de su sillón
y la abrazó con la fuerza de un adiós más que de una bienveni-
da, estrujando por completo sus hábitos. Teresa lo separó con
ternura y fijó sobre los de él, sus ojos ahora límpidos.
— Hija mía, la alegría de que hayas venido es enormemente
mayor a lo que pueda expresarte, pero sentate… Hace mucho
tiempo que venía masticando la idea de escribir mis memorias.
Necesito dar a conocer las certezas que han dirigido mi vida y
tengo… no sé como llamarla, creo que una obsesión o el deber
moral de esclarecer la verdad de los hechos por los que atravesé
y sus otros protagonistas. Así, la justicia humana lo requiere,
no lo entiendas como una siniestra delación… Quizás no al-
canzo a explicarme… temo no dedicarte todo el tiempo que
te merecés.
— No lo hagas ni temas, papá. Si de una verdad se tra-
ta tu obsesión, siempre tendrás mi apoyo aunque desconozca
los detalles. Ya lo decía la santa de mi nombre: “La verdadera
humildad es andar en la verdad”. Pero si se trata de salvar tu
orgullo, te ruego que medites porque es maldito el orgullo que
vive entre nosotros, que nos deja sin amor, que nos amarga,
que nos hace atacar a otros por sus ideas y nos tortura cuando
no ganamos –le respondió una emocionada e inteligente hija.
— Yo he pensado durante años cada una de las palabras
que decís y creo haberme desencarnado del orgullo con hu-
mildad, como me pedís. Te digo que Dios me está moviendo a
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concretar esta decisión. ¿Te parece, entonces, que debo callar?
–interrogó el padre conmovido por las verdades de su hija.
— No, tampoco se puede vivir en el silencio, porque a ve-
ces nos callamos para no revelar lo que verdaderamente so-
mos, decía mi santa. También a mí, Dios me dicta que te ad-
vierta sobre el máximo pecado de los hombres, que yo misma
he cometido, ese orgullo que nos hace ver a los otros como
equivocados. Pedile a Jesús que te tome de la mano, conmigo
lo hace, por eso me verás la alegría de sentirme pequeña…
Y, en cuanto a tu preocupación por el tiempo que quisieras
dedicarme, aunque no lo hagas, ya me lo estás entregando,
simplemente por quererlo. De todos modos, yo tampoco pue-
do abandonar mis horas de oración y de encuentro con Jesús y
eso en esta vida, también es tiempo. Tomate vos el tiempo de
tu verdad, mientras yo le doy mi tiempo a Jesús –dijo exten-
diendo las suyas y apretando las manos frías de su padre- Ah,
y no te olvides de llamarme Agustina.
— Sí, hija, no es fácil para el padre que te bautizó, dirigirse a
vos con el nombre de tu propio bautismo. Te quería contar, ade-
más, que mientras estés aquí, Eugenio ¿te acordás de él? –le dijo
Agredas haciéndole recordar al padre Eugenio Levrand, viejo
amigo de la familia-, va a cohabitar nuestra casa para asistirnos a
ambos y allanar nuestra comunicación, pero yo te prometo que
jamás dejaremos de compartir la comunión y la cena.
— No temas, papá, no prometas. Éste es un breve aloja-
miento en una vieja posada… no podemos proyectar. Yo estoy
con vos y vos estás conmigo como sea y hasta que Jesús lo
quiera –dijo la carmelita, al tiempo que besaba la frente de su
padre y se disponía a retirarse.
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Cuando Teresa Agredas abandonaba el escritorio, ingresa-
ba, al mismo tiempo, Ernesto Moreno. El coronel, desde su
sillón, efectuó la respectiva presentación. Hubo un instante de
mutuo estudio en el que cada uno se indagó con la fuerza de
sus miradas. Moreno hizo una minúscula reverencia y siguió
su camino para encontrarse con su jefe.
— Adelante, Ernesto, ¿ya se instaló? ¿Irma lo ayudó a ubicarse?
Moreno giró su cabeza varias veces, expresando con su ín-
dice que lo haría al día siguiente y con sus manos aleteando,
que necesitaba armar sus valijas.
— Qué pena, está bien, está bien, retomemos lo nuestro.
Perdóneme, Ernesto, pero he pensado otra mecánica para mi
escritura. No le digo que borre todo lo que escribió ayer, déjelo
en suspenso. Creo que para no excederme y seleccionar lo ver-
daderamente necesario, yo voy a hablar sin que usted escriba,
quizás deberíamos usar un grabador.
Moreno acordó con un movimiento de cabeza la proposi-
ción e insistió en el gesto con un asentimiento de total confor-
midad. El relato comenzó.
Rodolfo Agredas, ochentón, descendiente de militares, él
mismo coronel hasta su retiro, había centrado su vida en una
certeza, casi desde la infancia. La certeza de defender la he-
rencia intangible de sus ancestros. Sostenía con fervor marcial
el valor de la patria, del territorio nacional, de la familia y del
mandato de Dios ante cualquier obstáculo que pudiera entor-
pecerlo o frente a cualquiera que osara mancillarlo, repetía.
Desde niño supo y expresó que ésta era su misión, no sólo
como un mandato materno sino divino. Ése fue el motivo que
lo hizo mantener la tradición en la carrera de las armas. Como
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integrante del Ejercito de la Nación, lo orientaba la constante
hipótesis de conflicto de que el territorio nacional y sus habi-
tantes eméritos debían ser defendidos ante el avance extranjero
o ante cualquier individuo que sustentara ideas contrarias a
la Nación edificada por los primeros patricios, insistía. Para
él, esa certeza dibujó el camino recto de una moral existen-
cial carente de toda duda. Con ella, se condijeron sus acciones
durante más de 60 años. Siempre entendió que para que una
Nación lograra esos nobles objetivos, había que fortalecer la
formación del soldado de la patria, la educación modelado-
ra de hombres dispuestos a defenderla, ésa era la base de sus
certezas. Ahora, dispuesto a enfrentar con el mismo honor,
quizás, el final de sus días, lo movía una obsesión que, para
ajenos, podría entenderse como la raíz de un resentimiento.
Soldado obediente del Ejército, había participado en todas las
circunstancias de la historia en que la fuerza y sus superiores
entendieron que peligraba la Nación. Pero también, compren-
día cabalmente, pudiendo dar fe de ello y con pruebas en la
mano, que esos peligros no eran detectados solamente por el
Ejército Nacional. Antes o al mismo tiempo, una destacada
parte de la ciudadanía reconocía las señales de ese peligro que
se avecinaba. Eran entonces los representantes de ese pedazo
de patria quienes recurrían al auxilio del brazo armado de la
Nación, le remarcaba a su asistente. Todos los episodios a los
que, los considerados por él insensatos, llamaban interrupción
del estado de derecho, fueron planificados por esclarecidos
civiles (según sus dichos) y luego, acordados con las Fuerzas
Nacionales. El último, según el periodismo y un puñado de
intelectuales apátridas, tildados así por el coronel, fue difun-
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dido y diseminado en el planeta como el más sangriento: no
sólo un error, una estupidez, ya que no hay guerra que pueda
librarse sin sangre, aseguraba Agredas.
— ¿Qué le pasa? Me lo imagino, se está preguntando por
mi afirmación. Como los herederos de la subversión niegan
que haya sido una guerra y emplean el remanido terrorismo de
estado, yo le aseguro, que fue una guerra. Había dos ejércitos,
el nuestro y el de ellos, con grandes ventajas para el segundo.
En principio, nosotros actuamos de frente, pero como ellos no
lo hicieron y habían llevado al país a una interminable guerra
civil, nuestras fuerzas tuvieron que usar otras tácticas ¿lo con-
formo?
La mirada de Ernesto no indicaba ni conformidad ni desa-
probación, sino una enorme duda.
— ¿Va a expulsar la duda que adivino?, si no, no puedo
seguir hablando. –determinó Agredas, al mismo tiempo que
Ernesto ya le expresaba con un ritus que dejaría su incerti-
dumbre de lado.
Entonces continuó, para él, la patria había sido amenazada
por fuerzas extrañas a su identidad, por eso debió librarse una
guerra que, como todas, lamentablemente fue sangrienta. El
enemigo, de igual o mayor crueldad con la que hoy señalan a
sus camaradas, asestaba en cada frente y él eligió el que con-
sideraba el principio de todo, la educación del soldado, antes
que nada, ciudadano del país. Fue así como recorrió, en carác-
ter de director o de asesor, los liceos militares de Infantería del
territorio. Decía que una justicia torpe e irreverente condenó
a los soldados que habían dedicado su vida y su destino para
salvar los pilares fundamentales del ser nacional.
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La obsesión incansable de Rodolfo Agredas, ligeramente
comprendida como resentimiento, así lo manifestaba, radica-
ba allí. Un sin número de militares cumplía cárcel y condena
y un número aun mayor de civiles, partícipes activos en todos
sus términos, gozaba no solo de la libertad sino del despliegue
en el manejo de sus tareas, generalmente empresariales. Te-
nían la posibilidad de emprender negocios y negociados con
los conductores del país que había vuelto a su estado de de-
recho, redundaba con un enojo de trinchera. Aclaraba, a la
vez, que no podían meterse en un solo saco las tres fuerzas de
la Nación. Aceptaba que dentro del mismo ejército histórica-
mente habían existido dos tendencias, pero que éstas final-
mente se conciliaban. Para él, el problema emanó de la que
llamaba la segunda fuerza. Ésa fue la que entró en connivencia
con una civilidad que contaminó la causa y, lo que es peor, con
los mismos enemigos.
Agredas se esmeraba en argumentar y probar estos dichos
y el asistente, en mover de manera continua su cabeza en se-
ñal afirmativa, con lo que consiguió la mirada complaciente
del anciano y su disposición para continuar el relato. Según
el coronel, aquellos civiles eran los mismos que antes habían
golpeado las puertas del ejército salvador, ellos o sus descen-
dientes junto con nuevos allegados, cuyo comportamiento fue
aprendido de los primeros mentores.
La conciencia de que estaba transitando el final de su exis-
tencia le imponía, más que el placer, el deber de escribir sus
memorias para difundir esa verdad absoluta y las pruebas irre-
futables del secreto en custodia que le había dejado uno de
sus camaradas superiores. Esa misma conciencia también le
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aseguraba que no alentaba ninguna clase de resentimientos,
menos aún la necesidad de venganza: sólo lo movía una ver-
dad que, sin considerar cada una de las responsabilidades, se
perpetuaría a medias en un relato falaz de la historia y, para
Agredas, una verdad a medias era sencillamente una mentira.
— Me interrumpo porque me preocupan sus gestos ¿le estoy
produciendo temor o solamente es mi propia sensación?	
Moreno tomó un papel y escribió una sola palabra mientras
movía la cabeza en señal de negativa: “Interés”
— Bueno, de igual modo, me parece que estoy comenzan-
do por el final… Soy el último hijo de ocho hermanos. Nací
en una población alejada de las capitales porque mi padre se
dedicaba a la hacienda. No le diría que tuve una infancia in-
feliz, recuerdo momentos de gran felicidad. Pero mientras yo
quería seguir con la tradición de la rama de mi madre, mis
hermanos atendían más al interés de la otra rama, la paterna,
por el campo y la hacienda. Yo quedaba medio afuera, vio, y
me amparaba en mi madre a la que, desgraciadamente, perdí
muy temprano, como mi hija a mi esposa. Imagínese, no tenía
quién me acompañe a jugar a los soldaditos ni después com-
partir las lecturas de los textos que conseguía en la enorme
biblioteca de mi abuelo, por entonces, General de Brigada. No
vaya a creer que solamente leía sobre estrategia marcial o sobre
el arte de la guerra, no… no. Fíjese que mis autores admirados
fueron Stendhal, Balzac, Flaubert… sé que con Stendhal me
comprenderá, pero estoy seguro de que lo asombrará la fas-
cinación que ejerció sobre mí “Madame Bovary” y quizás la
cercanía con las ilusiones y los devaneos que plantea “La piel
de zapa” de Balzac.
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Ciertamente, Ernesto Moreno se sentía turbado por un ex-
tremo asombro que no iba en el sentido pensado por Agredas.
Su sorpresa era advertir tantas coincidencias con ese hombre.
Al igual que al anciano, lo deleitaban los autores burgueses
del siglo XIX y no siempre podía expresarlo, también él, fue
un hijo “que quedaba afuera” y se amparaba en su madre para
preservarse, no ya de las diferencias con su padre, como el
coronel, sino de las burlas permanentes que le lanzaba por su
espíritu lector y reflexivo, negándose a continuar con los nego-
cios de la familia como lo hicieron sus hermanos. En la actua-
lidad, el asistente no solo era ignorado por sus familiares vivos
sino que, además, había perdido los derechos de una herencia
que tampoco se supo ganar. Esas coincidencias lo perturbaban
porque, según el coronel, su opción por la defensa de la patria
lo había hecho descuidar las alternativas de la hacienda y lo
único que le quedaba era esa imponente mansión materna,
único bien y único refugio, tal como a él.
— Está pensando mucho, Ernesto, es una verdadera pena
que no podamos conversar, pero, por favor, no se inquiete, ya
lograremos la manera de comunicarnos mejor.
El asistente volvió a tomar el papel y nuevamente estam-
pó una sola palabra encerrada entre dos signos de admiración
“¡Iguales!”.
— Y bueno, qué mejor… estamos asegurando nuestra em-
pática identificación… vamos a ver si estas coincidencias nos
llevaron a los dos por el mismo camino. Fíjese que el escribir
despertaba en mí, como se habrá dado cuenta, un supremo
interés, pero ahora agrego el entusiasmo de compartir con al-
guien iguales inclinaciones y predilecciones. ¿Sabe, Moreno?,
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usted me pone contento… Bueno, pero volvamos el río a su
cauce, no permita que me disperse. No porque me desagrade,
si no porque… no tengo tiempo.
Ernesto volvió a tomar el papel y escribió, ahora con más
extensión: “No se preocupe, dispérsese todo lo que quiera, le
vamos a ganar la partida al tiempo, al mío lo tiene todo a su
disposición. Si quiere, usted esboza rápidamente lo que desea
esclarecer y en mis horas de descanso, yo redacto.”
— No, no, no m’hijito, aunque lleguemos al máximo de
identificación, yo soy de los que piensa que continente y con-
tenido son inseparables, soldado ¿me entiende? Lo que tengo
que decir sólo yo sé cómo decirlo, así que usted, amiguito,
limítese a seguirme –expresó Agredas con simpatía y como
burlándose de su misma profesión.
El modo familiar y afable de Agredas provocó la primera
sonrisa de Ernesto y otra vez, quizás también la primera, asin-
tió convencido.
— A los 12 años, ingresé al colegio militar con el consenti-
miento a medias de mi padre y el beneplácito de mi madre: de
mi padre, porque aún queriendo que yo continuara con la vida
en la hacienda, aceptó por la tradición familiar de su esposa.
En cuanto a mi madre, a pesar del orgullo que le provocaba
mi decisión, nunca olvidaré cuando en la despedida me dijo al
oído que iba a perder a su único compinche.
Ernesto Moreno no pudo dejar de pensar en su propia ma-
dre que utilizaba, para con él, la misma palabra “compinche”
ante el desagrado de su padre, “… mi padre, pensó”.
— ¿Otra vez se me está yendo, hijo, o está profundizando
en lo que le digo? –preguntó el coronel recibiendo inmedia-
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tamente el gesto de Moreno que indicaba con dos dedos la
segunda opción- Bueno, lo cierto es que a mí me apasionó la
vida del cuartel. Es muy bueno el rigor, la presión enseña más
que la distensión, m’hijo. Nos disciplina, pero también nos
vuelve más creativos. ¿Usted observó una corrida de toros? ¿Se
dio cuenta de que el bovino se despabila de su pereza frente
a la posibilidad de ser hincado por una banderilla y recurre a
estrategias sorprendentes dada su condición pesada y estúpida,
no sólo para salvarse sino para vencer al que se le opone? ¡Y
cuántas veces lo vence!, no sé… no llevo la estadística, pero
hay varios toreros muertos.
Esta vez, Ernesto Moreno tomó los extremos del escritorio
con sus manos, frunció su seño y adelantó la cabeza achicando
sus ojos con un gesto de horror.
— ¿Qué le pasa? Al final es blandito, ¿eh?… fíjese que lo
pensé por sus hombros cuando lo vi, pero confieso que me in-
teresó su mirada inteligente. ¿Acaso estoy faltando a la verdad
con lo que digo? Será cruel, pero es verdad… de eso se trata,
señor Moreno, y me está defraudando porque me doy cuenta
de que usted no soporta una cruel verdad. ¿Prefiere que le siga
contando mi dulce historia de amor con la que fue mi mujer,
casualmente llamada Dulce?
El asistente trató de deshacerse de su gesto horrorizado,
pero instintivamente volvió a tomar el papel y escribió “Tengo
algún desacuerdo”.
— Usted no tiene porqué estar de acuerdo. Usted es un
simple empleado y como entenderá, para mí, un soldado raso.
Su función es solamente responder órdenes, como en cualquier
trabajo, ¿estoy diciendo algo disparatado o ausente de lógica?
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Moreno, un empleado tiene que ganar su derecho de piso, sea
o no con un coronel, hasta conseguir la entera confianza de su
empleador ¿no le parece? Después, ¿quién le dice?, el empleado
leal se lo gana a su empleador, el estúpido he sido yo. Pensar que
ya estaba entrando en la ilusión de considerarlo mi huésped.
Mire, yo no puedo escribir mis memorias con un extranjero,
sospecho que ningún evangelista hubiera podido dictarle la vida
de Jesús a un romano… “No hay contra el desleal seguro puerto
ni enemigo mejor que el encubierto”. Mire, Moreno, si se siente
incómodo estamos a tiempo de que se vaya… me apuré con el
pacto, fue un error estratégico… debo estar reblandecido por los
años y usted se está abusando de eso.
Ernesto tomó la notebook, cambió la fuente y buscó la gra-
fía más exagerada, luego, plasmó sobre la pantalla con rasgos
enormes: “Los dos estamos a tiempo, señor. Le ofrezco mis
sinceras disculpas por una insignificante diferencia.” Agredas
estampó sus manos sobre el escritorio con un golpe que las
enrojeció y se incorporó con tanta dificultad como furia.
— No estoy en condiciones de creerle. Retírese y haga lo
que quiera con mis confesiones.
El asistente que acababa de ser echado recurrió de nuevo
a la pantalla “No acostumbro a romper pactos. No me voy.
Soy su empleado, su soldado, tengo el deber de callar las dife-
rencias, pero ¿no puedo disentir a veces? No soy su enemigo y
menos desleal. ¿Verdaderamente cree que los hombres, como
los toros, sólo nos avispamos y liberamos nuestra creatividad
con violencia?”
— ¿De qué violencia me está hablando? Es usted irrespe-
tuoso ante las metáforas que utilizo.
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El letrero fue escueto en la pantalla “De la del toro, señor,
odio las corridas de toro.”
— Mire, tengo 40 años de diferencia y de experiencia para
que no me engañe, usted habló de los hombres, no de los to-
ros…
“De los dos, somos mamíferos, perdóneme, me falta su en-
trenamiento.”, volvió a escribir en la pantalla.
— Mire, Moreno, no llego a creerle en este momento. Lo
que pasa es que me envolvió, como siempre, el ideal del asis-
tente perfecto… como de la madre perfecta… como de la mu-
jer perfecta… como de la hija perfecta, mi idealismo me ha
intoxicado. ¡Quizás, usted sea mi enemigo, qué me importa
ya!, si mi objetivo es otro. La escriba mi amigo o mi enemigo,
mi verdad es una. Tiene razón, vuelva a sentarse y continue-
mos, total no hay mejor maestro que el enemigo. Es una lásti-
ma que un tercero haya escuchado nuestra discusión y no me
refiero a mi hermana… ¿usted también lo percibe? Parece que
siempre alguien nos está acompañando.
“Debe creerme, señor, cada minuto que pasa, lo siento me-
nos mi enemigo”, se expresó el mudo en la pantalla, sintiendo
también la presencia de un tercero que no podía precisar.
— Entonces, minutos, horas o ya días atrás, ¿usted se sintió
mi enemigo? –respondió azorado Agredas frente a esa palabra
crucial en su vida.
“La situación logró confundirme. Quise decir: cada vez
menos desconocido”, apareció en la pantalla.
— No tengo nada que perder y mucho la patria que ganar,
ya no puedo volver atrás, por ahora me da igual. Limítese a
escucharme y cuando yo se lo ordene a escribir. No diga ni
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escriba nada en esa infernal máquina y le ordeno que no ar-
ticule ningún otro gesto –manifestó Agredas convencido del
dominio de la situación y, al mismo tiempo, recordando las
palabras de su hija referidas al despojo del orgullo.
Ernesto recurrió nuevamente a la pantalla y consignó que
sería la última vez “No voy a volver a usar este medio. Usted
me contrató mudo y así será, pero ¿me concede la oportunidad
de hacerle una pregunta?”.
— No se la concedo, lo autorizo a formularla porque me
hace falta… pero recuerde que es la última vez.
El asistente volvió a la pantalla: “¿Es posible que siga ha-
blando de su infancia, de sus lecturas preferidas y de sus re-
cuerdos más gratos?
—Usted me desorienta. Claro que es posible ¡cómo no va
a ser posible para un viejo expresar sus recuerdos más gratos!,
aunque le advierto que en los relatos donde la vida me privi-
legió, se pueden filtrar otros que quizás, aún con mis años,
todavía no puedo dominar. Soy débil frente a ellos.
Ernesto Moreno tuvo la urgencia de volver a utilizar la
pantalla y expresarle a ese desconocido que las debilidades son,
a veces, las que más dignifican a un ser humano, lo vuelven
humilde y su manifestación lo sana, pero tenía vedado el me-
dio. Con los ojos amplios, le exteriorizó al coronel su expecta-
tiva de escuchar todo.
— Sí, sí, recuerdo mis momentos en soledad frente al río,
uno de los más anchos del planeta, él me ayudaba a pensar, a
decidir. Mi espíritu fluía con el ritmo del agua y los atarde-
ceres eran una fiesta de colores… sobre todo en los veranos
cuando volvía a casa y me enamoré. En su orilla, leía a Lugo-
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nes, a Rubén Darío, a Mallea… éste fue el que más ayudó a
mi pensamiento para descubrir la patria ¿a usted también le
agradan estos escritores? ¿Cuáles son sus otros preferidos? Ah,
me estoy desdiciendo, usted no debe responder.
El asistente asintió con levedad sin que pudiera descifrarse
en ese gesto el sentido de su respuesta.
— Escríbame en el papel qué poetas o autores, además, de
los que nos acercan, son sus preferidos –y notando la vacilación
de Moreno, continuó-, claro que soy yo el estúpido, lo asusté y
ahora no voy a conocer su verdad. ¡Qué tarde que aprendemos
esto, ninguna verdad se revela con la intimidación!... Mire,
Ernesto, borre nuestra escaramuza reciente, no hubo estoque y
menos “touché”, ensayamos un insulso floreteo, pero ni alcan-
zamos a cruzar nuestras espadas.
El asistente desprevenido tomó el papel y le reveló a través
de él sus autores preferidos: Borges, Sábato, García Márquez,
Julio Cortazar, Rulfo, Roa Basto, Carlos Fuentes, Vargas Llo-
sa, entre otros, y, también, Darío, Mallea y Lugones.
— ¡Hijo!, usted no se ha privado de nada… pero creo que
ha hecho una hermosa ensalada… no debiera asombrarme,
porque yo también leí esos bolches panfletarios junto con los
otros que reafirman mis altos ideales… Ha nombrado usted al
más grande y al más hipócrita… Supongo que sabrá a quién
aludo, porque toda su vida fue una bolsa de contradicciones.
Fíjese que Vargas Llosa se ha redimido, ahora acuerda y es un
defensor de la probidad… bueno, el muchacho cometió peca-
dos de juventud, pero su actual reconocimiento de la verdad y,
sobre todo su actuación pública, lo engrandecen.
Ernesto se acomodó en la silla y comprendiendo que al-
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guna mención había molestado a su jefe, se reprochó la falta
de tacto y su excesiva sinceridad, estiró sus brazos, esta vez en
círculos, tratando de expresar que leía de todo, sin puntuales
preferencias.
— Como yo: primero leí a aquellos que coincidían ple-
namente con mis principios y después, entendí que también
debía leer al enemigo ¿a usted, le pasó lo mismo?
Moreno asintió exagerando su consentimiento y luego, se
atrevió a mover las manos en pequeños círculos, como indi-
cándole que continuara su historia. Con los ojos le insinuó
que, para él, era más interesante que describir sus lecturas.
— En parte tiene razón, m’hijo, pero ¿hay algo que nos
modele más que nuestras lecturas? Para usted, mi vida puede
ser más interesante, pero ella ha sido construida por los deseos
de mi madre en coincidencia con lo que después elegí y, en
esa elección, tuvieron una buena parte los maestros, como el
camarada que le nombré hace instantes, tanto como el espíri-
tu de mis escritores preferidos. Muchos, como le dije, los fui
encontrando al azar en esta biblioteca de mi abuelo materno
y a otros, era mi madre misma la que me los leía. Ésa fue mi
niñez, en soledad con ella, mientras el resto de la familia ca-
balgaba los llanos. Mi madre es un regazo que, aunque no lo
crea, todavía extraño, únicamente reemplazado por el de mi
mujer a la que perdí tan pronto. Imagínese, he tenido pocos
lugares mullidos para el reposo del guerrero –dijo Agredas con
una semi sonrisa entre irónica y triste- A Dulce, la conocí jus-
tamente en esta casa de mis abuelos en una reunión social con
amistades que compartían la misma actividad, hacendados y
soldados. Ella tenía toda la apariencia de la frágil mujer que
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representa el eterno femenino, pero en su protección yo me
sentía cuidado y mucho más fuerte. Ya le dije, también, que
tuvimos una sola hija varios años después de habernos casado
y la niña deseada llegó, pero no contó con su madre en la edad
más necesitada… pobre hija mía.
Moreno lo miró con asombro, sin entender ese sentimiento
de lástima que Agredas manifestaba por su hija. Él se había
cruzado con una monja cuyo rostro y, sobre todo, su mirada
expresaban seguridad, firmeza y ciertamente alegría. Debe ha-
ber demostrado en sus expresiones faciales lo que estaba pen-
sando, porque Agredas lo arrancó pronto de sus reflexiones.
— Sí, entiendo que lo asombre la pena con la que nombro
a mi hija… por ahora, lo que puedo decirle es eso: la criatura
tuvo tres vidas, una con su madre, otra sin su madre –suspiró
y abrió los ojos moviendo su cabeza en señal de un recuerdo
molesto- y ésta que usted ve ahora, producto de una férrea
elección que no sé si ya existía en su primera infancia o fue
después de que…
“¿De qué?”, insinuó claramente con su mirada Moreno.
— Es una larga historia, más dolorosa que larga. ¿Le dije
algo ya sobre los años de juventud alocada de mi hija, su co-
queteo indiscriminado, su soberbia belleza, su impostura ca-
prichosa con hombres que verdaderamente la hubieran respe-
tado, hasta que se enamoró? Desgraciadamente, de un cama-
rada descarriado que, mientras le juraba amor eterno acá en el
centro del país, mantenía otra relación en el norte, cuya unión
había traído a este mundo dos hijos. Imagínese cuando Teresa
se enteró… ella había abandonado todas sus vanidades por ese
hombre… No sé si estos tramos de mi vida tienen algo que
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ver con lo que necesito decir en mis memorias, debe ser que lo
llevo como una carga de la que nunca pude deshacerme ni aún
en mis confesiones…
Ernesto veía cómo se iba crispando el rostro de Agredas,
al tiempo que apretaba sus puños como si hiciera fuerza, para
que aquello que no lograba decir, no fuera verdad. Instinti-
vamente estiró una mano hacia el anciano coronel y apretó
su brazo, pero Agredas lo retiró como si hubiera sufrido una
quemadura. Sin embargo, cuando abrió sus ojos que tenía tan
cerrados como los puños, delató sus lágrimas. Aunque lo tenía
prohibido, Ernesto volvió a tomar el papel y escribió “Confíe
en mí”. Estas palabras parecieron abrir una compuerta oxi-
dada por años de cerrazón, Agredas se quebró en un llanto
incontenible y habló como si estuviera a solas.
— No puedo borrar la imagen de mi hija corriendo por el
parque hasta la calle a ese hombre que huía de ella como de
una fiera… Completamente desnuda, con un frasco de per-
fume roto entre sus manos apuntando la espalda del que la
abandonaba. Yo, su padre, debí rescatarla del horror y la ver-
güenza… La tomé en brazos como cuando era una recién na-
cida… ¡Pero qué estoy diciendo frente a un desconocido en el
que todavía no termino de confiar! ¡Por favor, saque sus manos
de mi espalda! ¡Suélteme, le digo! ¿Qué le pasa? –gritó Agredas
cuando descubrió que Ernesto también lloraba- ¡Tanto puede
conmoverlo algo que le es ajeno! ¿Qué puede importarle a us-
ted, un ser desnudo y abandonado con el instinto irrefrenable
de agredir a quien más ama?
Ernesto soltó las espaldas del anciano, volvió a su silla y
con descontrol escribió sobre el papel “Su hija no es el único
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ser desnudo y abandonado que corrió por las calles con una
botella rota persiguiendo al traidor.”
— A veces, me parece usted inteligente y, a veces, tan estú-
pido –dijo Agredas recuperando su entereza y continuó- Quie-
re consolarme con la estupidez, de mal de muchos consuelo de
tontos, pero…
El asistente, también, recompuesto apretó el fibrón sobre
el papel e inscribió en él, como una confesión y, al mismo
tiempo, como un pacto identitario “Sufrí lo mismo y corrí
desnudo con una botella rota a una traidora.” Con paso di-
ficultoso, esta vez, fue el coronel el que se acercó y apretó las
espaldas de su asistente, con la diferencia de que no fue recha-
zado, los hombros de Ernesto se encargaron de corresponder
ese abrazo. Luego, volvió a su sillón y un silencio espeso lleno
de sonidos no pronunciados bajó sobre ellos y colmó hasta el
último rincón del espacio. Simultáneamente, el coronel desvió
la mirada hacia la máscara demoníaca y allí la fijó y Ernesto
bajó la suya y la clavó en la espejada madera del piso. Ninguno
parecía reparar en el otro, sin embargo, sentían la mutua pre-
sencia como una irremplazable compañía. Ambos reconocían
un alivio liberador en sus, antes, angostados pechos. Expe-
riencia que no podían explicarse y que ciertamente los per-
turbaba: dos desconocidos que recién empezaban a medirse, a
estudiarse y hasta a desconfiarse, se veían unidos en el dolor y
liberados de él, por el otro. Sin abandonar esta rara mezcla de
sentimientos y sensaciones, la voz de Agredas rasgó el silencio.
— No puedo discernir si es un día ganado o perdido. Este
momento que nos asemeja, aún cuando voy teniendo cada vez
más claras nuestras diferencias, no puede cambiar mi vida, sí
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quizás, mis días, pero, tal vez, usted no sea el mismo después
de este día.
Ernesto Moreno miró su reloj y recién ahí advirtió el paso
apresurado del tiempo. Seguramente era un día perdido para
el fin por el que Agredas lo convocó, pero le devolvió al coro-
nel la franca y hasta agradecida mirada que señalaba su acuer-
do. El primero en apartar los ojos fue el anciano que, otra vez,
los sumergió en sus enmarañados recuerdos o en sus reflexivos
pensamientos. Con el timón de su mirada, el asistente le indi-
có al viejo que virara el sentido al que estaba conduciendo la
embarcación de su mente y entonces, Agreda le respondió con
el tono sentencioso de quien por fin halla una nueva certeza.
— Si dos enemigos pudieran saltar la trinchera que los se-
para, como lo hemos hecho usted y yo, para confesarse un
idéntico dolor personal, dejarían de serlo.
Ernesto Moreno, antes de retirarse, escribió: “Acá no hay
enemigos ni trincheras. Mañana a las siete estaremos aquí mi
valija y yo”.
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Durante I. El escritor y su curiosa asistente.
La noche anterior, el frío intenso y entumecedor lo obligó
a Damián a terminar una botella de ginebra. Su cabeza yacía
como un puercoespín en el desparejo terreno del escritorio.
Dormía acompañándose con los estruendosos ronquidos de
la borrachera. Entre sueños, creyó escuchar los tres timbres
con los que se identificaba Alma. El primer rayo de sol fue un
cuchillo para sus ojos. Arrastrándose llegó hasta la puerta. Sí,
era ella, extrañamente vestidita de amarillo. Amador no habló,
rebuznó.
— Ya estás otra vez acá, recién amanece. ¿No vas a dejarme
alguna vez dormir tranquilo?... ¿Y qué hacés toda de amari-
llo?... tu ropa me molesta tanto como el sol, ché. Toda la vida
de blanco y ahora qué me querés decir de amarillo ¿que me
despreciás?, ¿que estoy loco? Si de algo estoy seguro es de que
no vas a dejar de joderme nunca, pajarito carpintero, pero yo
no soy un tronco… ¡Y para completarla te venís acompañada
con alguien que no conozco!
— ¡Será de Dios, otra vez borracho y sucio!... ¿Hasta cuán-
do cree que lo voy a asistir en estas condiciones? ¡Ufff… no me
haga decir dos veces que se vaya a bañar! ¡Venga despejado o
lo dejo solo!
— Ni me lo nombrés a ése de arriba y me importa un pito
que me dejés solo… ya no aguanto tu machaque.
— Despídame si puede, usted se liberaría de su conciencia
y yo de un viejo borracho y desquiciado.
— Viejo tu calzón, tarada… ¿también es amarillo? Debe
estar amarillo de usarlo tanto, frígida.
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— Cada día más irrespetuoso, se da el lujo de ejercer vio-
lencia de género hasta con su conciencia ¿qué haría sin mí?
Pero voy a tragarme esta otra, porque sin mí, ya se hubiera
suicidado. ¡Se va inmediatamente a bañar y yo voy a leer lo que
escribimos! ¡Tengo tanto para decir porque ayer no me dejó
abrir la boca... como siempre aplastándome, bah, queriéndo-
me aplastar, porque usted sabe que eso es imposible, pero hoy
me toca a mí!
Damián estuvo media hora bajo la ducha y volvió limpito y
peinadito como un chico que va a ir a la escuela.
— ¡Yo no sé cómo logra acallarme y volverme un autómata
cuando me está dictando! ¡Todo esto es un asco! ¡Tómese su
café negro, siéntese ahí y escúcheme!... ¡¿Qué es esta piedad
por Agredas?! Ya lo está presentando como un enfermo para
que le tengamos lástima. ¿Usted le tiene lástima a un perso-
naje que rechaza? Además, no alcanzo a discernir si es piedad
o compasión. Si es piedad, está cayendo en contradicciones
porque ella establece distancia con el otro, en cambio la com-
pasión es el reconocimiento del dolor del otro como el de uno
mismo. La pena siempre produce una reacción angustiada y
para disipar el dolor del otro hay que responder sin pena. ¿Qué
es lo que siente, al final, por este hombre?
— Uff… no puedo creer que seas tan ignorante, con los años
que llevás pegada a mí. No sé si es piedad, compasión o nada, dejá
de citar tanto a Buda, no me hagás más citas. Además, recordá
que para los pueblos primitivos, el enemigo era considerado un
enfermo. En este caso, la enfermedad de Agredas, es una necesi-
dad narrativa… lo quiero adentro, imposibilitado –dijo Damián,
levantando sus cejas y despejando su hermoso e inteligente rostro.
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— Sí, sí… con el cuento de la necesidad narrativa, usted
me hace tragar todos los sapos de sus intenciones ocultas.
— ¡Dejame de joder, decime algo nuevo! ¡No te adelantés
a mis intenciones! ¿Quién sos vos para anticiparte a mi cons-
trucción literaria?
— Ohh… ¿quién soy yo?, ya se lo dije: su conciencia.
— ¡Mirá, ché, yo no creo tener una conciencia tan sober-
bia, desafiante y descarada! Yo me llevo muy bien con ella…
estoy muy tranquilo.
— ¡Sí, sí… tan tranquilo como el equilibrista del circo que
camina por la soga!
— Exactamente, elegiste la metáfora perfecta en tu contra,
porque ¿qué haría el caminante de la cuerda si no estuviera
tranquilo?: se caería de culo y sería un papelón.
— ¡Ja, ja… qué risa!... sabe las veces que se cayó de ahí y
quedó boqueando en el suelo. Bueno, pero no lo peleo más,
simplemente sométase a mi interrogatorio. ¿Quién es Aída?
¿Una de las tantas viejas ricachonas dueña de grandes empo-
rios?...
— No ves que no te das cuenta de nada, no le alcanzan los
tejos para serlo.
— Y si le faltan, ¿cómo mantienen esa mansión?
— Sos cortita, ché, tengan o no tengan, ésos defienden con
uñas y dientes lo único que les va quedando… ¿o no conocés
los casos de los venidos a menos que no se pueden meter la al-
curnia en el culo y son capaces de iluminarse con velas porque
no pueden pagar la luz?
— Bueno, ya se va al otro extremo, tampoco es así en este
caso. El viejo cobrará su abultado retiro y la vieja una buena
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pensión, además, deben tener escondidito tanto oro, todas las
joyas de la abuela.
— Y bueno, entonces, para qué me rompés con bolude-
ces… el borracho soy yo, no vos… no me empastés el cerebro
con pavadas.
— Está bien, entonces ¿qué significa que este viejo desgra-
ciado sea tan amoroso y confiado con la servidumbre?
— ¿Y vos, qué creés?, ¿no me digas que creés que estos tipos
andan con un trabuco de entrecasa?, ¿o no sabés que ellos en
su madriguera están seguros y lo tienen todo controlado? ¿Lo
creés incapaz de algún sentimiento?... yo no… no lo veo como
un psicópata ni un cínico, además, ya que empezaste a embro-
mar con la filosofía oriental te voy a recordar un principio de
las creencias hindúes, me parece que de Gandhi… “Quiero
ser justo y ganamos justicia más rápidamente, si le hacemos
justicia a la parte contraria”.
Alma expresó movimientos de incomodidad, comenzó a
acomodarse con nerviosismo sus ropas amarillas y buscó con
tesón por dónde atacar a Damián.
— ¿Y Teodora, quién es? ¿La loquita que juega al teatro po-
bre cuando tiene las cuatro comidas aseguradas? ¡Está copián-
dose de lo real! Pero,¿de dónde salió esta chica, de un zapallo?
¿Cómo puede salvarse tanto de su crianza?
— Lo real es mi materia prima, pibita, –dijo impaciente e iró-
nico Amador- como la piedra de un escultor. Por otra parte, Teo-
dora es tan diferente por reacción, tonta, es así, la piba se rebeló.
— Puede ser, pero ¡cuántos lugares comunes!: la rebelde se
va a vivir a un desván, ay, no puede ser más original –y mien-
tras volvía a lo que estaba leyendo, Alma exclamó- ¡Y un mudo
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como asistente!: es una pavada, ¿supone que va a cerrar la boca
por ser mudo? ¡Tiene las manos para delatar al viejo!
— Yo no sé si sos o te hacés, me copó la metáfora, porque
completa la fantasía del coronel que el asistente sea mudo.
— ¿Y también completa la fantasía del coronel su confianza
en que el muchacho le va a decir la verdad? ¡Qué ingenuo lo
pinta al enemigo!
— ¿Quién te dijo a vos que Moreno y el coronel son ene-
migos?
— Ese ridículo mensaje que usted se está empeñando en dar.
Damián carraspeó y suspirando buscó su próxima respuesta.
— Lo está probando, lo está estudiando, lo está relojeando,
¿entendés?
— Uhh, sí, pero que rápido encuentran gustos comunes,
los dos se mueren por el bife de chorizo… ¿Y de dónde conoce
la mucama a Moreno?
— ¿No lo acabás de leer?, no lo recuerda.
— ¿Y para qué lo pone?
— Para intrigar al lector –respondió cansado, Damián.
— Ajá, está bien, pero vayamos acá… ¿Por qué es tan com-
pasivo con el coronel y con la mucama es la inquisición? Tor-
quemada es un poroto ¡¿qué le pasa con nuestro pueblo?! ¿Lo
desprecia como el viejo? La pone a Irma como oportunista,
grosera, guaranga, dejada, sucia, hipócrita, desdoblada, obse-
cuente y a sus hijos como vagos… no sé ¿a dónde quiere llegar
al final? ¿De qué lado está?
— De ninguno, ché, o ya no te acordás de que ésa es la
intención. No estoy despreciando al pueblo, el pueblo se des-
precia a sí mismo.
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El enemigo

  • 1. El enemigo 1 Prueba.indd 1 25/10/2013 15:26:41
  • 2. El enemigo 1 Prueba.indd 2 25/10/2013 15:26:41
  • 3. El enemigo Buenos Aires 2013 El enemigo 1 Prueba.indd 3 25/10/2013 15:26:42
  • 4. El enemigo 1 Prueba.indd 4 25/10/2013 15:26:42
  • 5. Carmen Úbeda El enemigo El enemigo 1 Prueba.indd 5 25/10/2013 15:26:42
  • 6. © 2013 Ubeda, Carmen Reservados los derechos Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 ISBN: Impreso en Argentina De Los Cuatro Vientos Editorial Venezuela 726 (1095) - Ciudad Autónoma de Buenos Aires Tel/fax: (054-11)-4331-4542 info@deloscuatrovientos.com.ar www.deloscuatrovientos.com.ar Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor. El enemigo 1 Prueba.indd 6 25/10/2013 15:26:42
  • 7. “Hay que escribir el odio sobre el hielo y esperar a que salga el sol.” Gabriel García Márquez El enemigo 1 Prueba.indd 7 25/10/2013 15:26:42
  • 8. El enemigo 1 Prueba.indd 8 25/10/2013 15:26:42
  • 9. Agradecimiento a Mariela Gaspoz El enemigo 1 Prueba.indd 9 25/10/2013 15:26:42
  • 10. El enemigo 1 Prueba.indd 10 25/10/2013 15:26:42
  • 11. A Arturo Úbeda, mi padre y a Marta Rodríguez, mi hermana del alma, que para mí entendieron, como nadie, la oscuridad de la palabra enemigo y seguirán aclarándola. El enemigo 1 Prueba.indd 11 25/10/2013 15:26:42
  • 12. El enemigo 1 Prueba.indd 12 25/10/2013 15:26:42
  • 13. 13 Antes del libro. El escritor y su crítica asistente. — ¿Qué hace con la puerta sin llave? ¿¡Estuvo toda la noche así o para usted también la inseguridad es una sensación!?..., lo podrían haber eviscerado como hacía Jack con las prostitutas. Y con esa novela que está pensando ¿usted se me está prostitu- yendo como esos autores consagrados que escriben lo que les manda su editor?... y si nadie le ordena nada. Cierre con llave, mire si le arrancaban las vísceras ¿qué parte de tripita hubiera dejado para mí, no me merezco ninguna? Pero acá algo pasó. ¡Qué mugre, qué desorden! ¿Estuvo revoleando los libros o le gustan como alfombra? ¿No me va a contestar? Lo que faltaba: ahora se agarra a las trompadas con los libros… ¿se vio la cabe- za?... parece la veleta de los cuatro vientos, tiene un pelo para cada punto cardinal y la nariz como una frutilla fermentada. ¿Usted estuvo tomando?, ya mismo se va a dar una ducha y se abriga ehh… busque unas medias sanas, porque parece que al dedo gordo siempre lo tiene que estar ventilando. Quizás el agua le limpie las ideas que se le deben estar pudriendo, como el olor que viene de la cocina. Yo le acomodo los soldados de papel en los cuarteles de la biblioteca, ya les hizo demasiado daño. — Bueno, pibita, ponele fin a tu perorata y, por favor, de aquí en adelante no me hablés más de soldados y de cuarteles. Yo sé lo que hago y vos también sabés que los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los roedores, el tiempo y su propio contenido ¿o no te acordás de Valery? ¿Qué querés?, ¡si se me pusieron todos en contra! — Y cómo no se le van a poner en contra si sigue delirando El enemigo 1 Prueba.indd 13 25/10/2013 15:26:42
  • 14. 14 con hipótesis imposibles. Me pregunto quién le quemó el ce- rebro, si no lee libros de caballería. Deje de hacerse el Quijote y váyase a bañar. — ¿Me mandás a bañar o a la mierda, ché?... Sos tan fría, tan cruel, no se te ocurrió preguntarme qué me pasó durante las mil horas que llevo sin dormir. Noo…, vos me metés la es- pada en el costado y me mojás la boca con vinagre. Ni siquiera le hacés honor a tu nombre, ché. — Ah…, ahora se me volvió evangélico y con cuál de los cuatro estuvo, creo que con Mateo. ¡A vinagre es el olor que me entra por la nariz! ¿Qué le pasa, estaba jugando al catador? No queda una gota en las botellas, mírese la panza… si qui- siera ofenderlo le diría que está hinchado como un sapo, pero me doy cuenta de que usó su aparato digestivo para añejar los licores. ¿¡Se va a ir a bañar de una vez!? — Sí, me voy a ir a bañar porque se me antoja, no porque vos me estés mandando, invasora, engreída… y me voy a per- fumar para tu exigente naricita de nena bien. Alma, con una sonrisa entre pícara y piadosa, lo empujó con extremada ternura hacia el baño y se dispuso a alinear la maraña de un desbarajuste que desdibujaba completamente el espacio: papeles abollados, libros abiertos y descocidos, co- pas volcadas sobre cuadernos, cenizas de cigarro sobre mesas y sillones, una sartén con huevo pegado estampada sobre un estante. Mientras lo hacía y escuchaba el sonido ininterrum- pido de la ducha, cavilaba sobre cada idea que este hombre, Damián Amador, le había lanzado durante meses con una conjetura tan descabellada como admirable. También se decía que tenía el deber de ayudarlo a acomodar esa hojarasca otoñal El enemigo 1 Prueba.indd 14 25/10/2013 15:26:42
  • 15. 15 de sus paradojales ilusiones. La unía a él años de complicidad literaria, pero, justamente, debía preservar su prestigio ganado como un original aunque sensato escritor. En este caso par- ticular, a ella misma, no la asistía una claridad que pudiera convencerlo. El amor filial por ese hombre le impedía contra- decirlo en, tal vez, uno de sus últimos escritos, pero también la obligaba a protegerlo de ese delirio mayúsculo y contradic- torio que se había propuesto. Mientras, seguía observando cómo había despedazado esos libros que tanto amaba, algunos incunables y únicos, otros, de sus autores preferidos. Los más destrozados, prácticamente irrecuperables, eran los de historia, la universal y la de cada na- ción. Trató de recomponer las hojas más destruidas y se encon- tró con un sin número de contenidos coincidentes: un Lavalle arrepentido frente al asesinato de Dorrego, previa justificación de “Era él o yo”. Tachadas con fibrón negro las líneas donde Salvador del Carril le aconsejaba que no perdiera la primera oportunidad de cortar la cabeza de la hidra y resaltadas aque- llas donde Dorrego pide a sus amigos que no lo desagravien y a su mujer, que eduque a sus hijas. Un Urquiza compadecido por la situación de Rosas, que le enviaba al exilio dineros para su sustento y que expresaba frente a su carta respondida “Ano- che conocí a Rosas”. Un Sarmiento que, al mismo tiempo que los odiaba, no podía ocultar la admiración que le provocaban Peñaloza y Quiroga. Un viejo Saavedra ofuscado y dolido por el aberrante fusilamiento de Liniers, admirado por sus tropas y héroe de la Reconquista. También aquí, marcado en fibrón rojo, una oración referida al apoyo enfervorizado del comer- ciante Martín de Alzaga para que el único virrey elegido por El enemigo 1 Prueba.indd 15 25/10/2013 15:26:42
  • 16. 16 el pueblo fuera asesinado en el Monte de los Papagayos. Y otras páginas erráticas sobre Roma, la traición y el brutal asesinato de César por parte de su hijo; un nieto mitológico que trata deno- dadamente de contradecir al destino, pero termina matando a su propio abuelo como Perseo y Criseo; una siniestra y bella Ju- dit que solicita la cabeza de su enemigo en bandeja y pasajes de David y Goliat y Ulises y el Cíclope y tanta páginas de historia mezcladas con leyendas y mitos de sentidos contrapuestos. Pero, de pronto, abandonó su tarea restauradora, porque descubrió en uno de los rincones de los dos escritorios, tres hileras de libros apilados con extrema prolijidad que, evidentemente, se habían salvado de la furia del escritor. Los Evangelios, muchas historias de Santos, el Zohar, algunos de Gandhi, Kant, Leibniz, Moro, las obras completas de Santa Teresa, entre otros numerosos de ese tenor, todos marcados delicadamente en lugares claves. No podía dar crédito a esas pilas de salvación a las que Damián parecía haber bendecido. Siempre se manifestó agnóstico, ateo, incrédulo, materialista… ¿qué significaba esta selección cuidada y amorosa en un existencialista sartreano? Alma se dijo con te- mor que Damián debió haber caído en una locura mística, pero en ese instante la rodeó como un halo el perfume a rosas del re- cién bañado. Dio vuelta sobre sus talones y allí lo vio despejado, impecable, como vestido para una fiesta. — ¿Adónde va, cuántas vuelta de lavarropas se dio? Está más limpio que las medias de esa publicidad donde hacen la prueba de la blancura –y señalando las pilas que la asombra- ban, le dijo- Ya sé adónde va, se va a la locura y me quiere llevar a mí, por suerte soy implacable, estoy sanita, no se me escapa un pelo y lo vigilo constantemente. El enemigo 1 Prueba.indd 16 25/10/2013 15:26:42
  • 17. 17 — Vos me conocés como nadie, Alma, parece que hubiéra- mos crecido juntos y sabés que siempre estuve loco. — Sí, pero me asusta esta locura diferente, me quedo con el loco normal. — Mirá que decís estupideces, ché, así que ahora hay locos normales y locos anormales, dejate de joder. — Me cambiaron de loco. Es que no entiendo lo que está buscando. Llevamos meses hablando de este tema, leyendo, investigando, discutiendo y ya le dije que la historia que se propone es impracticable, es imposible. — ¿Y desde cuándo las novelas tienen que ser practicables, posibles, reales, viables…? — Ya sé que no, pero usted se está planteando una novela de tesis y por lo menos tiene que ser verosímil… el antagonis- mo es condición de la historia, me parece que algunos de estos santos con los que estuvo anoche lo están haciendo olvidar de Derridà, ¡por qué no se deja de embromar y escribe un ensayo! — ¡Pero la puta madre! — ¿De quién, de Derrida?... porque no creo que se meta con las mamitas de los santos, ahora que se me ha vuelto místico. — ¡Mirá, la puta madre que los parió a todos!... vos llevás la cuenta de los ensayos que escribí y sabés que ese reventado género solamente le empasta la cabeza de ideas a la gente y yo no quiero tener más ideas… quiero sen-tir con el bobo… — Ah, bue…, ahora no quiere tener más ideas y cae en el lugar común, medieval y oscurantista de querer sentir con el bobo cuando es un fanático de la neurociencia. En estos meses de conversación, de los que ya me estoy casando, lo único que El enemigo 1 Prueba.indd 17 25/10/2013 15:26:42
  • 18. 18 escuché fueron ideas. Está empecinado en una novela de ideas y no quiere tener ideas. — Está visto que no me entendés, ché, mirame bien ¿cómo puede ser que después de tanto tiempo no comprendas lo que quiero?… a esta altura, vos ya deberías tirarme una cuerda para que yo mismo me de cuenta de lo que estoy buscando. — Ay Amador, si fuera realmente mala como se lo está mere- ciendo, le tiraría una cuerda para que se cuelgue del ventilador… ya me cansó, yo necesitaría unas vacaciones y en el Caribe con cielos y aguas transparentes, porque no aguanto esta oscuridad. — Ahh… querés vacaciones en el Mar de las Antillas… ¿qué te agarro, un ataquecito burgués? Claro, pero con retraso, ché, porque se acabó el “todo por dos pesos”. Vos querés un es- cape y te hacés la valiente. ¿Qué pasa con la dulce Almita que hace años se presenta vestidita de blanco (algo que no puedo explicarme), puntual, sin exigencias tilingas? Pero vas a tener esas vacaciones. Prendete del globo terráqueo, el de mi viejo, y poné el dedo a donde quieras ir. No a-ho-ra, ahora no te vas ni a la esquina, hasta que yo no termine esta novela. — ¿De qué novela me habla? si tiene un matete, no sabe para donde disparar. A veces me parece un guanaco que es- cupe, escupe, escupe, otras, un ñandú que esconde la cabeza en la tierra y, porque no soy mala, no le digo una rata que se escurre por los albañales, no, no mejor un topo que se guarda en la cuevita a su medida. — Así que no sos mala, sos maligna que es peor. Las malas son fácilmente reconocibles, las malignas se esconden y tiran. Por eso te vestís siempre de blanco, para que no se noten las puntas negras que me metés acá en el alma. El enemigo 1 Prueba.indd 18 25/10/2013 15:26:42
  • 19. 19 — Ah, bue… -expresó Alma soltando una soberana carca- jada- , ahora el viejo ateo, existencialista, hereje, darwinista, infiel, tiene alma. — No vuelvas a pronunciar ni siquiera a insinuar esa palabra. — No dije una sola, ¿cuál es precisamente la que no quiere que insinúe? — No te la voy a decir. Te tenés que dar cuenta. Es una por la que el hombre, ah no, no… el hombre y la mujer, la humanidad, ché, vos me entendés, se mató durante milenios. — Otra vez, otra vez con la obsesión de todos los tipos que se mataron, ya me está haciendo poner ordinaria a mí tam- bién. Mire, yo no me puedo contagiar de usted, pero me viene a la boca decirle qué mierda hacemos con los que se mataron durante pilas de milenios. — Ah… mirá la modosita, por fin aprendiste a decir mier- da con erre, como decía el Negro Fontanarrosa. Viste que me tengo que poner en loco anormal para que vos seas un poquito más genuina y además, ché, el primer humano que insultó a su enemigo, en vez de tirarle una piedra, fue el fundador de la civilización, ahora sos vos la que se olvida de Freud. — ¡Pero la puta madre!... — ¿La madre de Freud? — Y sí, me parece que sí, porque total para la civilización que tenemos… Insultos hay, a granel, y es cierto que hay me- nos piedras, hay misiles. — Sos cortita, ché, ¿no te das cuenta de que se está vinien- do otra civilización? — Ahh… ufa, ¡otra civilización ahora, está clarito como las aguas del Riachuelo! ¿Adónde está la otra civilización que se El enemigo 1 Prueba.indd 19 25/10/2013 15:26:42
  • 20. 20 está viniendo: en los nenitos reducidos a servidumbre del Con- go, en nuestros pobrecitos desnutridos de América, en la trata de personas, en la descarada corrupción, en el lujo temerario de los ricos, en el odio que día a día nos demostramos unos a otros, adónde se está viniendo otra civilización, Amador? — Si quisiera, podría continuar yo esa lista multiplicada, pero, justamente, cuando se está viniendo otra civilización, la que se muere da más asco que nunca. Pensá en la historia, no en toda, por lo menos quedate con la caída del Imperio Romano… — Ahora me hace ir a la historia, cuando en esa peregri- na tesis que está empacado en demostrar, la ignora. ¡No me confunda más! Lo único que sé es que usted está como una brújula rota. Pongámonos serios, ya pasó el recreo, no quie- ro que escriba un novelón sentimental, lo estoy cuidando, no puede borrar su enorme prestigio… y se lo voy a decir a su manera, con una boludez: una trivial novela de un viejo re- blandecido… que ahora se le dio por la paz, indigestado de un optimismo ligero basado en ridículos deseos y personajes esteriotipados con los que nadie se podría identificar. Usted nunca usó tipos ni estereotipos… tanto que me decía que los personajes se le presentaban enteritos con todas las contradic- ciones humanas… Usted siempre trabajó con caracteres, no con alegorías. — Ya te fuiste a la mierda, ché. Así que Thomas More ¿es- cribió las boludeces de un cerebro reblandecido?... por eso el mundo lo sigue citando y encomiándolo. — Ay Damián, el mundo sigue citando y encomiando lo que en la puta vida va a practicar. El enemigo 1 Prueba.indd 20 25/10/2013 15:26:42
  • 21. 21 — Pero, ché, después de tantos años decís puta, mierda, ¿qué te pasó? ¿Te estás poniendo rebelde y guaranga?…acá el único puteador soy yo. Aparte, sos un manojo de contra- dicciones, como vas, venís. ¡Mirá la mosquita muerta que se dedicaba a teclear y a escucharme con una devoción que no merezco! Toda vestidita de blanco, sigo sin entender… ¿vos jugás a la maestrita, a la enfermerita o sos un ánima bendita y, ahora, también, maldita? — Y, lo que pasa es que estoy necesitando vacaciones, Da- mián. Además, creo que hace varios años que me quedo quie- tita y no me meto contra su voluntad, pero, ahora lo hago porque le cuido su prestigio… — Dejame de romper con el prestigio… yo no quiero ser adulado, quiero servir para algo, ché. — ¿Y le parece que no sirvió para algo? ¡Cuántas cabezas abrió! Varias generaciones del XX abrevaron en sus aguas tan turbulentas como trasparentes… Usó la ficción, pero no des- atendió la historia. No vendió espejitos de colores. Entregó espejos donde este continente podía mirarse ¿qué hace ahora rasgando las hojas de los libros y creyéndose que puede anular la historia? — Espejos donde mirarse… ¿Fieles o distorsionados como los de los laberintos de esos parques siniestros, malignamente llamados de diversión? — Bueno, usted está como el cangrejo, camina para atrás y se está desprendiendo de la roca sin darse cuenta. — Yo creí que me entendías –dijo el escritor soltando una leve lágrima- ¿Vos podés asegurar que ésta no sea mi última novela? Y fijate, que quiero aprovecharme de mi prestigio para El enemigo 1 Prueba.indd 21 25/10/2013 15:26:42
  • 22. 22 mandar un mensaje que enarbole el bien, no sé si la verdad… el bien es anterior a la verdad. — No me llore que me anula. ¿Mensaje? Todos los años que estuve con usted me dijo que le repugnaba la palabra men- saje relacionada con una obra de arte literaria. ¿Cuántas veces me repitió que ésos eran productos de panfletos estalinistas o burgueses?... y ahora quiere que tenga un mensaje… Y en cuanto a que es lo último que va a escribir, ¿dónde tiene la fecha de vencimiento?... no le vi las rayitas ni el impreso, a lo mejor lo tiene allá, en ese lugar donde yo nunca llegué… ¿mire si, cuando usted me da las vacaciones en el Caribe, me mastica un tiburón?, deje de hablar pavadas… o de hacerse el Mesías. ¿No puede encontrar el justo medio?: ni mensaje ni horas se- ñaladas… ¿por qué no empezamos a escribir y se deja llevar sin prejuicios? o no sabe que los escrúpulos excesivos pueden convertirse en tormentos y alejarnos... no sé cómo decírselo, ahora que está metido con los santos…, alejarnos de Dios o si quiere del bien o si quiere de la verdad o si quiere de ese forza- do mensaje que busca dar. — No es que me hayas convencido, pibita, pero no me que- da otra, para corregir, hay tiempo. Yo también estoy podrido de mis escrúpulos y tenés razón, hasta los santones afirman que exagerados son un tormento inútil. — Corregir, corregir, lance lo que tenga como un vómito así se desintoxica de una vez de eso que le angosta el pecho y le taladra el cerebro. — Bueno, si no querés que corrija y corrija, tendríamos que prefigurarla más a la novela antes de empezar a escribir. Primero, no quiero situarla en este país. El enemigo 1 Prueba.indd 22 25/10/2013 15:26:42
  • 23. 23 — ¿Le ganó el miedo? De todos modos, tiene que buscar la verosimilitud. ¿Tiene miedo a errar en una situación que con- tradiga las ocurrencias permanentes de la historia, la terrenal, o quiere escribir la celestial? — No le tengo miedo a nada, ché, y menos a los historia- dores…esto de tener que explicártelo todo, claro que me hin- cha como un sapo. Quiero buscar un lugar imaginario porque es un dilema que abarca todo el continente y el planeta, pero por ahora me interesa el continente… Yo la ubicaría en la Re- pública de “Auka” y en su gran capital “Caiñe” o en la ciudad de “Chiqni”, pero también podría ser en el país de “Yanasa” y en la ciudad de “Khuyai” y si no en el país de “Py’aró”. — ¡Uy!… -expresó Alma frunciendo el ceño y tomándose la cabeza con las manos-, al final qué es lo que quiere, escribir un cuentito mitológico, la leyenda de Ipacaraí o una novela de tesis y ni para la leyendita se pone de acuerdo. Me está usando el que- chua, el tehuelche, el guaraní… primero me dice el país del ene- migo y la capital del odio, después se cruza de vereda y nombra al país del amigo y la ciudad del amor y después el país del desprecio. Cuanto más demore en comenzar a escribir, más contradictorio se va a poner, más confuso, más enrevesado, más débil. — Tus más están demás, yo estoy así… de qué otra manera podría con una trama desgarradora como ésta. Y sin duda, el pensamiento débil de Gianni Vattimo es casi el único que puede asistirme para afirmar mi tesis. — Pero yo sigo pensando que fuerza una situación de la que no está convencido, quédese con el relato sencillo y con los personajes de los que ya hablamos y deje que ellos nos vayan conduciendo. El enemigo 1 Prueba.indd 23 25/10/2013 15:26:42
  • 24. 24 —A vos nadie te tiene que conducir, solamente yo. Prendé esa puta máquina por la que mueren tantos inocentes y empe- cemos. Dale, vamos a pasar el Rubicón. — Ay… ahora el Rubicón del César ¿se da cuenta de que no puede librarse del lenguaje bélico? — Es una metáfora del riesgo, pibita. Estoy decidido a avanzar hacia el mundo de lo incierto y sé que puedo perder. — Perder, ganar, sigue con las mismas palabras que quiere enterrar. No va a dar el brazo a torcer… A mí me parece que más que el Rubicón, me está pidiendo que crucemos el Mar Rojo, porque usted está buscando, con mucha estupidez, un milagro. — Acá el único que cruza lo que puta sea soy yo, si es in- teligente o estúpido, lo decido yo. Te quiero callada como una muerta…, pero mové los dedos sobre esas teclas que derra- man sangre… la sangre de ese ejército de niños sin armas que condenan a manipular el maldito mineral, el coltán, para que nosotros, los privilegiados, vivamos en “ciudades inteligentes”. — No me recuerde eso y si no, volvamos a los estenógrafos o pídame que escriba en un cuaderno- manifestó compungida Alma, pero continuó con la urgencia del momento- Me pide que anule mi cabeza y que mueva los dedos. ¿Así que yo aho- ra no soy el alma de nada? Me tuvo toda la vida como bola sin manija y Alma, presente, me pregunta, me pide, me llena de palabras piojosas, me usa cuando quiere y me tira cuando quiere. Está bien, pero yo ahora no empiezo, no es el momen- to. Me voy y no se le ocurra preguntarme cuándo vuelvo. — Está bien, pibita, te ofendí, me parece que esta vez te enojaste… No vas a abandonarme ahora… El enemigo 1 Prueba.indd 24 25/10/2013 15:26:42
  • 25. 25 — Ojo eh…, no le voy a sacar la daga del pecho, porque estoy harta de sus contradicciones. Mire que el amigo ofendi- do es el más encarnizado enemigo. ¡Pal’ Caribe me voy, qué “chevere”! — ¡Dejá de alucinar!... y la próxima vení sola. No quiero ningún testigo de nuestras discusiones. — El que alucina es usted… yo no traje a nadie… No sé de qué testigo me habla. — Ése, el que está mirando y escuchando todo. — Definitivamente, ha enloquecido… A menos que se crea que ya hay un lector entre nosotros. — Claro, boluda, el lector está con el escritor desde la pri- mera palabra de una novela. El enemigo 1 Prueba.indd 25 25/10/2013 15:26:42
  • 26. 26 Borrador de “El enemigo”: novela… ensayo… drama… no me importa. Capítulo I. La decisión. La hora de la decisión había llegado. Su enfermedad avan- zaba agazapada, pero rápida. A pesar de ser insulino depen- diente, aún conservaba algo de visión y podía realizar cortas lecturas, pero para el acto concreto de escribir frente a una pantalla, se sentía imposibilitado. Muchas horas de insomnio ocupó en resolver el insuperable obstáculo que le imponía el velo de sus ojos. No tenía con quién consultarlo aunque con- vivía con su hermana. Pocos años antes, después de enviudar, ella se trasladó a la enorme casa materna que habitaba solo. Rodolfo siempre desconfió de lo que él llamaba, el “pico sin tregua” de Aída. Tampoco quería apelar a la sugerencia de los contados íntimos que visitaban la casa. El escrito de sus me- morias debía ser conservado en secreto hasta que no estampara la última palabra y lo expusiera a la luz. Un amanecer le trajo la respuesta: publicaría un aviso para buscar el o la empleada que pudiera asistirlo. El clasificado consignaría brevemente la de- manda de un escritor que solicitaba asistente “full time” y un teléfono móvil (adquirido por la mucama pocas horas después de su decisión), acompañado de un seudónimo, nada más. Su lugar habitual era, desde luego, la amplia biblioteca–escritorio de la casona. Tan solo algunas horas después de la publicación, comenzó a recibir incontables llamados. “¡Cuánto desempleo de gente discretamente calificada había en el país!”, se dijo. Se guió por la voz, la dicción y el manejo idiomático de las El enemigo 1 Prueba.indd 26 25/10/2013 15:26:43
  • 27. 27 personas que se ofrecían. Con ese criterio, seleccionó a no más de cinco a las que citó en su domicilio. Previa comunicación a Irma sobre que lo buscaría gente preguntando por Carlos Unsué, se dispuso a esperar en su escritorio. A la mucama, le sonó muy extraña la situación: dar entrada a gente que busca- ría al patrón con otro nombre, pero su discreción rayana en la obsecuencia sólo la hizo expresar un asentimiento reverente y fijar en él la mirada agradecida, por ser considerada confiable y elegida por su empleador como cómplice de algo que desco- nocía. La primera en llegar fue una mujer de mediana edad cuya adustez y seriedad lo atrajeron aunque, cuando la some- tió a un estricto interrogatorio, hubo tramos de su vida que la convirtieron en sospechosa. El segundo fue un muchacho que había expresado una extraordinaria locuacidad telefónica- mente, pero cuando se presentó frente a él, inmediatamente le irritaron sus rastas y sin comenzar ningún diálogo, solicitó su teléfono y se excusó con que estaba sobre la hora del kine- siólogo. La tercera fue una jovencita muy agraciada con un diáfano timbre y la modulada dicción de una estudiante de locución. Como para sobrellevar el momento, estableció con ella una corta conversación y también le dijo que recibiría una respuesta a la brevedad, considerándola descartada porque no tenía intenciones de tomar una estudiante. Los otros dos no le convencieron, uno, por el atuendo y la otra, porque no lo miraba a los ojos y se dedicaba a estudiar todos los detalles del escritorio cuando estaban manteniendo la entrevista. Decepcionado, durante días, siguió maquinando sobre cómo conseguir un asistente: pensó en Teodora, la nieta de Aída que quedó viviendo con su abuela cuando sus padres se El enemigo 1 Prueba.indd 27 25/10/2013 15:26:43
  • 28. 28 separaron y cada uno eligió residir en distintos extremos del planeta. La jovencita había quedado sola, sin embargo, con- vivir con Aída les significó un continuo enfrentamiento de personalidades y creencias. Aída, en el barullo cortesano de la apariencia, el chisme y el rumor y Teodora, empecinada en el ejercicio de una libertad que, paradójicamente, respetaba a ultranza las libertades de los demás. Esas diferencias que las convertían en enemigas bajo el mismo techo fueron la razón por la que la nieta de Aída decidió vivir en el oscuro cuarto de una pensión de artistas y teatreros. En una oportunidad, la hermana de Rodolfo se hizo acompañar por Irma y visi- tó aquel lugar. Después de una larga conversación en la que le explicó a su nieta que, desde que fue a vivir a la casa con su hermano, ambos “flotaban” en el espacio “sideral” de la enorme mansión, pudo convencer a Teodora. Había más de diez ambientes y ella podría elegir el que quisiera, que ya tenía el consentimiento de su tío-abuelo. Las alfombras persas, los muebles Chippendale, los espejos, las arañas de Caireles, los mármoles de Carrara sencillamente le repugnaban a Teodora, pero aceptó acompañar a su abuela y recorrer el lugar. Fue entonces cuando encontró un espacio ideal: en el ala izquierda de la mansión, se escondía un desván con ojos de buey y clara- boyas. Allí, encontró muebles desvencijados, telas centenarias, portarretratos del siglo XIX, candelabros herrumbrados que suscitaron su interés. En su imaginación, convirtió el lugar en un artístico y delirante espacio de ensueños y eso la decidió a habitar allí, dejando sentados a los parientes los vaivenes de su libertad. Rodolfo conocía demasiado a la sobrina-nieta y, a pe- sar de una especial inteligencia, descartó de inmediato la idea El enemigo 1 Prueba.indd 28 25/10/2013 15:26:43
  • 29. 29 de tomarla como su asistente, no por considerarla chismosa o incapaz de guardar un secreto, sino por su alocada vida de actriz “underground” que, para él, significaba un abismo de diferencia con sus valores. Luego, se le cruzó el Padre Eugenio Levrand, sacerdote jesuita del que recibía la comunión domi- nical. Pronto lo descartó porque Eugenio no podría brindarle las horas que él necesitaba, aunque le hubiera complacido mu- cho escribir sus memorias casi como un secreto de confesión. Envuelto en estos dilemas, lo sobresaltó el timbre del teléfono. Era la amiga de una tal familia Moreno, cuyo hijo, Ernesto, había tenido un accidente en el que murieron sus padres y él pretendía ese trabajo, pero estaba imposibilitado de comuni- cación, porque en el mismo siniestro había sufrido un daño, por lo menos temporario, en su lengua y no podía hablar. La misma persona que se identifico con nombre, apellido, núme- ro de documento y dirección le consultó a Rodolfo Agredas si estaba dispuesto a recibir una carta del muchacho que des- graciadamente llevaba un largo tiempo desocupado. Agredas asintió y ofreció el domicilio. Mediodía transcurrió hasta que escuchó los tres golpes de rigor a la puerta con los que Irma se identificaba. Cuando la hizo pasar, la mucama le entregó un sobre con una extensa carta del tal Ernesto Moreno. Todo parecía creíble, pero Agredas recurrió a un buscador intern- autico (destreza recientemente adquirida gracias a Teodora) y en efecto, encontró el accidente de una familia Moreno en el que el único sobreviviente fue el hijo. “¡Es lo que necesitaba!, nadie mejor que un mudo”, se dijo alborozado. Inmediata- mente, llamó al teléfono apuntado en la carta y lo atendió la mujer con la que previamente se había comunicado, la que le El enemigo 1 Prueba.indd 29 25/10/2013 15:26:43
  • 30. agradeció y lo consultó sobre cuándo le venía bien recibir al muchacho. La ansiedad de Agredas contestó por él: “Cuanto antes”, le respondió. Irma entró acompañada de un joven cuarentón impecable- mente trajeado, muy pálido, pero de mirada inteligente. Esa presencia que destilaba talento por sus ojos, aunque debilidad en sus hombros caídos, personificó el elegido para Rodolfo Agredas: lúcido y débil, al mismo tiempo. Sintió que ese mu- chacho iba a seguirlo, que no lo rechazaría, que sería muy fácil de domesticar. Se puso de pie, fijó la miraba en la suya que no parpadeaba, le extendió la mano y, en el apretón fuerte y franco, percibió que en ese corazón nunca podría anidarse un enemigo. Después, tomó la carta enviada por Moreno y fue formulándole distintas preguntas de acuerdo con el con- tenido de cada párrafo: sus estudios interrumpidos de analista de sistema, su estado civil, su domicilio actual, el tiempo que estimaban sus médicos para recuperar el habla, sus hábitos, sus lecturas, su filiación política. Ernesto Moreno iba respon- diendo a cada una con un preciso sistema de gestos: algunos simplemente significaban un sí, otros indicaban su vida en so- ledad. También, utilizaba sus dedos especificando números, los brazos hacia arriba para señalar que leía a los grandes y las dos manos en tajante movimiento de corte que denotaban su falta de filiación política. Acto seguido, el empleador le acercó un papel en el que le solicitó que escribiera con grandes letras cuándo podrían comenzar. Inmediatamente, el muchacho pá- lido inscribió con grandes caracteres un único y corto mono- sílabo: “Ya”. A Rodolfo Agredas no le importó que estaba muy próximo a recibir el almuerzo, en el mismo papel, con iguales El enemigo 1 Prueba.indd 30 25/10/2013 15:26:43
  • 31. 31 trazos plasmó “Está bien”, en un acto de semejanza con el ilu- minado y pobre mudo. A continuación, le indicó a Irma que les acercara una comida para dos. A pesar de que la mucama tenía más que sabido que el almuerzo de Agredas integraba un bife de chorizo, una fresca ensalada verde y alguna vez una papa hervida y un vaso de oscuro borgoña, se atrevió a consul- tarle si los dos platos debían ser iguales, pero Ernesto exageró su asentimiento inclinando varias veces su cabeza y escribió en el papel “Es mi preferido”. Antes de retirarse, como lo hacía siempre con una insinuada reverencia, Irma creyó reconocer al recién venido. Mientras se alejaba, desatendió esa impresión escuchando, al mismo tiempo, que su patrón le anticipaba a Ernesto Moreno la decisión de escribir sus memorias. “¿Qué memorias?”, se dijo la complaciente mujer y ya, apostada en la cocina, venían a su mente toda clase de recuerdos. Ella se sentía una más de esa casa. Había servido a ese hombre y a su esposa desde pocos años antes de que muriera la señora. Ese trabajo significaba una gran parte de su vida y, sin embargo, no había modificado su condición económica. Madre de cinco hijos, vivió siempre en un barrio periférico, frontera inestable entre la humildad y la marginalidad. No tenía conciencia de que su vida constituía una verdadera dualidad. Ella era “la Irma” entre sus vecinos, con los que compartía chismes y pa- redes sin revocar, hijos inmanejables, con escasa instrucción y oficios precarios, a veces, las más, engañados por la droga de los “dealers” vecinos. Hijas embarazadas prematuramente de padres desconocidos, todos y todas sostenidos por algún sub- sidio de misericordia social aventado por democracias menti- rosas y populistas, como decía su patrón. Pero el respeto de El enemigo 1 Prueba.indd 31 25/10/2013 15:26:43
  • 32. 32 Irma ante los punteros guardaba alguna semejanza, bastante distante y mucho más oportunista, que la que profesaba por su patrón. No se privaba, sin embargo, de noches de cumbia y mortadela sonorizadas por un lenguaje procaz y guarango, en- fundada en remeras que, en cambio de ocultar, destacaban sus excesos de grasa abdominal. Su propio hábitat representaba un homenaje al desorden y el lugar predilecto de cucarachas que resbalaban en la grasa. La otra Irma ponía a blanquear sus camisas y delantales las mañanas de los domingos con sol y por la noche, planchaba cuidadosamente el uniforme con el que se presentaba a su patrón los lunes a las siete en punto. Sin embargo, con vicios y virtudes, ella era la comadre generosa, madrina de todos sus vecinos y su casa, el lugar elegido para reír o llorar, para matar el hambre o abrigarse. Ahora, fren- te al “entrecot” de ternera, buscaba la incisión justa para una impecable cocción, cortaba a manos recién lavadas las hojas verdes, cuando en su barrio, los días de asado, disparaba cu- chillos apurados sobre la lechuga. En esos quehaceres en los que conservaba una asepsia de quirófano, su pensamiento se concentraba en querer comprender, pero mucho más saber, so- bre qué querría escribir el admirado patrón. Más de una vez, se le cruzaba la fantasía de que, si el país que habitaba volviera a ser conducido por hombres como su pulcro y recto patrón, las cosas serían diferentes, tendría un padre que la orientara y un soldado que protegiera del mal hasta su propio barrio po- bre. Entre recuerdos culposos y devaneos, advirtió que estaba pasada siete minutos en el almuerzo de su señor. Eran las doce y diez cuando ingresó a la biblioteca portando una enorme bandeja con el pedido. El nuevo asistente, para ella, mantenía El enemigo 1 Prueba.indd 32 25/10/2013 15:26:43
  • 33. 33 sobre Rodolfo Agredas un gesto de admiración. Desconocía el diálogo previo que lo había suscitado, pero se identificó con el recién venido. Agredas le ordenó que sirviera primero a su asistente y luego, a él. “Siempre el huésped primero, Irma, es un bienvenido, no un extranjero”. Ella, que ya se había apro- piado de su lenguaje, comprendió la diferencia abismal entre huésped y extranjero, pero no dejó de percibir instintivamen- te el gesto incómodo de Ernesto Moreno. En tanto disponía los platos, escuchaba, como si no lo hiciera, la intención del patrón en cuanto a las causas y consecuencias por las que de- bía escribir sus memorias. El cortés asentimiento del asistente despertaba la percepción animal de Irma. Se dedicó a obser- varlo tanto que produjo un pequeño derrame excesivo sobre su copa. Agredas la disculpó con el argumento de que no eran muchas las oportunidades en que Irma debía servir rápida y simultáneamente, en ese lugar, a dos personas dedicadas a una tarea intelectual. Ernesto Moreno le dirigió, entonces, una mi- rada compasiva que extrañamente la volvió a asociar con la de alguien conocido que no podía recordar. Haciendo caso omiso, expresó respetuosamente que ellos siguieran en lo suyo y entonces escuchó, mientras acomodaba los cubiertos, que Agredas necesitaba exponer ante el pueblo de la Nación una verdad que pretendía ocultarse. Moreno le manifestó con ges- tos que apuraran el almuerzo y que estaba dispuesto a teclear con rapidez lo que el señor quisiera dictarle, disculpándose, con párpados caídos, de su imposibilidad de hablar. Rodolfo Agredas le explicaba a Ernesto las razones de su objetivo. El nuevo asistente manifestaba una concentradísima atención y, periódicamente, giraba su cabeza buscando que su El enemigo 1 Prueba.indd 33 25/10/2013 15:26:43
  • 34. 34 oído fuera equidistante con la voz de Agredas. Al mismo tiem- po, anotaba en el papel, con ampulosa imprenta, palabras que seguramente consideraba claves. — No se apure, m’hijo, yo le voy a decir cuándo arranca- mos, le voy a dictar todo lo que considere y voy a destacar lo que más convenga. El mudo asintió con un gesto de soldado semejante al que pudiera significar “lo copio mi señor”, pero le mostró el papel con las palabras anotadas. A pesar de la mesura en la gesticu- lación de Agredas, después de leer, abrió sus brazos y sonriente le expresó de qué modo se sentía comprendido. En el acto, se puso lentamente de pie y apretó el play del equipo musical. El espacio, el aire y los oídos de los presentes fueron colmados con el Área 47 de Bach. Los instrumentos de aire y de cuerdas se combinaban con el acompañamiento de un coro celestial, momento sublime al que ninguno de los tres pudo sustraerse. Cuando Ernesto bajó de esa elevación, se sintió contrariado porque nunca le había atraído Bach, él era un fanático de Pa- ganini. Y también, comprendió que estaba frente a un perso- naje especialmente complejo, difícil y contradictorio. Sin em- bargo, evitó que se manifestara algún mohín que lo delatara y se limitó casi a imitar como un calco la mirada y los gestos de Agredas. Después, desvió involuntariamente su mirada y lo atrajo una enorme máscara tallada en madera dorada que representaba aparentemente un demonio. — Ah, sabía que iba a llamar su atención. Es una talla japonesa que trajeron mi hermana y el marido hace muchos años… Habrá visto que es una caricatura demoníaca del mal. ¿Se dio cuenta de que tiene las venas de las sienes hinchadas? El enemigo 1 Prueba.indd 34 25/10/2013 15:26:43
  • 35. 35 Ernesto Moreno asintió agrandando sus ojos. — ¿Sabe lo que simboliza?, simplemente que hasta al de- monio se le hinchan las venas de las sienes por el esfuerzo que exige ser malvado. Es una gran verdad, ¿usted qué opina?... ay, perdón… lo que ocurre es que me parece una persona tan expresiva que olvido su mutismo. Ernesto, apelando siempre al lenguaje de las manos y el rostro, le expresó que se quede tranquilo y que sí opinaba que era un gran esfuerzo ser malvado. Agredas sintió placer porque iba contando matemáticamente las coincidencias que se daban con ese muchacho. Irma permanecía como un “sommelier” en una esquina del espacio. Vio cómo el asistente encendía la computadora y el anciano comenzaba a desgranar, levemente y con largos silencios, las alternativas de su llegada a esta existencia. Su exposición aumentaba la curiosidad de Irma por conocer los secretos de su patrón. Advertido de ello y, más por un gesto del asistente, Rodolfo Agredas la invitó con cortesía a retirarse. Ella no pudo resistir su naturaleza y, aparentando que cerra- ba totalmente la puerta, permaneció algunos minutos con su oído pegado a la pequeña luz que había dejado. — Mire, m’hijo, considero que tengo, para algunos, una vida escabrosa. Yo estoy convencido de que no lo es. Para que el pueblo sagrado de esta Nación me comprenda me veo obli- gado, aun con mi disgusto, a justificar mi vida y el accionar del Ejército de la Nación. Comenzaré por mi primera infancia. Yo sé que usted no puede contestarme, pero me está escuchando. Ernesto Moreno exageró su gestualidad para que Agredas comprendiera que lo entendía y apoyó sus manos sobre el te- El enemigo 1 Prueba.indd 35 25/10/2013 15:26:43
  • 36. 36 clado, indicándole que reproduciría sus exactos dichos. — Tengo la obligación moral frente a este país de descubrir las raíces de un accionar del que no somos los únicos respon- sables, el pueblo lo pedía. No estoy evadiendo la obediencia que acepté por mi misión, pero me repugna –perdóneme el exabrupto- el modo en que se esconden y siguen actuando los mismos que nos alentaron. Irma entendía poco, pero cierto erizamiento de su piel le indicaba alguna manera de compromiso o de responsabilidad en su propia espalda, sobre la que el viejo, también, parecía apuntar. Sin embargo, no identificó precisiones ni nombres mencionados por Agredas. Decidió cerrar la puerta y condu- cirse a la cocina, su ámbito natural, y después volver con algún postre adecuado para diabéticos extremos, en la convicción de que en ese momento captaría algo más. — ¿Usted está dispuesto conmigo a guardar este secreto y a hacerse cargo de estas declaraciones cuando a mí me quedan sólo días por vivir y a usted, quizás, si el Dios Todopoderoso lo quiere, le resta la mitad de su vida? ¿Va a guardar el secreto hasta que yo pronuncie la palabra final? Soy el coronel Rodol- fo Agredas, Carlos Unsué fue un seudónimo del que me valí para seleccionar secretamente quién sería mi asistente. El gesto de Ernesto Moreno, exagerado como debía ser dada su mudez, fue desmesuradamente afirmativo en cuanto al compromiso y a guardar el secreto de su nombre y recurrió nuevamente al papel: “Si duda, puede hacerme controlar” — Despreocúpese, acá no puede haber error de cálculo. Yo lo decidiré con mi almohada –se limitó a responderle el coronel. El enemigo 1 Prueba.indd 36 25/10/2013 15:26:43
  • 37. 37 Irma, que había regresado a servir el postre, escuchó las pa- labras de la conjura y, en el mismo acto, la embargó una pena insobornable. Días antes, había comentado ligeramente en su barrio que el patrón se disponía a escribir su último libro. No tenía noción de lo que estaba diciendo. Para ella, era lo mismo el libro de Agredas que cualquiera que hubiera caído alguna vez en sus manos. Su patrón era un escritor, no advirtió que debía guardarse el secreto. Estos comentarios se extendieron como un reguero de pólvora por el sólo hecho de la práctica habitual del rumor y del chisme en su barrio, ajeno al conteni- do y a la significación de lo que se hecha a rodar. Mientras Irma abandonaba el corredor hacia la cocina, es- cuchó la voz de Aída desde la sala contigua (separada del escri- torio mayor por una biblioteca giratoria). — Hoy, no me traigas el almuerzo a la salita. Es un hermo- so mediodía de otoño y quiero comer algo ligero en la galería. No te preocupes, me traslado sola. Antes voy a hacer un lla- madito telefónico. A pesar de la solicitud de Aída, la mucama fue igualmente a buscarla y empujó su silla de ruedas hasta el jardín de in- vierno. — Gracias, Irma, hiciste bien en traerme acá, en este lugar las plantas están hermosas y en la galería veo nada más que ese pobre parque abandonado desde que se nos fue Remigio. Creo que hoy mismo viene mi nieta con alguien que podría reem- plazarlo, pero claro, necesito la venia de mi hermano. Lástima que alguno de tus hijos no esté disponible. — No, no… ellos tienen el subsidio al desempleo, imagíne- se, si vienen acá, lo dejan de cobrar. El enemigo 1 Prueba.indd 37 25/10/2013 15:26:43
  • 38. 38 — Ay, Irma… podrían estar “en negrito” y cobrar las dos cosas -le replicó Aída en tono de cuchicheo. — Es que… no saben nada de jardinería y yo no pienso quedar mal con el señor –le contestó Irma incómoda, por- que sabía que sus hijos no querían tener obligaciones y ella los apoyaba pensando que demasiado trabajo había tenido en su vida… que sus hijos aprovecharan- ¿Y quién es el que va a venir? — No sé muy bien, es un hombre de mantenimiento en la sala donde Teodora ensaya. Dice que es extranjero, que se vino huyendo de allá, viste, donde se matan todos, creo que es Oriente o África. Parece que lo que le pagan en ese recoveco, es muy poco y le vendría muy bien cuidarnos el parque. Ay, por favor, alcanzame un momentito el inalámbrico que Chi- chita prometió contarme un secreto. Irma hizo lo propio y se fue dejando atrás el cotorreo de Aída, mientras pensaba el esmero inútil de su patrón en tratar de cambiar a su hermana. Por eso mismo, no le comentó que el coronel estaba reunido con su nuevo asistente. Luego, regre- só con el almuerzo que Aída hizo calentar dos veces porque no dejaba de hablar por teléfono. Después de su ingesta, “la reina de las chismosas”, como la llamaba Rodolfo, se condujo hacia el escritorio para anunciarle que su nieta llegaría pronto con un posible nuevo jardinero, al que estaba descontado que Rodolfo debía entrevistar. Abrió las dos hojas de la puerta e irrumpió con su voz chillona nombrando a su hermano. — Aída, ¿cuántas veces te pedí que golpearas antes de en- trar y más cuando estoy en una reunión? –dijo en tono bajo, pero severo y cortante, Rodolfo. El enemigo 1 Prueba.indd 38 25/10/2013 15:26:43
  • 39. 39 — Ay, perdón hermanito… ¿qué tal? ¿Quién es este mu- chacho tan buen mozo? ¿Vos no sos el hijo de…? —… de nadie… de nadie de tu selecto círculo. Es mi nue- vo asistente y estamos ocupadísimos, Aída, te ruego que te retires. — Ay, bueno, Rodolfo, ¿qué pensará este joven?... somos hermanos, no enemigos, “mon cheri”. — Y mirá, a veces lo dudo, ningún amigo como un her- mano, ningún enemigo como un hermano –le respondió con una simpática ironía. — Ay qué papelón, Rodolfito, no me digas esas cosas… ¿Estás por escribir un nuevo libro… sobre cómo educar a un soldado y todo eso? — Otra vez es como si no me escucharas, Aída, ya te vas a enterar cuando el libro esté finalizado –respondió esta vez con un enojo que le enrojeció las mejillas, el duro coronel- Perdo- nanos, m’hijito, espero que no ocurra más. Aída se retiró apretando el control de la silla en mínima velocidad y farfullando sin parar. Cuando llegó a la puerta, giró su cabeza y le preguntó, con una cordialidad burlona, si recibiría o no al nuevo jardinero. — Mirá, esta vez decidí vos, Aída. Espero que pongas cui- dado. A media tarde, Irma dio los tres golpes de rigor en la bi- blioteca del coronel para anunciarle que su sobrina-nieta había llegado con un hombre que podría cubrir a Remigio. Rodolfo, con algo de fastidio, le respondió que ya Aída tenía su orden para atenderlo ella y que, por favor, trataran de no molestarlo más. El enemigo 1 Prueba.indd 39 25/10/2013 15:26:43
  • 40. 40 Teodora ya corría hacia la salita de su abuela batiendo sus babuchas floreadas, haciendo tintinear los enormes aros multi- colores y las pulseras metálicas, mientras en la carrera, revolvía más su pelo desgreñado. — Holi, holi abu… te traje al “gardener”… claro, el negati- vo, porque éste es moreno, pero un divino, divino. En el recibidor, esperaba un hombre maduro de tez cetrina y una barba que, aunque rasurada, ensombrecía su cara, de enormes ojos azulinos que guardaban una tristeza milenaria, de buen porte, alto, fuerte, pero con un dejo de agobio en su espalda. Aída se presentó rápidamente y lo atendió en el mismo lugar. Durante diez minutos, le formuló más de cien preguntas sin solución de continuidad. Entre otras, de dón- de era, qué edad tenía, cuándo había llegado, si mantenía sus creencias, si tenía enemigos, si sabía que las camelias debían ir debajo de un árbol, si estaba de acuerdo con la guerra de su gente, si sabía tratar a los agapantos, si entendía bien el idioma… El hombre iba contestando con respeto y serenidad cada una de sus preguntas y Aída creyó que sus respuestas conformarían a Rodolfo. Rafiq Hasan provenía de Irán. Hacía casi dos décadas que estaba en el país huyendo de lo que, él manifestó, como el horror de aquellos hombres que se decla- ran enemigos cuando deberían hermanarse y hacer la paz en la región, porque provenían de un tronco común. Con una postura teatral, Teodora interrumpió el diálogo recitando casi a los alaridos unos dichos de Bertolt Brecht “¡Con la guerra aumentan las propiedades de los hacendados, la miseria de los miserables, los discursos de los generales y crece el silencio de los hombres!”. Aída estampó una mano en la boca de su El enemigo 1 Prueba.indd 40 25/10/2013 15:26:43
  • 41. 41 nieta, con la desesperación de una próxima víctima y con el pánico de que esas ocurrencias, propias de Teodora, llegaran a los oídos del coronel. Rafiq permanecía con los ojos cerrados y, cuando pudo volver a hablar, la mujercita chispeante inte- rrumpió su solemne aire teatral diciendo que se tranquilizaran los dos porque pronto formarían parte de la misma familia, que el hombre es un habitante del mundo y que, como tal, cada uno es hermano del otro. Recompuesta Aída, se sintió or- gullosa de su interrogatorio, el que le enrostraría a su hermano para demostrarle que podía ser tan hábil como él y conseguir su aceptación. En ningún momento se le cruzó la posibilidad de que el hombre pudiera estar mintiendo. Su ingenuidad, a veces extrema hasta el ridículo, estaba en las antípodas de la astucia de Rodolfo. Inmediatamente, le expresó que el traba- jo era suyo y le propuso que, si tenía problemas de vivienda, en los fondos del parque se conservaba la antigua casa de los cuidadores, la cual podría habitar mientras la refaccionaba. El iraní le respondió sólo con una mirada de profundo agrade- cimiento, sin pronunciar palabras. Aída, también, le insinuó si le convenía que el conchabo fuera o no “en negro”. Cuando durante la cena, Rodolfo escuchó su relato y ella llegó a este punto, se enardeció: todo personal que trabajara para el coro- nel Rodolfo Agredas estaría inscripto como manda la ley y la moral. Aída lloró desconsoladamente y, cuando pudo articular alguna palabra, le expresó que el hombre, “pobrecito”, le dijo que se avenía a lo que decidieran. Ernesto Moreno, que había sido impelido por el coronel a acompañarlo en la cena, consi- deró que era el momento justo para retirarse. Lo hizo con el respeto que imponía ese hombre y con su misma cortesía. Ya El enemigo 1 Prueba.indd 41 25/10/2013 15:26:43
  • 42. 42 en las calles de la noche, eligió caminar y fue masticando cada uno de los momentos de ese extenso e intenso día. Con una apariencia de persona accesible que refrendaba en continuas expresiones supuestamente auténticas, para Ernesto, Rodolfo era un cofre con siete llaves. Sus expectativas pasadas no le hicieron prever que se encontraría con una persona tan miste- riosa como perturbadora y desconcertante. Entre esas medita- ciones, se le imponía un nuevo dilema: Agredas lo necesitaba todo el tiempo, por lo que le había propuesto que durante los meses de trabajo se hospedara en su residencia. Él habría ex- presado algún titubeo, aunque el coronel le aseguró que con- servaría su total independencia en cuanto al espacio y a sus horas de descanso. Percibió, entonces, que el compromiso ri- gurosamente acordado y razones útiles para su comodidad, lo obligaban a aceptar esa propuesta: sería el huésped del coronel. En tanto, Agredas se encerraba nuevamente en su escri- torio. Realizó dos o tres llamados destacando el nombre del iraní traído por Teodora y concluyó que la presencia de ese hombre en la casa sería sugestivamente interesante. Su men- te se puso a jugar con las palabras latinas “hostis y hospes”, mientras lo iba ganando el sopor adormilado de una glucemia baja. Lo despertó la alta sonoridad de la sonata de Bach que usaba como timbre de su celular. Rápidamente, identificó esa voz tan amada: era Teresa, la hermana Agustina, nombre que ella misma había elegido cuando ingresó al Convento de las Carmelitas descalzas. Ni bien Agredas adquirió ese teléfono móvil, lo comunicó a las superioras y ahora, Teresa, su úni- ca hija, le anunciaba su llegada y el permiso de permanecer con el padre durante un mes. Gozoso por esa noticia, una El enemigo 1 Prueba.indd 42 25/10/2013 15:26:43
  • 43. 43 vez que cortó, se le agolparon los recuerdos de una vida junto a su esposa y a su hija. Los primeros años de la familia hasta que, cuando todavía Teresa no había superado su adolescen- cia, la niña perdió a su madre y, de alguna manera, también a él, por las largas ausencias a las que lo obligaba su actividad. Su hija había sido criada por la servidumbre. Llevó una vida social intensa y alocada, era al extremo coqueta y cortejada por cuanto joven asistiera a sus reuniones. Ella no despreciaba a ninguno. Dotada de una seducción atrapante, coqueteaba con todos, hasta que se enamoró. Y, con el amor, llegó la trai- ción. Su conducta dio un vuelco extremo: enterada de la doble vida de su amado, de inmediato decidió tomar los hábitos y, precisamente, en una orden de clausura. Las similitudes de sus pesares mundanos con los de la admirada Santa Teresa de Jesús apuraron esta decisión. Por años, permaneció en un convento a una distancia accesible para las visitas de su pa- dre, pero luego, el proceder considerado como ejemplar para sus superioras, le otorgó el premio que había ansiado desde su ingreso: ser trasladada al Convento San José de Ávila. A esta hora, ya había arribado desde España a su antigua casa de las carmelitas en la ciudad natal y, desde allí, se comunicó con su padre anunciándole que la mañana próxima estaría junto a él. Para Rodolfo Agredas, la inefable alegría de tener a su hija se le mezclaba con la complicación de haberse decidido sólo a es- cribir durante todas sus horas de vigilia. Necesitaba conversar con alguien porque no sabía cómo resolver la administración de sus tiempos. Aída, Irma y Teodora estaban descartadas de antemano. Pensó en Eugenio e inmediatamente lo llamó. Con la voz entrecortada, le dijo que la mañana siguiente Teresa lle- El enemigo 1 Prueba.indd 43 25/10/2013 15:26:43
  • 44. 44 garía para acompañarlo durante un mes y que esa alternativa lo desorientaba. El padre Levrand, vivía a pocas cuadras de allí, en un departamento minúsculo que le alquilaba su comu- nidad. Más de una vez, el coronel Agredas le había ofrecido un espacio independiente de la casa para que él lo habitara có- modamente. El cura se había negado porque lo entendía como un abuso de su hospitalidad, aunque su espíritu no sufriera estremecimiento porque lo relacionaran con el militar. Estaba muy seguro de lo que hacía y de qué manera la gente conocía sus actitudes cimentadas en el convencimiento y la necesidad de una reconciliación profunda que no excluyera la justicia de los hombres frente al delito, pero que también contemplara la misericordia divina ante el pecado. Pese a que ya habían pasado las diez de la noche, fue con premura en auxilio del coronel, contemplando, al mismo tiempo, la posibilidad de residir en su casa mientras Teresa estuviera allí. Después de agradecerle, Rodolfo le comunicó que la próxima llegada de su hija se superponía con la decisión de escribir y publicar las ver- dades que Eugenio ya conocía por confesiones anteriores. Ante la inquietud de Agredas, en cuanto a la encrucijada de escribir y atender a su hija, Eugenio lo reconfortó, primero, con una frase de San Agustín “La razón y el pensamiento sutiles son los mayores enemigos del discernimiento”. Luego, con lo que le dictaba su propia experiencia de cura asistido en el conoci- miento de la condición humana, siempre alimentado por las palabras sabias de la Biblia “Hay un tiempo para todo y todo tiene su tiempo.” Por último, enalteciendo la misma naturale- za de su interlocutor que, equivocado o no, permanecía en su verdad, Levrand acompañó este consejo con la voz del mismo El enemigo 1 Prueba.indd 44 25/10/2013 15:26:43
  • 45. 45 Jesús “‘La verdad te hará libre’, Rodolfo, tenés que decírsela, ella te entenderá como nadie, le dedicarás a Teresa un tiempo que no se mide con el reloj y, aunque no estén continuamente uno frente al otro, ambos sentirán su presencia. Durante esos treinta días, yo también me trasladaré aquí para contenerlos, según lo que Dios me dicte. No tengas miedo, ése es el único sentimiento que se opone al amor y descubre enemigos donde no los hay. Que tu enemigo, no sea el tiempo cronológico”, profirió el jesuita, con la callada confianza de que Dios tam- bién podía mover ese tiempo, según sus planes. El enemigo 1 Prueba.indd 45 25/10/2013 15:26:43
  • 46. 46 Capítulo II. Certeza y obsesión. Las campanas cercanas de la iglesia próxima llamaban a misa de seis cuando Teresa hizo su entrada al escritorio donde su padre la esperaba desde las cinco. Se incorporó de su sillón y la abrazó con la fuerza de un adiós más que de una bienveni- da, estrujando por completo sus hábitos. Teresa lo separó con ternura y fijó sobre los de él, sus ojos ahora límpidos. — Hija mía, la alegría de que hayas venido es enormemente mayor a lo que pueda expresarte, pero sentate… Hace mucho tiempo que venía masticando la idea de escribir mis memorias. Necesito dar a conocer las certezas que han dirigido mi vida y tengo… no sé como llamarla, creo que una obsesión o el deber moral de esclarecer la verdad de los hechos por los que atravesé y sus otros protagonistas. Así, la justicia humana lo requiere, no lo entiendas como una siniestra delación… Quizás no al- canzo a explicarme… temo no dedicarte todo el tiempo que te merecés. — No lo hagas ni temas, papá. Si de una verdad se tra- ta tu obsesión, siempre tendrás mi apoyo aunque desconozca los detalles. Ya lo decía la santa de mi nombre: “La verdadera humildad es andar en la verdad”. Pero si se trata de salvar tu orgullo, te ruego que medites porque es maldito el orgullo que vive entre nosotros, que nos deja sin amor, que nos amarga, que nos hace atacar a otros por sus ideas y nos tortura cuando no ganamos –le respondió una emocionada e inteligente hija. — Yo he pensado durante años cada una de las palabras que decís y creo haberme desencarnado del orgullo con hu- mildad, como me pedís. Te digo que Dios me está moviendo a El enemigo 1 Prueba.indd 46 25/10/2013 15:26:44
  • 47. 47 concretar esta decisión. ¿Te parece, entonces, que debo callar? –interrogó el padre conmovido por las verdades de su hija. — No, tampoco se puede vivir en el silencio, porque a ve- ces nos callamos para no revelar lo que verdaderamente so- mos, decía mi santa. También a mí, Dios me dicta que te ad- vierta sobre el máximo pecado de los hombres, que yo misma he cometido, ese orgullo que nos hace ver a los otros como equivocados. Pedile a Jesús que te tome de la mano, conmigo lo hace, por eso me verás la alegría de sentirme pequeña… Y, en cuanto a tu preocupación por el tiempo que quisieras dedicarme, aunque no lo hagas, ya me lo estás entregando, simplemente por quererlo. De todos modos, yo tampoco pue- do abandonar mis horas de oración y de encuentro con Jesús y eso en esta vida, también es tiempo. Tomate vos el tiempo de tu verdad, mientras yo le doy mi tiempo a Jesús –dijo exten- diendo las suyas y apretando las manos frías de su padre- Ah, y no te olvides de llamarme Agustina. — Sí, hija, no es fácil para el padre que te bautizó, dirigirse a vos con el nombre de tu propio bautismo. Te quería contar, ade- más, que mientras estés aquí, Eugenio ¿te acordás de él? –le dijo Agredas haciéndole recordar al padre Eugenio Levrand, viejo amigo de la familia-, va a cohabitar nuestra casa para asistirnos a ambos y allanar nuestra comunicación, pero yo te prometo que jamás dejaremos de compartir la comunión y la cena. — No temas, papá, no prometas. Éste es un breve aloja- miento en una vieja posada… no podemos proyectar. Yo estoy con vos y vos estás conmigo como sea y hasta que Jesús lo quiera –dijo la carmelita, al tiempo que besaba la frente de su padre y se disponía a retirarse. El enemigo 1 Prueba.indd 47 25/10/2013 15:26:44
  • 48. Cuando Teresa Agredas abandonaba el escritorio, ingresa- ba, al mismo tiempo, Ernesto Moreno. El coronel, desde su sillón, efectuó la respectiva presentación. Hubo un instante de mutuo estudio en el que cada uno se indagó con la fuerza de sus miradas. Moreno hizo una minúscula reverencia y siguió su camino para encontrarse con su jefe. — Adelante, Ernesto, ¿ya se instaló? ¿Irma lo ayudó a ubicarse? Moreno giró su cabeza varias veces, expresando con su ín- dice que lo haría al día siguiente y con sus manos aleteando, que necesitaba armar sus valijas. — Qué pena, está bien, está bien, retomemos lo nuestro. Perdóneme, Ernesto, pero he pensado otra mecánica para mi escritura. No le digo que borre todo lo que escribió ayer, déjelo en suspenso. Creo que para no excederme y seleccionar lo ver- daderamente necesario, yo voy a hablar sin que usted escriba, quizás deberíamos usar un grabador. Moreno acordó con un movimiento de cabeza la proposi- ción e insistió en el gesto con un asentimiento de total confor- midad. El relato comenzó. Rodolfo Agredas, ochentón, descendiente de militares, él mismo coronel hasta su retiro, había centrado su vida en una certeza, casi desde la infancia. La certeza de defender la he- rencia intangible de sus ancestros. Sostenía con fervor marcial el valor de la patria, del territorio nacional, de la familia y del mandato de Dios ante cualquier obstáculo que pudiera entor- pecerlo o frente a cualquiera que osara mancillarlo, repetía. Desde niño supo y expresó que ésta era su misión, no sólo como un mandato materno sino divino. Ése fue el motivo que lo hizo mantener la tradición en la carrera de las armas. Como El enemigo 1 Prueba.indd 48 25/10/2013 15:26:44
  • 49. 49 integrante del Ejercito de la Nación, lo orientaba la constante hipótesis de conflicto de que el territorio nacional y sus habi- tantes eméritos debían ser defendidos ante el avance extranjero o ante cualquier individuo que sustentara ideas contrarias a la Nación edificada por los primeros patricios, insistía. Para él, esa certeza dibujó el camino recto de una moral existen- cial carente de toda duda. Con ella, se condijeron sus acciones durante más de 60 años. Siempre entendió que para que una Nación lograra esos nobles objetivos, había que fortalecer la formación del soldado de la patria, la educación modelado- ra de hombres dispuestos a defenderla, ésa era la base de sus certezas. Ahora, dispuesto a enfrentar con el mismo honor, quizás, el final de sus días, lo movía una obsesión que, para ajenos, podría entenderse como la raíz de un resentimiento. Soldado obediente del Ejército, había participado en todas las circunstancias de la historia en que la fuerza y sus superiores entendieron que peligraba la Nación. Pero también, compren- día cabalmente, pudiendo dar fe de ello y con pruebas en la mano, que esos peligros no eran detectados solamente por el Ejército Nacional. Antes o al mismo tiempo, una destacada parte de la ciudadanía reconocía las señales de ese peligro que se avecinaba. Eran entonces los representantes de ese pedazo de patria quienes recurrían al auxilio del brazo armado de la Nación, le remarcaba a su asistente. Todos los episodios a los que, los considerados por él insensatos, llamaban interrupción del estado de derecho, fueron planificados por esclarecidos civiles (según sus dichos) y luego, acordados con las Fuerzas Nacionales. El último, según el periodismo y un puñado de intelectuales apátridas, tildados así por el coronel, fue difun- El enemigo 1 Prueba.indd 49 25/10/2013 15:26:44
  • 50. 50 dido y diseminado en el planeta como el más sangriento: no sólo un error, una estupidez, ya que no hay guerra que pueda librarse sin sangre, aseguraba Agredas. — ¿Qué le pasa? Me lo imagino, se está preguntando por mi afirmación. Como los herederos de la subversión niegan que haya sido una guerra y emplean el remanido terrorismo de estado, yo le aseguro, que fue una guerra. Había dos ejércitos, el nuestro y el de ellos, con grandes ventajas para el segundo. En principio, nosotros actuamos de frente, pero como ellos no lo hicieron y habían llevado al país a una interminable guerra civil, nuestras fuerzas tuvieron que usar otras tácticas ¿lo con- formo? La mirada de Ernesto no indicaba ni conformidad ni desa- probación, sino una enorme duda. — ¿Va a expulsar la duda que adivino?, si no, no puedo seguir hablando. –determinó Agredas, al mismo tiempo que Ernesto ya le expresaba con un ritus que dejaría su incerti- dumbre de lado. Entonces continuó, para él, la patria había sido amenazada por fuerzas extrañas a su identidad, por eso debió librarse una guerra que, como todas, lamentablemente fue sangrienta. El enemigo, de igual o mayor crueldad con la que hoy señalan a sus camaradas, asestaba en cada frente y él eligió el que con- sideraba el principio de todo, la educación del soldado, antes que nada, ciudadano del país. Fue así como recorrió, en carác- ter de director o de asesor, los liceos militares de Infantería del territorio. Decía que una justicia torpe e irreverente condenó a los soldados que habían dedicado su vida y su destino para salvar los pilares fundamentales del ser nacional. El enemigo 1 Prueba.indd 50 25/10/2013 15:26:44
  • 51. 51 La obsesión incansable de Rodolfo Agredas, ligeramente comprendida como resentimiento, así lo manifestaba, radica- ba allí. Un sin número de militares cumplía cárcel y condena y un número aun mayor de civiles, partícipes activos en todos sus términos, gozaba no solo de la libertad sino del despliegue en el manejo de sus tareas, generalmente empresariales. Te- nían la posibilidad de emprender negocios y negociados con los conductores del país que había vuelto a su estado de de- recho, redundaba con un enojo de trinchera. Aclaraba, a la vez, que no podían meterse en un solo saco las tres fuerzas de la Nación. Aceptaba que dentro del mismo ejército histórica- mente habían existido dos tendencias, pero que éstas final- mente se conciliaban. Para él, el problema emanó de la que llamaba la segunda fuerza. Ésa fue la que entró en connivencia con una civilidad que contaminó la causa y, lo que es peor, con los mismos enemigos. Agredas se esmeraba en argumentar y probar estos dichos y el asistente, en mover de manera continua su cabeza en se- ñal afirmativa, con lo que consiguió la mirada complaciente del anciano y su disposición para continuar el relato. Según el coronel, aquellos civiles eran los mismos que antes habían golpeado las puertas del ejército salvador, ellos o sus descen- dientes junto con nuevos allegados, cuyo comportamiento fue aprendido de los primeros mentores. La conciencia de que estaba transitando el final de su exis- tencia le imponía, más que el placer, el deber de escribir sus memorias para difundir esa verdad absoluta y las pruebas irre- futables del secreto en custodia que le había dejado uno de sus camaradas superiores. Esa misma conciencia también le El enemigo 1 Prueba.indd 51 25/10/2013 15:26:44
  • 52. aseguraba que no alentaba ninguna clase de resentimientos, menos aún la necesidad de venganza: sólo lo movía una ver- dad que, sin considerar cada una de las responsabilidades, se perpetuaría a medias en un relato falaz de la historia y, para Agredas, una verdad a medias era sencillamente una mentira. — Me interrumpo porque me preocupan sus gestos ¿le estoy produciendo temor o solamente es mi propia sensación? Moreno tomó un papel y escribió una sola palabra mientras movía la cabeza en señal de negativa: “Interés” — Bueno, de igual modo, me parece que estoy comenzan- do por el final… Soy el último hijo de ocho hermanos. Nací en una población alejada de las capitales porque mi padre se dedicaba a la hacienda. No le diría que tuve una infancia in- feliz, recuerdo momentos de gran felicidad. Pero mientras yo quería seguir con la tradición de la rama de mi madre, mis hermanos atendían más al interés de la otra rama, la paterna, por el campo y la hacienda. Yo quedaba medio afuera, vio, y me amparaba en mi madre a la que, desgraciadamente, perdí muy temprano, como mi hija a mi esposa. Imagínese, no tenía quién me acompañe a jugar a los soldaditos ni después com- partir las lecturas de los textos que conseguía en la enorme biblioteca de mi abuelo, por entonces, General de Brigada. No vaya a creer que solamente leía sobre estrategia marcial o sobre el arte de la guerra, no… no. Fíjese que mis autores admirados fueron Stendhal, Balzac, Flaubert… sé que con Stendhal me comprenderá, pero estoy seguro de que lo asombrará la fas- cinación que ejerció sobre mí “Madame Bovary” y quizás la cercanía con las ilusiones y los devaneos que plantea “La piel de zapa” de Balzac. El enemigo 1 Prueba.indd 52 25/10/2013 15:26:44
  • 53. 53 Ciertamente, Ernesto Moreno se sentía turbado por un ex- tremo asombro que no iba en el sentido pensado por Agredas. Su sorpresa era advertir tantas coincidencias con ese hombre. Al igual que al anciano, lo deleitaban los autores burgueses del siglo XIX y no siempre podía expresarlo, también él, fue un hijo “que quedaba afuera” y se amparaba en su madre para preservarse, no ya de las diferencias con su padre, como el coronel, sino de las burlas permanentes que le lanzaba por su espíritu lector y reflexivo, negándose a continuar con los nego- cios de la familia como lo hicieron sus hermanos. En la actua- lidad, el asistente no solo era ignorado por sus familiares vivos sino que, además, había perdido los derechos de una herencia que tampoco se supo ganar. Esas coincidencias lo perturbaban porque, según el coronel, su opción por la defensa de la patria lo había hecho descuidar las alternativas de la hacienda y lo único que le quedaba era esa imponente mansión materna, único bien y único refugio, tal como a él. — Está pensando mucho, Ernesto, es una verdadera pena que no podamos conversar, pero, por favor, no se inquiete, ya lograremos la manera de comunicarnos mejor. El asistente volvió a tomar el papel y nuevamente estam- pó una sola palabra encerrada entre dos signos de admiración “¡Iguales!”. — Y bueno, qué mejor… estamos asegurando nuestra em- pática identificación… vamos a ver si estas coincidencias nos llevaron a los dos por el mismo camino. Fíjese que el escribir despertaba en mí, como se habrá dado cuenta, un supremo interés, pero ahora agrego el entusiasmo de compartir con al- guien iguales inclinaciones y predilecciones. ¿Sabe, Moreno?, El enemigo 1 Prueba.indd 53 25/10/2013 15:26:44
  • 54. 54 usted me pone contento… Bueno, pero volvamos el río a su cauce, no permita que me disperse. No porque me desagrade, si no porque… no tengo tiempo. Ernesto volvió a tomar el papel y escribió, ahora con más extensión: “No se preocupe, dispérsese todo lo que quiera, le vamos a ganar la partida al tiempo, al mío lo tiene todo a su disposición. Si quiere, usted esboza rápidamente lo que desea esclarecer y en mis horas de descanso, yo redacto.” — No, no, no m’hijito, aunque lleguemos al máximo de identificación, yo soy de los que piensa que continente y con- tenido son inseparables, soldado ¿me entiende? Lo que tengo que decir sólo yo sé cómo decirlo, así que usted, amiguito, limítese a seguirme –expresó Agredas con simpatía y como burlándose de su misma profesión. El modo familiar y afable de Agredas provocó la primera sonrisa de Ernesto y otra vez, quizás también la primera, asin- tió convencido. — A los 12 años, ingresé al colegio militar con el consenti- miento a medias de mi padre y el beneplácito de mi madre: de mi padre, porque aún queriendo que yo continuara con la vida en la hacienda, aceptó por la tradición familiar de su esposa. En cuanto a mi madre, a pesar del orgullo que le provocaba mi decisión, nunca olvidaré cuando en la despedida me dijo al oído que iba a perder a su único compinche. Ernesto Moreno no pudo dejar de pensar en su propia ma- dre que utilizaba, para con él, la misma palabra “compinche” ante el desagrado de su padre, “… mi padre, pensó”. — ¿Otra vez se me está yendo, hijo, o está profundizando en lo que le digo? –preguntó el coronel recibiendo inmedia- El enemigo 1 Prueba.indd 54 25/10/2013 15:26:44
  • 55. 55 tamente el gesto de Moreno que indicaba con dos dedos la segunda opción- Bueno, lo cierto es que a mí me apasionó la vida del cuartel. Es muy bueno el rigor, la presión enseña más que la distensión, m’hijo. Nos disciplina, pero también nos vuelve más creativos. ¿Usted observó una corrida de toros? ¿Se dio cuenta de que el bovino se despabila de su pereza frente a la posibilidad de ser hincado por una banderilla y recurre a estrategias sorprendentes dada su condición pesada y estúpida, no sólo para salvarse sino para vencer al que se le opone? ¡Y cuántas veces lo vence!, no sé… no llevo la estadística, pero hay varios toreros muertos. Esta vez, Ernesto Moreno tomó los extremos del escritorio con sus manos, frunció su seño y adelantó la cabeza achicando sus ojos con un gesto de horror. — ¿Qué le pasa? Al final es blandito, ¿eh?… fíjese que lo pensé por sus hombros cuando lo vi, pero confieso que me in- teresó su mirada inteligente. ¿Acaso estoy faltando a la verdad con lo que digo? Será cruel, pero es verdad… de eso se trata, señor Moreno, y me está defraudando porque me doy cuenta de que usted no soporta una cruel verdad. ¿Prefiere que le siga contando mi dulce historia de amor con la que fue mi mujer, casualmente llamada Dulce? El asistente trató de deshacerse de su gesto horrorizado, pero instintivamente volvió a tomar el papel y escribió “Tengo algún desacuerdo”. — Usted no tiene porqué estar de acuerdo. Usted es un simple empleado y como entenderá, para mí, un soldado raso. Su función es solamente responder órdenes, como en cualquier trabajo, ¿estoy diciendo algo disparatado o ausente de lógica? El enemigo 1 Prueba.indd 55 25/10/2013 15:26:44
  • 56. 56 Moreno, un empleado tiene que ganar su derecho de piso, sea o no con un coronel, hasta conseguir la entera confianza de su empleador ¿no le parece? Después, ¿quién le dice?, el empleado leal se lo gana a su empleador, el estúpido he sido yo. Pensar que ya estaba entrando en la ilusión de considerarlo mi huésped. Mire, yo no puedo escribir mis memorias con un extranjero, sospecho que ningún evangelista hubiera podido dictarle la vida de Jesús a un romano… “No hay contra el desleal seguro puerto ni enemigo mejor que el encubierto”. Mire, Moreno, si se siente incómodo estamos a tiempo de que se vaya… me apuré con el pacto, fue un error estratégico… debo estar reblandecido por los años y usted se está abusando de eso. Ernesto tomó la notebook, cambió la fuente y buscó la gra- fía más exagerada, luego, plasmó sobre la pantalla con rasgos enormes: “Los dos estamos a tiempo, señor. Le ofrezco mis sinceras disculpas por una insignificante diferencia.” Agredas estampó sus manos sobre el escritorio con un golpe que las enrojeció y se incorporó con tanta dificultad como furia. — No estoy en condiciones de creerle. Retírese y haga lo que quiera con mis confesiones. El asistente que acababa de ser echado recurrió de nuevo a la pantalla “No acostumbro a romper pactos. No me voy. Soy su empleado, su soldado, tengo el deber de callar las dife- rencias, pero ¿no puedo disentir a veces? No soy su enemigo y menos desleal. ¿Verdaderamente cree que los hombres, como los toros, sólo nos avispamos y liberamos nuestra creatividad con violencia?” — ¿De qué violencia me está hablando? Es usted irrespe- tuoso ante las metáforas que utilizo. El enemigo 1 Prueba.indd 56 25/10/2013 15:26:44
  • 57. 57 El letrero fue escueto en la pantalla “De la del toro, señor, odio las corridas de toro.” — Mire, tengo 40 años de diferencia y de experiencia para que no me engañe, usted habló de los hombres, no de los to- ros… “De los dos, somos mamíferos, perdóneme, me falta su en- trenamiento.”, volvió a escribir en la pantalla. — Mire, Moreno, no llego a creerle en este momento. Lo que pasa es que me envolvió, como siempre, el ideal del asis- tente perfecto… como de la madre perfecta… como de la mu- jer perfecta… como de la hija perfecta, mi idealismo me ha intoxicado. ¡Quizás, usted sea mi enemigo, qué me importa ya!, si mi objetivo es otro. La escriba mi amigo o mi enemigo, mi verdad es una. Tiene razón, vuelva a sentarse y continue- mos, total no hay mejor maestro que el enemigo. Es una lásti- ma que un tercero haya escuchado nuestra discusión y no me refiero a mi hermana… ¿usted también lo percibe? Parece que siempre alguien nos está acompañando. “Debe creerme, señor, cada minuto que pasa, lo siento me- nos mi enemigo”, se expresó el mudo en la pantalla, sintiendo también la presencia de un tercero que no podía precisar. — Entonces, minutos, horas o ya días atrás, ¿usted se sintió mi enemigo? –respondió azorado Agredas frente a esa palabra crucial en su vida. “La situación logró confundirme. Quise decir: cada vez menos desconocido”, apareció en la pantalla. — No tengo nada que perder y mucho la patria que ganar, ya no puedo volver atrás, por ahora me da igual. Limítese a escucharme y cuando yo se lo ordene a escribir. No diga ni El enemigo 1 Prueba.indd 57 25/10/2013 15:26:44
  • 58. 58 escriba nada en esa infernal máquina y le ordeno que no ar- ticule ningún otro gesto –manifestó Agredas convencido del dominio de la situación y, al mismo tiempo, recordando las palabras de su hija referidas al despojo del orgullo. Ernesto recurrió nuevamente a la pantalla y consignó que sería la última vez “No voy a volver a usar este medio. Usted me contrató mudo y así será, pero ¿me concede la oportunidad de hacerle una pregunta?”. — No se la concedo, lo autorizo a formularla porque me hace falta… pero recuerde que es la última vez. El asistente volvió a la pantalla: “¿Es posible que siga ha- blando de su infancia, de sus lecturas preferidas y de sus re- cuerdos más gratos? —Usted me desorienta. Claro que es posible ¡cómo no va a ser posible para un viejo expresar sus recuerdos más gratos!, aunque le advierto que en los relatos donde la vida me privi- legió, se pueden filtrar otros que quizás, aún con mis años, todavía no puedo dominar. Soy débil frente a ellos. Ernesto Moreno tuvo la urgencia de volver a utilizar la pantalla y expresarle a ese desconocido que las debilidades son, a veces, las que más dignifican a un ser humano, lo vuelven humilde y su manifestación lo sana, pero tenía vedado el me- dio. Con los ojos amplios, le exteriorizó al coronel su expecta- tiva de escuchar todo. — Sí, sí, recuerdo mis momentos en soledad frente al río, uno de los más anchos del planeta, él me ayudaba a pensar, a decidir. Mi espíritu fluía con el ritmo del agua y los atarde- ceres eran una fiesta de colores… sobre todo en los veranos cuando volvía a casa y me enamoré. En su orilla, leía a Lugo- El enemigo 1 Prueba.indd 58 25/10/2013 15:26:44
  • 59. 59 nes, a Rubén Darío, a Mallea… éste fue el que más ayudó a mi pensamiento para descubrir la patria ¿a usted también le agradan estos escritores? ¿Cuáles son sus otros preferidos? Ah, me estoy desdiciendo, usted no debe responder. El asistente asintió con levedad sin que pudiera descifrarse en ese gesto el sentido de su respuesta. — Escríbame en el papel qué poetas o autores, además, de los que nos acercan, son sus preferidos –y notando la vacilación de Moreno, continuó-, claro que soy yo el estúpido, lo asusté y ahora no voy a conocer su verdad. ¡Qué tarde que aprendemos esto, ninguna verdad se revela con la intimidación!... Mire, Ernesto, borre nuestra escaramuza reciente, no hubo estoque y menos “touché”, ensayamos un insulso floreteo, pero ni alcan- zamos a cruzar nuestras espadas. El asistente desprevenido tomó el papel y le reveló a través de él sus autores preferidos: Borges, Sábato, García Márquez, Julio Cortazar, Rulfo, Roa Basto, Carlos Fuentes, Vargas Llo- sa, entre otros, y, también, Darío, Mallea y Lugones. — ¡Hijo!, usted no se ha privado de nada… pero creo que ha hecho una hermosa ensalada… no debiera asombrarme, porque yo también leí esos bolches panfletarios junto con los otros que reafirman mis altos ideales… Ha nombrado usted al más grande y al más hipócrita… Supongo que sabrá a quién aludo, porque toda su vida fue una bolsa de contradicciones. Fíjese que Vargas Llosa se ha redimido, ahora acuerda y es un defensor de la probidad… bueno, el muchacho cometió peca- dos de juventud, pero su actual reconocimiento de la verdad y, sobre todo su actuación pública, lo engrandecen. Ernesto se acomodó en la silla y comprendiendo que al- El enemigo 1 Prueba.indd 59 25/10/2013 15:26:44
  • 60. 60 guna mención había molestado a su jefe, se reprochó la falta de tacto y su excesiva sinceridad, estiró sus brazos, esta vez en círculos, tratando de expresar que leía de todo, sin puntuales preferencias. — Como yo: primero leí a aquellos que coincidían ple- namente con mis principios y después, entendí que también debía leer al enemigo ¿a usted, le pasó lo mismo? Moreno asintió exagerando su consentimiento y luego, se atrevió a mover las manos en pequeños círculos, como indi- cándole que continuara su historia. Con los ojos le insinuó que, para él, era más interesante que describir sus lecturas. — En parte tiene razón, m’hijo, pero ¿hay algo que nos modele más que nuestras lecturas? Para usted, mi vida puede ser más interesante, pero ella ha sido construida por los deseos de mi madre en coincidencia con lo que después elegí y, en esa elección, tuvieron una buena parte los maestros, como el camarada que le nombré hace instantes, tanto como el espíri- tu de mis escritores preferidos. Muchos, como le dije, los fui encontrando al azar en esta biblioteca de mi abuelo materno y a otros, era mi madre misma la que me los leía. Ésa fue mi niñez, en soledad con ella, mientras el resto de la familia ca- balgaba los llanos. Mi madre es un regazo que, aunque no lo crea, todavía extraño, únicamente reemplazado por el de mi mujer a la que perdí tan pronto. Imagínese, he tenido pocos lugares mullidos para el reposo del guerrero –dijo Agredas con una semi sonrisa entre irónica y triste- A Dulce, la conocí jus- tamente en esta casa de mis abuelos en una reunión social con amistades que compartían la misma actividad, hacendados y soldados. Ella tenía toda la apariencia de la frágil mujer que El enemigo 1 Prueba.indd 60 25/10/2013 15:26:44
  • 61. 61 representa el eterno femenino, pero en su protección yo me sentía cuidado y mucho más fuerte. Ya le dije, también, que tuvimos una sola hija varios años después de habernos casado y la niña deseada llegó, pero no contó con su madre en la edad más necesitada… pobre hija mía. Moreno lo miró con asombro, sin entender ese sentimiento de lástima que Agredas manifestaba por su hija. Él se había cruzado con una monja cuyo rostro y, sobre todo, su mirada expresaban seguridad, firmeza y ciertamente alegría. Debe ha- ber demostrado en sus expresiones faciales lo que estaba pen- sando, porque Agredas lo arrancó pronto de sus reflexiones. — Sí, entiendo que lo asombre la pena con la que nombro a mi hija… por ahora, lo que puedo decirle es eso: la criatura tuvo tres vidas, una con su madre, otra sin su madre –suspiró y abrió los ojos moviendo su cabeza en señal de un recuerdo molesto- y ésta que usted ve ahora, producto de una férrea elección que no sé si ya existía en su primera infancia o fue después de que… “¿De qué?”, insinuó claramente con su mirada Moreno. — Es una larga historia, más dolorosa que larga. ¿Le dije algo ya sobre los años de juventud alocada de mi hija, su co- queteo indiscriminado, su soberbia belleza, su impostura ca- prichosa con hombres que verdaderamente la hubieran respe- tado, hasta que se enamoró? Desgraciadamente, de un cama- rada descarriado que, mientras le juraba amor eterno acá en el centro del país, mantenía otra relación en el norte, cuya unión había traído a este mundo dos hijos. Imagínese cuando Teresa se enteró… ella había abandonado todas sus vanidades por ese hombre… No sé si estos tramos de mi vida tienen algo que El enemigo 1 Prueba.indd 61 25/10/2013 15:26:44
  • 62. 62 ver con lo que necesito decir en mis memorias, debe ser que lo llevo como una carga de la que nunca pude deshacerme ni aún en mis confesiones… Ernesto veía cómo se iba crispando el rostro de Agredas, al tiempo que apretaba sus puños como si hiciera fuerza, para que aquello que no lograba decir, no fuera verdad. Instinti- vamente estiró una mano hacia el anciano coronel y apretó su brazo, pero Agredas lo retiró como si hubiera sufrido una quemadura. Sin embargo, cuando abrió sus ojos que tenía tan cerrados como los puños, delató sus lágrimas. Aunque lo tenía prohibido, Ernesto volvió a tomar el papel y escribió “Confíe en mí”. Estas palabras parecieron abrir una compuerta oxi- dada por años de cerrazón, Agredas se quebró en un llanto incontenible y habló como si estuviera a solas. — No puedo borrar la imagen de mi hija corriendo por el parque hasta la calle a ese hombre que huía de ella como de una fiera… Completamente desnuda, con un frasco de per- fume roto entre sus manos apuntando la espalda del que la abandonaba. Yo, su padre, debí rescatarla del horror y la ver- güenza… La tomé en brazos como cuando era una recién na- cida… ¡Pero qué estoy diciendo frente a un desconocido en el que todavía no termino de confiar! ¡Por favor, saque sus manos de mi espalda! ¡Suélteme, le digo! ¿Qué le pasa? –gritó Agredas cuando descubrió que Ernesto también lloraba- ¡Tanto puede conmoverlo algo que le es ajeno! ¿Qué puede importarle a us- ted, un ser desnudo y abandonado con el instinto irrefrenable de agredir a quien más ama? Ernesto soltó las espaldas del anciano, volvió a su silla y con descontrol escribió sobre el papel “Su hija no es el único El enemigo 1 Prueba.indd 62 25/10/2013 15:26:44
  • 63. 63 ser desnudo y abandonado que corrió por las calles con una botella rota persiguiendo al traidor.” — A veces, me parece usted inteligente y, a veces, tan estú- pido –dijo Agredas recuperando su entereza y continuó- Quie- re consolarme con la estupidez, de mal de muchos consuelo de tontos, pero… El asistente, también, recompuesto apretó el fibrón sobre el papel e inscribió en él, como una confesión y, al mismo tiempo, como un pacto identitario “Sufrí lo mismo y corrí desnudo con una botella rota a una traidora.” Con paso di- ficultoso, esta vez, fue el coronel el que se acercó y apretó las espaldas de su asistente, con la diferencia de que no fue recha- zado, los hombros de Ernesto se encargaron de corresponder ese abrazo. Luego, volvió a su sillón y un silencio espeso lleno de sonidos no pronunciados bajó sobre ellos y colmó hasta el último rincón del espacio. Simultáneamente, el coronel desvió la mirada hacia la máscara demoníaca y allí la fijó y Ernesto bajó la suya y la clavó en la espejada madera del piso. Ninguno parecía reparar en el otro, sin embargo, sentían la mutua pre- sencia como una irremplazable compañía. Ambos reconocían un alivio liberador en sus, antes, angostados pechos. Expe- riencia que no podían explicarse y que ciertamente los per- turbaba: dos desconocidos que recién empezaban a medirse, a estudiarse y hasta a desconfiarse, se veían unidos en el dolor y liberados de él, por el otro. Sin abandonar esta rara mezcla de sentimientos y sensaciones, la voz de Agredas rasgó el silencio. — No puedo discernir si es un día ganado o perdido. Este momento que nos asemeja, aún cuando voy teniendo cada vez más claras nuestras diferencias, no puede cambiar mi vida, sí El enemigo 1 Prueba.indd 63 25/10/2013 15:26:44
  • 64. 64 quizás, mis días, pero, tal vez, usted no sea el mismo después de este día. Ernesto Moreno miró su reloj y recién ahí advirtió el paso apresurado del tiempo. Seguramente era un día perdido para el fin por el que Agredas lo convocó, pero le devolvió al coro- nel la franca y hasta agradecida mirada que señalaba su acuer- do. El primero en apartar los ojos fue el anciano que, otra vez, los sumergió en sus enmarañados recuerdos o en sus reflexivos pensamientos. Con el timón de su mirada, el asistente le indi- có al viejo que virara el sentido al que estaba conduciendo la embarcación de su mente y entonces, Agreda le respondió con el tono sentencioso de quien por fin halla una nueva certeza. — Si dos enemigos pudieran saltar la trinchera que los se- para, como lo hemos hecho usted y yo, para confesarse un idéntico dolor personal, dejarían de serlo. Ernesto Moreno, antes de retirarse, escribió: “Acá no hay enemigos ni trincheras. Mañana a las siete estaremos aquí mi valija y yo”. El enemigo 1 Prueba.indd 64 25/10/2013 15:26:44
  • 65. 65 Durante I. El escritor y su curiosa asistente. La noche anterior, el frío intenso y entumecedor lo obligó a Damián a terminar una botella de ginebra. Su cabeza yacía como un puercoespín en el desparejo terreno del escritorio. Dormía acompañándose con los estruendosos ronquidos de la borrachera. Entre sueños, creyó escuchar los tres timbres con los que se identificaba Alma. El primer rayo de sol fue un cuchillo para sus ojos. Arrastrándose llegó hasta la puerta. Sí, era ella, extrañamente vestidita de amarillo. Amador no habló, rebuznó. — Ya estás otra vez acá, recién amanece. ¿No vas a dejarme alguna vez dormir tranquilo?... ¿Y qué hacés toda de amari- llo?... tu ropa me molesta tanto como el sol, ché. Toda la vida de blanco y ahora qué me querés decir de amarillo ¿que me despreciás?, ¿que estoy loco? Si de algo estoy seguro es de que no vas a dejar de joderme nunca, pajarito carpintero, pero yo no soy un tronco… ¡Y para completarla te venís acompañada con alguien que no conozco! — ¡Será de Dios, otra vez borracho y sucio!... ¿Hasta cuán- do cree que lo voy a asistir en estas condiciones? ¡Ufff… no me haga decir dos veces que se vaya a bañar! ¡Venga despejado o lo dejo solo! — Ni me lo nombrés a ése de arriba y me importa un pito que me dejés solo… ya no aguanto tu machaque. — Despídame si puede, usted se liberaría de su conciencia y yo de un viejo borracho y desquiciado. — Viejo tu calzón, tarada… ¿también es amarillo? Debe estar amarillo de usarlo tanto, frígida. El enemigo 1 Prueba.indd 65 25/10/2013 15:26:45
  • 66. — Cada día más irrespetuoso, se da el lujo de ejercer vio- lencia de género hasta con su conciencia ¿qué haría sin mí? Pero voy a tragarme esta otra, porque sin mí, ya se hubiera suicidado. ¡Se va inmediatamente a bañar y yo voy a leer lo que escribimos! ¡Tengo tanto para decir porque ayer no me dejó abrir la boca... como siempre aplastándome, bah, queriéndo- me aplastar, porque usted sabe que eso es imposible, pero hoy me toca a mí! Damián estuvo media hora bajo la ducha y volvió limpito y peinadito como un chico que va a ir a la escuela. — ¡Yo no sé cómo logra acallarme y volverme un autómata cuando me está dictando! ¡Todo esto es un asco! ¡Tómese su café negro, siéntese ahí y escúcheme!... ¡¿Qué es esta piedad por Agredas?! Ya lo está presentando como un enfermo para que le tengamos lástima. ¿Usted le tiene lástima a un perso- naje que rechaza? Además, no alcanzo a discernir si es piedad o compasión. Si es piedad, está cayendo en contradicciones porque ella establece distancia con el otro, en cambio la com- pasión es el reconocimiento del dolor del otro como el de uno mismo. La pena siempre produce una reacción angustiada y para disipar el dolor del otro hay que responder sin pena. ¿Qué es lo que siente, al final, por este hombre? — Uff… no puedo creer que seas tan ignorante, con los años que llevás pegada a mí. No sé si es piedad, compasión o nada, dejá de citar tanto a Buda, no me hagás más citas. Además, recordá que para los pueblos primitivos, el enemigo era considerado un enfermo. En este caso, la enfermedad de Agredas, es una necesi- dad narrativa… lo quiero adentro, imposibilitado –dijo Damián, levantando sus cejas y despejando su hermoso e inteligente rostro. El enemigo 1 Prueba.indd 66 25/10/2013 15:26:45
  • 67. 67 — Sí, sí… con el cuento de la necesidad narrativa, usted me hace tragar todos los sapos de sus intenciones ocultas. — ¡Dejame de joder, decime algo nuevo! ¡No te adelantés a mis intenciones! ¿Quién sos vos para anticiparte a mi cons- trucción literaria? — Ohh… ¿quién soy yo?, ya se lo dije: su conciencia. — ¡Mirá, ché, yo no creo tener una conciencia tan sober- bia, desafiante y descarada! Yo me llevo muy bien con ella… estoy muy tranquilo. — ¡Sí, sí… tan tranquilo como el equilibrista del circo que camina por la soga! — Exactamente, elegiste la metáfora perfecta en tu contra, porque ¿qué haría el caminante de la cuerda si no estuviera tranquilo?: se caería de culo y sería un papelón. — ¡Ja, ja… qué risa!... sabe las veces que se cayó de ahí y quedó boqueando en el suelo. Bueno, pero no lo peleo más, simplemente sométase a mi interrogatorio. ¿Quién es Aída? ¿Una de las tantas viejas ricachonas dueña de grandes empo- rios?... — No ves que no te das cuenta de nada, no le alcanzan los tejos para serlo. — Y si le faltan, ¿cómo mantienen esa mansión? — Sos cortita, ché, tengan o no tengan, ésos defienden con uñas y dientes lo único que les va quedando… ¿o no conocés los casos de los venidos a menos que no se pueden meter la al- curnia en el culo y son capaces de iluminarse con velas porque no pueden pagar la luz? — Bueno, ya se va al otro extremo, tampoco es así en este caso. El viejo cobrará su abultado retiro y la vieja una buena El enemigo 1 Prueba.indd 67 25/10/2013 15:26:45
  • 68. 68 pensión, además, deben tener escondidito tanto oro, todas las joyas de la abuela. — Y bueno, entonces, para qué me rompés con bolude- ces… el borracho soy yo, no vos… no me empastés el cerebro con pavadas. — Está bien, entonces ¿qué significa que este viejo desgra- ciado sea tan amoroso y confiado con la servidumbre? — ¿Y vos, qué creés?, ¿no me digas que creés que estos tipos andan con un trabuco de entrecasa?, ¿o no sabés que ellos en su madriguera están seguros y lo tienen todo controlado? ¿Lo creés incapaz de algún sentimiento?... yo no… no lo veo como un psicópata ni un cínico, además, ya que empezaste a embro- mar con la filosofía oriental te voy a recordar un principio de las creencias hindúes, me parece que de Gandhi… “Quiero ser justo y ganamos justicia más rápidamente, si le hacemos justicia a la parte contraria”. Alma expresó movimientos de incomodidad, comenzó a acomodarse con nerviosismo sus ropas amarillas y buscó con tesón por dónde atacar a Damián. — ¿Y Teodora, quién es? ¿La loquita que juega al teatro po- bre cuando tiene las cuatro comidas aseguradas? ¡Está copián- dose de lo real! Pero,¿de dónde salió esta chica, de un zapallo? ¿Cómo puede salvarse tanto de su crianza? — Lo real es mi materia prima, pibita, –dijo impaciente e iró- nico Amador- como la piedra de un escultor. Por otra parte, Teo- dora es tan diferente por reacción, tonta, es así, la piba se rebeló. — Puede ser, pero ¡cuántos lugares comunes!: la rebelde se va a vivir a un desván, ay, no puede ser más original –y mien- tras volvía a lo que estaba leyendo, Alma exclamó- ¡Y un mudo El enemigo 1 Prueba.indd 68 25/10/2013 15:26:45
  • 69. 69 como asistente!: es una pavada, ¿supone que va a cerrar la boca por ser mudo? ¡Tiene las manos para delatar al viejo! — Yo no sé si sos o te hacés, me copó la metáfora, porque completa la fantasía del coronel que el asistente sea mudo. — ¿Y también completa la fantasía del coronel su confianza en que el muchacho le va a decir la verdad? ¡Qué ingenuo lo pinta al enemigo! — ¿Quién te dijo a vos que Moreno y el coronel son ene- migos? — Ese ridículo mensaje que usted se está empeñando en dar. Damián carraspeó y suspirando buscó su próxima respuesta. — Lo está probando, lo está estudiando, lo está relojeando, ¿entendés? — Uhh, sí, pero que rápido encuentran gustos comunes, los dos se mueren por el bife de chorizo… ¿Y de dónde conoce la mucama a Moreno? — ¿No lo acabás de leer?, no lo recuerda. — ¿Y para qué lo pone? — Para intrigar al lector –respondió cansado, Damián. — Ajá, está bien, pero vayamos acá… ¿Por qué es tan com- pasivo con el coronel y con la mucama es la inquisición? Tor- quemada es un poroto ¡¿qué le pasa con nuestro pueblo?! ¿Lo desprecia como el viejo? La pone a Irma como oportunista, grosera, guaranga, dejada, sucia, hipócrita, desdoblada, obse- cuente y a sus hijos como vagos… no sé ¿a dónde quiere llegar al final? ¿De qué lado está? — De ninguno, ché, o ya no te acordás de que ésa es la intención. No estoy despreciando al pueblo, el pueblo se des- precia a sí mismo. El enemigo 1 Prueba.indd 69 25/10/2013 15:26:45